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La traición
Un día por la mañana mientras Canolles hacía su ronda, se acercó a él Vibrac y le dio un billete y una llave que un hombre desconocido había traído durante la noche, y que se lo había dejado al teniente de guardia diciéndole que no tenía respuesta.
Canolles se estremeció al reconocer la letra de la vizcondesa de Cambes, y abrió el billete temblando. He aquí lo que contenía:
«En mi última carta, os prevenía que durante la noche sería atacado el fuerte de San Jorge; y en ésta os prevengo que el fuerte de San Jorge será tomado mañana.
Como hombre, como soldado del rey, no corréis otro riesgo que el de ser prisionero; pero la señorita de Lartigues se encuentra en diferente caso, y el odio que se le tiene es tan grande, que no es fácil responder de su vida si llega a caer en manos de los Burdeleses. Determinádole, pues, a huir, para lo cual voy a daros los medios.
A la cabecera de vuestra cama, detrás de una tapicería que lleva las armas de los señores de Cambes, a quienes en otro tiempo pertenecía la isla de San Jorge, que formaba parte de sus dominios, y que el loco del vizconde de Cambes, mi marido, hizo donación al rey, encontraréis una puerta, cuya llave os envío. Ésta es una de las aberturas de un gran pasaje subterráneo que pasa por debajo del río y termina en el castillo de Cambes. Haced escapar por el pasaje a la señorita Nanón de Lartigues… y si la amáis… huid con ella. Yo respondo de su vida sobre mi honor. Adiós. Estamos en paz.
VIZCONDESA DE CAMBES».
El barón leyó y releyó la carta helándose de terror a cada línea, palideciendo a cada vez que la leía, sentía que un poder extraño le envolvía y disponía de él, y no acertaba a profundizar este misterio. Aquel subterráneo que correspondía de la cabecera de su cama al castillo de Cambes, y que debía servirle para salvar a Nanón, ¿no habría podido servir también si hubiese sido conocido este secreto, para entregar la isla al enemigo?
Vibrac seguía sobre el semblante del gobernador las, últimas emociones que se reflejaban en él.
—¿Malas noticias, comandante? —preguntó.
—Sí, parece que seremos atacados otra vez esta noche.
—¡Los testarudos! —dijo Vibrac—, yo creí que se darían por bien azotados y que no volveríamos a oír hablar más de ellos, lo menos en ocho días.
—No necesito recomendaros la mayor vigilancia.
—Descuidad, comandante. ¿Sin duda tratarán de sorprendemos como la última vez?
—No sé; pero estemos dispuestos a todo, y tomemos las mismas precauciones que tomamos entonces. Concluid la ronda en mi lugar, pues me retiro a casa para expedir ciertas órdenes.
Vibrac hizo una demostración de adhesión, y se alejó con esa indiferencia militar con que miran el peligro los hombres a encontrarlo a cada paso, Canolles se retiró a su casa tomando todas las precauciones posibles para no ser visto de Nanón; y después de estar convencido de que se hallaba solo en su cámara, se encerró con llave.
A la cabecera de su cama estaban las armas de los señores de Cambes sobre una pieza de tapicería rodeada de una especie de cinta de oro.
Levantó la cinta, que separándose de la tapicería, dejó ver la juntura de una puerta.
Esta puerta se abrió con ayuda de la llave que la señora de Cambes había hecho que le entregaran al mismo tiempo que su carta, y la abertura de un subterráneo se presentó profunda a los ojos del barón, prolongándose visiblemente en la dirección del castillo de Cambes.
Canolles quedó un momento mudo con la frente cubierta de sudor. Este misterioso pasaje, que podía no estar solo, le llenaba de espanto a su pesar.
Encendió una bujía y se dispuso a visitarlo.
Descendió primero veinte gradas pendientes, y continuó penetrando por un declive más suave en las profundidades de la tierra.
No tardó en oír un ruido sordo que le aterró al principio, porque ignoraba su causa; pero avanzando más, reconoció sobre su cabeza el inmenso murmullo del río, cuyas aguas rodaban hacia el mar.
Muchas quebraduras se habían hecho en la bóveda, por las que en diferentes épocas habían debido filtrar las aguas, pero que vistas a tiempo, sin duda habían sido tapadas con una especie de argamasa, que había llegado a hacerse más dura que la piedra.
Sintió el barón rodar sobre su cabeza las aguas del río por espacio de unos diez minutos, después de los cuales el ruido fue disminuyendo poco a poco, y no tardó mucho en ser un simple murmullo, que por último se extinguió a su vez, reemplazándole el silencio; y después de haber andado cincuenta pasos en medio de aquel silencio, llegó a una escalera igual a la que había bajado, que terminaba en una puerta maciza que diez hombres reunidos no habrían podido mover, y puesta a prueba de fuego por medio de una gruesa plancha de hierro.
—Ahora comprendo —dijo Canolles—; se esperará a Nanón en esta puerta y se la salvará.
Entonces se volvió, pasó otra vez por debajo del río, encontró de nuevo la escalera, entró en su aposento, clavó la cinta, y se dirigió en extremo pensativo a la habitación de Nanón.
Nanón estaba, como siempre, cercada de cartas, papeles y libros. La pobre señora hacía la Guerra Civil por el rey a su manera. Al ver al barón le tendió la mano con alborozo.
—Viene el rey —dijo—, y dentro de ocho días estaremos fuera de peligro.
—Todos los días viene —contestó el barón sonriendo con tristeza—; mas por desgracia, no llega nunca.
—¡Oh! Esta vez estoy informada —querido Canolles—, antes de ocho días estará aquí.
—Por mucha prisa que se dé, Nanón, llegará para nosotros demasiado tarde.
—¿Qué decís?
—Digo que en lugar de quemaros la sangre sobre esas cartas y esos papeles, haríais mejor en pensar en los medios de huir.
—¡Huir! ¿Y por qué?
—Porque tengo malas noticias, Nanón. Se prepara una nueva expedición, y esta vez puedo sucumbir.
—Y bien amigo, ¿no hemos convenido en correr la misma suerte, y en que vuestra fortuna o vuestra desgracia sea la mía?
—No, eso no puede ser así. Teniendo que temer por vos, seré muy débil. ¿No han querido haceros perecer a fuego en Aygén? ¿No han querido arrojaros al río? Escuchad, Nanón. Por piedad hacia mí, no os obstinéis en quedaros; vuestra presencia me haría cometer cualquier bajeza.
—¡Dios mío! Canolles, me asustáis.
—Nanón, os lo suplico. Juradme hacer, si soy atacado, lo que yo mande.
—¡Oh, Dios mío! ¿Para qué sirve ese juramento?
—Para darme fuerzas para vivir. Nanón, si no me prometéis obedecerme ciegamente, os juro que me dejo matar en la primera ocasión.
—¡Oh! Todo lo que queráis, Canolles, todo; lo juro por nuestro amor.
—¡Gracias a Dios! Querida Nanón, ya estoy más tranquilo. Reunid vuestras más preciosas alhajas. ¿Dónde tenéis vuestro oro?
—En un barril reforzado de hierro.
—Preparadlo todo, de modo que podáis llevarlo consigo.
—¡Oh! Bien sabéis que el verdadero tesoro de mi corazón no es ni mi oro ni mis joyas. Canolles, ¿hacéis esto por alejarme de vos?
—Nanón, me creéis hombre de honor, ¿es verdad? Pues bien, sobre mi honor os juro que cuanto hago me lo inspira sólo el temor del peligro que corréis.
—¿Y creéis formalmente en ese peligro?
—Creo que mañana será tomada la isla de San Jorge.
—¿Pero cómo?
—No lo sé, pero lo creo así.
—¿Y si consiento en huir?
—Haré todo lo posible por vivir, Nanón; os lo juro.
—Mandad, amigo, que yo obedeceré —dijo Nanón tendiendo la mano al barón, y olvidando, en su ardor por mirarle, las dos gruesas lágrimas que corrían a lo largo de sus mejillas.
Canolles estrechó la mano de Nanón, y salió. Si hubiera permanecido un instante más a su lado, habría cogido aquellas dos perlas con sus labios; pero puso las manos sobre la carta de Clara, y esta carta, cual un talismán, le dio fuerza para alejarse.
El día cruel. Aquella amenaza tan positiva «mañana será tomada la isla de San Jorge», resonaba incesantemente en los oídos del barón. ¿Cómo, por qué medios, con qué certeza le hablaba así la señora de Cambes? ¿Sería atacado por agua? ¿Lo sería por tierra? ¿De qué punto desconocido vendría esta desgracia, tan invisible como cierta? Esto era para volverse loco.
Durante el día, el barón se desojó buscando en todas direcciones los enemigos. Al anochecer su vista sondeaba las profundidades del bosque, los horizontes de la llanura, las sinuosidades del río; pero todo fue en vano, no vio nada.
Cuando fue completamente de noche, se iluminó un ala del castillo de Cambes; siendo la vez primera que el barón vio luz allí desde que estaba en la isla de San Jorge.
—¡Ah! —dijo—, los salvadores de Nanón están ya en su puesto. Y suspiró profundamente.
¡Qué extraño y misterioso enigma encierra el corazón humano! Canolles no amaba ya a Nanón, adoraba a la vizcondesa de Cambes; y no obstante, en el momento de separarse de la que no amaba, sentía despedazársele el alma. Sólo cuando estaba lejos, o cuando iba a separarse de ella, experimentaba la verdadera fuerza del sentimiento singular que le unía a aquella hechicera criatura.
Toda la guarnición estaba en pie y vigilante sobre la muralla. El barón, habiendo cesado de mirar, interrogaba al silencio de la noche. Nunca había sido la oscuridad más muda, ni había aparecido más solitaria. Ningún ruido turbaba aquella calma, semejante a la del desierto.
De pronto le ocurrió a Canolles, que tal vez iría a penetrar el enemigo en el fuerte por el subterráneo que él había visitado. Esto no podía ser probable, porque en ese caso no se le habría prevenido; pero no por esto dejó de resolverse a guardar aquel pasaje. Hizo preparar un barril de pólvora con una mecha, eligió el más valiente de los sargentos, colocó el barril en la última grada de la escalera del subterráneo, encendió una antorcha, y la puso en manos del sargento. Junto a él había otros dos hombres.
—Si se presentan más de seis hombres por este subterráneo —dijo al sargento—, intímales primero que se retiren; y si se resisten, prende fuego a la mecha y haz rodar el barril. Como el pasaje está pendiente, irá a estallar en medio de ellos.
El sargento tomó la antorcha, los dos soldados quedaron de pie e inmóviles detrás de él, alumbrados por su luz rojiza, mientras que a sus pies se veía el barril lleno de pólvora.
Canolles volvió a subir tranquilo a lo menos por este lado; pero al entrar en su sala encontró a Nanón, que habiéndole visto bajar de la fortificación y entrar en su casa, le había seguido para tener alguna noticia. En aquel momento miraba espantada aquella abertura profunda, que no conocía.
—¡Oh, Dios mío! —preguntó—: ¿Qué puerta es ésa?
—La del pasaje por donde vas a huir, querida Nanón.
—Me has prometido que no exigirás de mí que te abandonase, sino en caso de ataque.
—Y te lo prometo otra vez.
—Parece que todo está tranquilo alrededor de la isla, amigo mío.
—Todo parece tranquilo por debajo también, ¿no es así? Y sin embargo, a veinte pasos de nosotros hay un barril de pólvora, un hombre y una antorcha. Si el hombre acercase la antorcha al barril de pólvora, en menos de un segundo no quedaría piedra sobre piedra en el castillo. ¡Ya ves, Nanón, que todo está en calma! La joven palideció.
—¡Oh! Me hacéis temblar —exclamó.
—Nanón —dijo el barón—, llamad a vuestras mujeres, que vengan aquí con vuestros joyeles y al camarero con vuestro oro. Acaso me habré engañado, tal vez no pase nada esta noche; pero no importa, es preciso que estemos prevenidos.
—¡Quién vive! —gritó la voz del sargento en el subterráneo. Otra voz respondió, pero sin acento hostil.
—¡Calle! —dijo el barón—; ya os vienen a buscar.
—Todavía no atacan, amigo mío; todo está en calma. Dejadme cerca de vos; no vendrán.
Al acabar Nanón de proferir estas palabras, el grito de ¡Quién vive!, resonó tres veces en el patio interior, y la tercera vez fue seguido de la detonación de un mosquete.
Canolles se precipitó hacia la ventana y la abrió.
—¡A las armas —gritó el centinela—, a las armas!
El barón vio en un ángulo moverse una masa negra, esta masa era el enemigo, que salía a borbotones de una puerta baja y arqueada, abierta en una bóveda que servía de leñera. Sin duda en aquella bóveda, como en el dormitorio del barón, había alguna salida ignorada.
—¡Ahí están! —gritó Canolles—. ¡Daos prisa, vedlos ahí!
En aquel momento contestó una veintena de mosquetes al tiro del centinela. Dos o tres balas vinieron a romper los hierros de la ventana en que estaba el barón. Entonces se volvió; Nanón estaba de rodillas.
Por la puerta interior acudían sus mujeres y su lacayo.
—¡No hay un instante que perder, Nanón! —dijo Canolles—. ¡Venid! ¡Venid!
Y arrebató a la joven en sus brazos, como habría podido hacerlo con una pluma, y entró en el subterráneo llamando a la gente de Nanón que le siguiesen.
El sargento estaba en su puesto con la antorcha en la mano, los dos soldados con la mecha encendida estaban dispuestos a hacer fuego sobre un grupo, en medio del cual aparecía pálido y protestando la más íntima amistad, nuestro antiguo conocido Maese Pompeyo.
—¡Ah, señor de Canolles! —exclamó—. Decidles que somos nosotros la gente que esperabas; que diablos, estas chanzas no se tienen con los amigos.
—Pompeyo —dijo el barón—, os recomiendo a la señora; alguien a quien conocéis me ha respondido de ella por su honor, vos me respondéis con vuestra cabeza.
—Sí, sí, yo respondo de todo —repuso Pompeyo.
—Canolles, Canolles, yo no me aparto de vos —exclamó Nanón abrazándose al cuello del joven—. Canolles, vos habéis prometido seguirme. —Yo he prometido defender el fuerte de San Jorge mientras quede una piedra en pie, voy a cumplir mi promesa.
Y a pesar de los gritos, los lloros, las súplicas de Nanón, el barón la entregó en manos de Pompeyo, que secundado por dos o tres lacayos de la vizcondesa de Cambes y el propio séquito de la fugitiva, la arrastró a lo profundo del subterráneo.
El barón siguió un instante con la vista aquel blanco y dulce fantasma que se alejaba tendiéndole los brazos.
Pero súbitamente se acordó que se le esperaba en otra parte, y se lanzó a la escalera diciéndole al sargento y los soldados que le siguiesen.
De Vibrac estaba en la sala sin sombrero, pálido y con la espada en la mano.
—Comandante —exclamó al ver al barón—, el enemigo… el enemigo…
—·Lo sé…
—¿Qué hacemos?
—¡Pardiez! Linda pregunta, hacernos matar.
Canolles se precipitó hacia el patio. En el camino halló una hacha de minadores y se apoderó de ella.
El patio estaba cuajado de enemigos, sesenta soldados de la guarnición, reunidos en grupo, se esforzaban en defender la puerta de la habitación de Canolles. Por la parte de las murallas se oían gritos y tiros, que anunciaban que no había nadie ocioso.
—¡El comandante, el comandante! —gritaron los soldados al ver al barón.
—¡Sí, sí! —contestó éste—. El comandante, que viene a morir con vosotros. ¡Valor, hijos, valor! No pudiéndoos vencer, os han cogido a traición.
—En guerra todo vale —dijo la voz burlona de Ravailly—, que con el brazo en cabestrillo, animaba a su gente para que se apoderase de Canolles. Ríndete, y se te hará buen partido.
—¡Ah! ¿Eres tú, Ravailly? —dijo Canolles—. Creía, sin embargo, haberte pagado mi deuda de amistad. No estás contento, espera…
Y Canolles, dando un salto de cinco o seis pasos al frente, arrojó a Ravailly el hacha que tenía en la mano con tanta fuerza que fue a hendir, junto al capitán de Navalles, el casco y alzacuello de un oficial de los paisanos, que cayó muerto.
—¡Canario! —dijo Ravailly—. ¿Contestas así a los cumplidos que se te hacen? Verdad es que yo debería estar habituado a tus maneras. Amigos, está rabioso. ¡Fuego sobre él, fuego!
A esta orden, una gran descarga partió de las filas enemigas, y cayeron cinco o seis hombres a los lados de Canolles.
—¡Fuego! —gritó éste a su vez—; ¡fuego!
Pero apenas contestaron tres o cuatro mosquetazos.
Sorprendidos donde menos lo esperaban, turbados por la noche, los soldados del barón habían desfallecido.
Canolles vio que no podía hacer nada.
—Entrad —dijo a Vibrac—, entrad, y haced entrar la gente. Nos haremos fuertes, y no nos rendiremos sino cuando nos tomen por asalto.
—¡Fuego! —dijeron otras dos voces, que eran las de Españet y Larochefoucault—. Acordados de vuestros compañeros muertos que piden venganza. ¡Fuego!
Y un huracán de plomo silbó de nuevo alrededor del barón, sin tocarle, aunque diezmó por segunda vez su escasa tropa.
—¡En retirada! —dijo Vibrac—, ¡en retirada!
—¡Sus! ¡Sus! —gritó Ravailly—. ¡Avanzad, amigos, avanzad!
Los enemigos se arrojaron sobre Canolles, que con una decena de hombres lo más, sostuvo el choque, había recogido el fusil de un soldado muerto y se servía de él como una clava.
Sus compañeros entraron, y él detrás de ellos con Vibrac. Entonces, los dos empujaron la puerta, que a pesar de los esfuerzos de los sitiadores, lograron cerrarla y atrancarla con una barra de hierro.
Las ventanas eran enrejadas.
—Hachas, palancas, cañones, si es menester —gritó el duque de Larochefoucault—, es preciso que los cojamos a todos vivos o muertos.
Un fuego horroroso siguió a estas palabras. Dos o tres balas atravesaron la puerta; una de ellas pasó el muslo a Vibrac.
—Ya estoy despachado, mi comandante —dijo aquél—. Ved ahora el modo de arreglaros, que este asunto ya no me pertenece.
Y se retiró recostándose en la pared, no pudiéndose tener en pie.
Canolles miró a su alrededor, y encontró una docena de hombres en estado de defensa aún. Estaba entre ellos el sargento que había puesto de plantón en el subterráneo.
—La antorcha —le dijo—, ¿qué has hecho de ella?
—A fe mía, comandante, la arrojé junto al barril.
—¿Arde aún?
—Es probable.
—Bien. Dispón que salgan todos esos hombres por las puertas y ventanas de la espalda. Componte tú y ellos del mejor modo que puedas; lo demás me toca a mí.
—Pero, comandante…
—Obedece.
El sargento inclinó la cabeza e indicó a sus soldados que le siguiesen. Enseguida desaparecieron todos en los aposentos interiores, habían comprendido la intención del barón y no se cuidaban de saltar con él.
Canolles prestó atención un momento. La puerta se hundía a fuerza de hachazos, lo que no impedía que continuasen las descargas: disparaban al azar y hacia las ventanas creyendo que detrás de ellas estaban los sitiados.
De pronto un gran alboroto anunció que la puerta había cedido, y Canolles sintió la multitud que se agolpaba al castillo con gritos de alegría.
—Bien, bien —murmuró—. Dentro de cinco minutos, esos gritos de gozo se trocarán en alaridos de desesperación.
Y se lanzó a la galería subterránea.
Pero sobre el barril había un joven sentado, con la antorcha a sus pies y la cabeza apoyada en ambas manos.
Al ruido levantó al joven la cabeza, y Canolles conoció a la vizcondesa de Cambes.
—¡Ah! —exclamó levantándose—. ¡Por fin estáis aquí!
—Clara —murmuró el barón—, ¿a qué habéis venido?
—A morir con vos, si queréis morir.
—Yo estoy perdido, deshonrado, y es preciso que muera.
—¡Os habéis salvado por mí!
—¡Perdido por vos! ¿Lo oís? ¡Ya vienen, vedlos! Huid, Clara, huid por este subterráneo; tenéis cinco minutos, es más de lo que necesitáis.
—Yo no huyo, me quedo.
—¿Pero sabéis para qué he bajado aquí? ¿Sabéis lo que voy a hacer?
La vizcondesa de Cambes recogió la antorcha, y acercándola al barril de pólvora, dijo:
—Lo sospecho.
—¡Clara! —exclamó Canolles aterrado—, ¡Clara!
—Repetid aun que queréis morir, y morimos juntos…
El pálido semblante de la señora de Cambes demostraba tanta resolución, que Canolles comprendió que era capaz de lo que decía; y deteniéndose, dijo:
—Pero, en fin, ¿qué queréis?
—Que os rindáis.
—¡Jamás!
—El tiempo es preciso —continuó Clara—; rendíos. Os ofrezco la vida, os ofrezco el honor, puesto que os doy la excusa de la traición.
—Dejadme huir entonces, para que pueda poner a los pies del rey mi espada y demandarle ocasión de tomar la revancha.
—No huiréis.
—¿Por qué no?
—Por que no puedo vivir así; porque no puedo vivir separada de vos; ¡porque os amo!
—Me rindo, me rindo —exclamó el barón postrándose delante de la vizcondesa de Cambes, y arrojando lejos de ella la antorcha que tenía en la mano.
—¡Oh! —murmuró la señora de Cambes—; esta vez le tengo y no me le quitarán.
Había aquí una cosa extraña, que sin embargo, puede explicarse; esta cosa era que el amor obrase de una manera tan opuesta en aquellas dos mujeres.
La vizcondesa de Cambes, recatada, apacible, tímida, se había convertido en decidida, osada y fuerte.
Nanón, caprichosa, voluntariosa, ardiente, se había trocado en tímida, apacible y recatada.
Esto procedía de que la vizcondesa de Cambes se sentía cada vez más querida de Canolles, y de que Nanón observaba disminuirse día por día su amor.