XLIV

XLIV

Consecuencia de un engaño

Pemítasenos una breve explicación, después de la cual volveremos a tomar el hilo de nuestra historia.

Tiempo era ya de volver a Nanón de Lartigues, que al ver desgraciado a Richón expirando bajo la galería del mercado de Liburnio, había lanzado un grito y se había desmayado.

Sin embargo, Nanón, como ha podido observarse, no era una mujer de complexión débil. A pesar de la delicadeza de su cuerpo y la pequeñez de sus proporciones, había soportado largos disgustos, sostenido fatigas, arrostrado peligros; y esta alma amante y vigorosa, dotada de un temple nada común, sabía doblegarse según las circunstancias y aparecer más fuerte a cada golpe que le daba el destino.

El duque de Epernón que la conocía, o mejor dicho, que creía conocerla, no pudo menos de admirarse al verla tan completamente abatida por el aspecto de un dolor físico. Ella, que en el incendio de su palacio de Agén había estado a pique de ser quemada viva, sin lanzar un grito ni proferir una queja; que en medio de aquel tumulto había visto perecer a dos de sus mujeres asesinadas en su lugar, y que ni aun siquiera había pestañeado por no alegrar a sus numerosos enemigos, de los cuales el uno de ellos, más desesperado que los demás, había dispuesto obsequiar con este suplicio a la favorita del gobernador detestado.

El desmayo de Nanón duró cerca de dos horas y terminó con horribles ataques de nervios, durante los cuales no pudo hablar, sino sólo dar gritos inarticulados. Esto fue a punto que la reina misma, después de haber enviado muchos mensajes a la enferma, llegaba en persona a visitarla; y Mazarino, que acababa de entrar quiso ocupar la cabecera de la cama para hacer de médico, pues era su mayor pretensión. Aplicar la medicina a aquel cuerpo amenazado y la teología a aquella alma en peligro.

Pero Nanón no recobró los sentidos hasta muy entrada la noche. Entonces pasó algún rato coordinando sus ideas; y por último, estrechándose la cabeza con las manos exclamó con un acento desgarrador:

—¡Estoy perdida; me le han matado!

Por fortuna, estas palabras eran bastante extrañas para que los circunstantes dejaran de atribuirlas al delirio, y así sucedió.

Sin embargo, estas palabras quedaron en la memoria de los que las oyeron; y cuando a la mañana siguiente volvió el señor de Epernón de una expedición que le alejara de Liburnio la víspera, supo a la vez que había proferido al volver en sí. El de Epernón, que conocía toda la efervescencia de aquella alma de fuego, comprendió que había allí algo más que delirio, y se apresuró a ver a Nanón, aprovechándose del primer momento de soledad que le dejaron los concurrentes.

—Amiga mía —le dijo—, he sabido todo lo que habéis sufrido con motivo de la muerte de Richón, que se tuvo la imprudencia de venir a ahorcar bajo vuestras ventanas.

—¡Oh, sí —exclamó Nanón—, eso es terrible, es infame!

—Tranquilizaos —le contestó el duque—. Ahora que sé el efecto que eso os produce, haré colgar a los rebeldes en la plaza del Curso, y no en la del Mercado. ¿Pero de quién hablabais cuando decíais que os le habían muerto? Eso me parece que no lo diríais por Richón, porque jamás he oído decir que haya sido nada vuestro, ni aun simple conocido.

—¡Ah! ¿Sois vos, señor duque? —dijo Nanón levantándose sobre el codo y asiéndole el brazo.

—Sí, yo soy, y estoy muy contento de que me conozcáis; eso prueba que vais mejor. ¿Pero de quién hablabais?

—¡De él, señor duque, de él! —repuso Nanón con un resto de delirio—. ¡Vos le habéis matado! ¡Oh! ¡El infeliz!

—¡Querida mía, me asustáis! ¿Qué decís?

—Digo que le habéis matado. ¿No comprendéis, señor duque?

—No, querida amiga —contestó el duque de Epernón, tratando de hacer hablar a Nanón, entrando en las ideas que le sugería su delirio—. ¿Cómo puedo yo haberle matado si no le conozco?

—¿No sabéis que es prisionero de guerra, que es capitán, que es gobernador, que tiene los mismos títulos y el mismo grado que ese pobre Richón, y que los Burdeleses van a vengar en él la muerte del que habéis hecho asesinar? Porque aunque hayáis tomado la apariencia de la justicia, es un verdadero asesinato, señor duque. El duque de Epernón, desconcertado por este apóstrofe, por el fuego de aquellas centelleantes miradas, por la acción febril y el gesto enérgico de Nanón, retrocedió palideciendo.

—¡Oh, es verdad, es verdad! —exclamó golpeándose la frente—, el pobre Canolles, le había olvidado.

—¡Mi hermano, mi pobre hermano! —exclamó a su vez Nanón, feliz por poder dilatarse dando a su amante el título bajo el cual el señor de Epernón le conocía.

—¡Tenéis razón, por Cristo! —dijo el duque—, y yo soy quien no tiene juicio. ¿Cómo diablos he olvidado a nuestro amigo? Pero aún no se ha perdido el tiempo; apenas podrá saberse a estas horas la noticia en Burdeos. Necesitan tiempo para reunirse, juzgar… y además, que dudarán.

—¿Ha dudado la reina? —dijo Nanón.

—Pero la reina es la reina. Tiene derecho de vida y muerte… ellos son rebeldes.

—¡Ay! —dijo Nanón—, razón más para que no se paren en nada. Pero, veamos, decid, ¿qué vais a hacer?

—Aún no lo sé; pero descansad en mí.

—¡Oh! —dijo Nanón tratando de levantarse—, aunque tenga que ir yo misma a Burdeos y entregarme en su puesto, no morirá.

—Tranquilizaos, querida amiga; eso me toca a mí. Yo he hecho el mal, y yo lo debo reparar, y lo haré a fe de caballero. La reina tiene aún algunos amigos en la ciudad; no os inquietéis.

El duque hacía esta promesa de todo corazón.

Nanón, comprendiendo la franqueza y la voluntad del duque, y leyendo la convicción en sus ojos, sintióse entonces animada de tanta alegría, que cogiéndole las manos estampó en ellas sus labios de fuego, y le dijo:

—¡Oh, monseñor! Si pudieseis salir bien, ¡cuánto os amaría!

El duque se estremeció hasta verter lágrimas, ésta era la primera vez que Nanón le hablaba con esta expansión y que le hacía semejante promesa.

Salió enseguida del aposento, asegurando de nuevo a Nanón que no tenía qué temer. Luego, haciendo venir a uno de sus criados, cuya destreza y fidelidad le eran bien conocidas, le mandó dirigirse a Burdeos, entrar en la ciudad, aunque tuviese que escalar las murallas, y entregar al asesor Lavia la nota siguiente, escrita toda de su propia mano:

«Impedir que suceda la menor molestia al señor de Canolles, capitán comandante de plaza al servicio de Su Majestad.

Si este oficial está preso, como se presume, ponerle en libertad por todos los medios posibles; seducir los guardias ofreciéndoles todo el oro que pidan; extenderse hasta cien mil escudos, hasta un millón, si es necesario, y empeñar la palabra del señor duque de Epernón para la dirección de un castillo real.

Si la corrupción fracasa, tentar la fuerza; no detenerse en nada, la violencia, el incendio, la mortandad serán escusadas.

Señas personales:

Estatura alta, ojos pardos, nariz curva. En caso de duda, preguntar: ¿Sois el hermano de Nanón?

Prontitud; no hay que perder un minuto».

El mensajero partió, entró en una quinta, trocó sus vestidos por un capotón de lienzo de un aldeano, y tres horas después penetró en la ciudad conduciendo una carreta cargada de harina.

Lavia recibió la carta un cuarto de hora después de la decisión del consejo de guerra. Hízose abrir la puerta del castillo, habló al carcelero principal, le ofreció veinte mil libras, que rehusó, después treinta que rehusó también, y finalmente cuarenta mil que aceptó.

Ya sabemos cómo engañado por la apelación de ¿Sois vos el hermano de Nanón? Que, según el duque de Epernón, debía evitar todo equívoco, Cauviñac había respondido, cediendo al único movimiento de generosidad que tuviera en toda su vida. Sí; y ocupando de este modo el puesto de Canolles, se había encontrado libre con grande admiración suya.

Cauviñac fue conducido en un ligero caballo hacia la aldea de Saint-Loubés; que pertenecía a los epernonistas.

Allí se encontró un mensajero del duque, que venía al encuentro del fugitivo en un caballo, también del duque, bruto español de inestimable precio.

—¿Se ha salvado? —exclamó dirigiéndose al jefe de la escolta que conducía a Cauviñac.

—Sí —contestó éste—, y le traemos.

Esto era lo único que tenía que saber el mensajero; hizo volver a su caballo y se lanzó rápido como un meteoro en la dirección de Liburnio. Hora y media después el caballo, rendido a las puertas de la ciudad, enviaba rodando a su jinete a los pies del duque de Epernón, que palpitaba de impaciencia esperando la palabra «Sí». El mensajero, medio hecho pedazos, tuvo aún fuerza para pronunciar aquel esperado, «Sí», que costaba tan caro, y el duque se precipitó sin perder un segundo hacia el aposento de Nanón, que tendida aún en su lecho, trastornada y con la vista espantada, fijaba sus miradas insensatas en la puerta, henchida de sirvientes.

—Sí —exclamó el duque de Epernón—, sí, está salvado, querida amiga; y me sigue, y vais a verle.

Nanón dio en su cama un salto de gozo; estas pocas palabras quitaban de su pecho el peso que le ahogaba, extendió sus dos manos hacia el cielo, y bañada por las lágrimas que esta inesperada dicha hacía brotar de sus ojos, áridos por la desesperación, exclamó con un acento imposible de describir:

—¡Oh, Dios mío, Dios mío, te doy las gracias!

Luego, bajando sus ojos del cielo a la tierra, vio a su lado al señor de Epernón, tan dichoso de su ventura, que se hubiera dicho que se interesaba a la par de ella por el querido prisionero. Sólo entonces fue cuando se presentó a su espíritu.

—¿Cómo recompensar al duque por su bondad y su solicitud, cuando vea un extraño en el lugar de su hermano? ¿Cuando conozca la artimaña de un amor casi adúltero sustituido al puro sentimiento del cariño fraternal?

La respuesta de Nanón a sí misma fue corta y enérgica.

—Y bien, no importa —dijo en su interior aquel corazón sublime a la vez por la abnegación y el desinterés—, no le engañaré más; se lo diré todo, me echará de su lado, me maldecirá, y entonces me echaré a sus pies para darle gracias por lo que ha hecho por mí durante tres años. Luego, pobre y humillada, pero feliz y contenta, saldré de aquí rica con mi amor, y dichosa con la nueva vida que nos espera…

En medio de este éxtasis de abnegación, en que la ambición era sacrificada al amor, estaba la joven, cuando el ala de criados se abrió y un hombre se precipitó en la sala donde estaba Nanón acostada, exclamando:

—¡Hermana mía, mi buena hermana!

Nanón se incorporó, abrió extraordinariamente sus ojos, se puso más blanca que la almohada bordada que había detrás de su cabeza, y por segunda vez cayó como herida del rayo, murmurando:

—¡Cauviñac, Dios mío, Cauviñac!

—¡Cauviñac! —repitió el duque de Epernón mirando a su alrededor con asombro, como para buscar evidentemente al sujeto a quien esta interpelación se dirigía.

Cauviñac no se atrevió a contestar, estaba todavía poco en salvo para tomarse semejante franqueza; comprendía que respondiendo iba a perder a su hermana, y perdiendo a su hermana se arruinaba infaliblemente a sí mismo. A pesar de su natural inventiva quedó cortado, dejando hablar a Nanón, para después corregir sus palabras.

—¡Y el señor de Canolles! —exclamó ésta con tono de furiosa reconvención y lanzando a Cauviñac los rayos de sus ojos. El duque arrugaba las cejas y empezaba a morderse el bigote. Los circunstantes, excepto Fineta, que estaba muy pálida, y Cauviñac que hacía todo lo posible por no palidecer, ignoraban el significado de aquella inesperada cólera, y se miraban asombrados entre sí.

—¡Pobre hermana! —murmuró Cauviñac al oído del duque—, ha temido por mi suerte, que delira y no me conoce.

—¡A mí es a quien debes contestar —exclamó Nanón—, miserable, a mí! ¿Dónde está el señor de Canolles? ¿Qué ha sido de él? ¡Responde pronto!

Cauviñac tomó una resolución desesperada, era necesario exponer el todo por el todo y atrincherarse en su propia desvergüenza; porque buscar su salvación en una confesión, hacer conocer al señor de Epernón el doble personaje del falso Canolles a quien había favorecido, y el verdadero Cauviñac que había levantado tropas contra la reina y vendido estas mismas tropas a la reina, era querer ir a reunirse con Richón en la viga del mercado.

Acercóse, pues, al duque de Epernón, con lágrimas en los ojos le dijo:

—¡Oh! Señor, eso no es ya delirio, es locura; y como veis, el dolor le ha trastornado el juicio hasta el punto de no conocer a sus más allegados. Si alguien puede restituirle la razón perdida, bien comprendéis que ése soy yo; haced, pues, os lo suplico, que todos esos sirvientes se retiren, a excepción de Fineta, que quedará aquí para darle los remedios que necesite; porque del mismo modo que yo, sentiréis ver reír a los extraños a expensas de esa pobre hermana mía.

Tal vez el señor de Epernón no habría cedido fácilmente al medio propuesto por Cauviñac, que a pesar de su credulidad, empezaba a inspirarle alguna desconfianza, si un mensajero no hubiese venido a decirle de parte de la reina que se le esperaba en palacio, con motivo de un consejo extraordinario convocado por el señor de Mazarino.

Mientras que el enviado desempeñaba su mensaje, Cauviñac se acercó a Nanón y le dijo con rapidez:

—En nombre del cielo, calmaos, hermana mía, para que podamos hablar algo a solas, y todo se reparará.

Nanón volvió a dejarse caer en la cama, si no tranquila, al menos dueña de sí misma, porque la esperanza, aunque administrada en muy pequeña dosis, es un bálsamo que aplaca los padecimientos del corazón.

En cuanto al señor de Epernón, decidido a ejecutar hasta el fin el papel de los Orgones y de los Gerontes, volvió junto a Nanón, y besándole la mano le dijo:

—Vamos, querida amiga, espero que la crisis habrá pasado ya; recobrad vuestros ánimos; voy a dejaros con ese hermano que tanto amáis, porque la reina me manda a llamar. Creed que sólo una orden de la reina puede arrancarme de vuestro lado en semejante momento.

Nanón creyó que le faltaba valor. No tuvo fuerza para contestar al duque, y sólo miró a Cauviñac, apretándole la mano como diciéndole:

—¿No me has engañado, hermano mío, puedo realmente esperar?

Cauviñac respondió a esta presión de mano con otra igual; y volviéndose al señor de Epernón, le dijo:

—Sí, señor duque, la crisis más fuerte a lo menos ha pasado, y mi hermana va a recobrar la convicción de que tiene a su lado un amigo fiel y un corazón leal, dispuesto a emprenderlo todo por restituirle la libertad y la dicha.

Nanón no pudo contenerse por más tiempo, y rompió en sollozos, ella, la mujer sin lágrimas, la del espíritu fuerte; pero la habían conmovido tantas cosas, que no era ya más que una mujer ordinaria, y débil, y por lo mismo sentía la necesidad de llorar. El señor de Epernón salió moviendo la cabeza recomendando con una mirada Nanón a Cauviñac. Apenas estuvo fuera, cuando exclamó Nanón:

—¡Oh! ¡Cuánto me ha hecho sufrir ese hombre! Si se hubiese detenido un momento más, creo que me habría muerto. Cauviñac hizo una seña, que recomendaba silencio. Luego fue a aplicar el oído a la puerta para convencerse de que realmente se alejaba el duque.

—¡Oh! ¿Qué me importa —exclamó Nanón—, que escuche o que no escuche? Me has dicho dos palabras para tranquilizarme; di, ¿qué piensas?, ¿qué esperas?

—Hermana mía —dijo Cauviñac adoptando un aire grave que no le era habitual—, no te afirmaré que estoy seguro de salir bien, pero te repito lo que ya he dicho, haré por conseguirlo todo cuanto cabe en el mundo.

—¿Salir bien? ¿En qué? —preguntó Nanón—. ¿Nos entendemos bien esta vez y no hay aún entre nosotros algún terrible quid pro quo?

—En salvar al desgraciado Canolles.

Nanón fijó en él una mirada terrible.

—¡Está perdido! ¿No es así?

—¡Ay! —contestó Cauviñac—, si me exiges mi opinión franca y completa, confieso que la posición es mala.

—¡Cómo lo dices! —exclamó Nanón—. ¿Pero sabes bien, desdichado, lo que es ese hombre para mí?…

—Sé que es un hombre que prefieres a tu hermano, puesto que le salvabas mejor que a mí, y que al verme me has recibido lanzándome un anatema.

Nanón dio muestras de impaciencia.

—¡Eh, pardiez! Razón tenías —dijo Cauviñac—, y no te digo esto por reconvenirte, sino como simple observación; porque oye, con la mano sobre el corazón, no diré sobre mi conciencia por no exponerme a mentir, si estuviese sabiendo lo que sé, diría al señor de Canolles: Caballero, vos habéis sido llamado hermano por Nanón, y a vos es a quien llaman y no a mí; y él habría venido en mi lugar, y yo habría muerto en el suyo.

—¡Pero morirá! —exclamó Nanón con esa explosión de dolor que prueba en las inteligencias mejor organizadas el sentimiento de la muerte no tiene cabida jamás sino en el estado de temor, y nunca en el de certidumbre, puesto que la afirmación causa un golpe tan violento—. ¡Pero morirá!

—Hermana mía —contestó Cauviñac—, eso es cuanto puedo decirte, y sobre lo que es necesario basar cuanto vamos a hacer. Son las nueve de la noche, en dos horas que he venido corriendo, muchas cosas pueden haber pasado. No te desesperes, ¡voto a tal!, porque también puede no haber pasado nada. Me ocurre una idea.

—Di pronto.

—A una lengua de Burdeos tengo cien hombres y mi teniente.

—¿Hombre seguro?

—Ferguzón.

—¿Y bien?

—Por más que diga el señor de Bouillón, por más que haga el señor de Larochefoucault y por más que piense la señora princesa, que se cree otro capitán igual a sus generales, tengo la idea de que con cien hombres, sacrificando la mitad, llegaré hasta Canolles.

—¡Oh! ¡Te equivocas, hermano mío; no llegarás, no!

—Llegaré, ¡voto al Diablo! O me dejaré matar.

—¡Ay! ¡Tu muerte me probará tu buen deseo, pero no le salvará! ¡Está perdido, perdido!

—Y yo te digo que no; así debiese entregarme en su puesto —exclamó Cauviñac con un transporte de casi generosidad, que le sorprendió a él mismo.

—¡Entregarte tú!

—Sí, yo, sin duda; porque al fin nadie puede tener ni tiene motivo de odio contra ese buen Canolles, y todo el mundo le quiere, por el contrario; mientras que a mí se me detesta.

—¡A ti! ¿Y por qué se te detesta?

—Eso es muy sencillo, porque tengo la felicidad de estar unido a ti por los lazos más estrechos de la sangre. Perdona, querida hermana, pues es en extremo lisonjero para una buena realista lo que yo te digo.

—¡Espera! —dijo lentamente Nanón—, poniéndole el dedo en los labios.

—Escucho.

—¿Dices que me detestan mucho los Burdeleses?

—Es decir, que te execran.

—¡Ah! ¿De veras? —repuso Nanón sonriendo, medio pensativa, medio alegre.

—No creí decirte con esto nada que te agradase tanto.

—Sí tal, sí tal —dijo Nanón—, es, si no agradable, muy sensato a lo menos. Si, tienes mucha razón —continuó, hablando más bien consigo misma que con su hermano—, no es al señor de Canolles a quien odian, ni a ti tampoco. Oye, oye.

Entonces se levantó, cubrió su satinado y ardiente cuello con un largo manto de seda, y sentándose a la mesa escribió deprisa algunas líneas, que Cauviñac, por el colorido de su frente y la expansión de su seno, juzgó que debían de ser de mucha importancia.

—Toma esto le dijo cerrando la carta. —Ve solo, sin soldados, sin escolta, a, Burdeos, en la caballeriza hay un caballo árabe que puede hacer el camino en una hora.

Llega tan pronto como los medios hermanos lo permitan; presenta esta carta a la princesa, y el señor de Canolles se salvará. Cauviñac miró a su hermana con asombro; pero conociendo aquel genio vigoroso y decidido, no perdió tiempo en comentar las frases, bajó precipitadamente a la caballeriza, montó en el caballo designado, y al cabo de media hora había hecho la mitad del camino. En cuanto a Nanón; luego que le vio partir desde su ventana, se arrodilló; la atea hizo una corta plegaria, encerró sus alhajas y diamantes en un cofre, mandó disponer un coche, y se hizo adornar por Fineta con sus mejores vestidos.