II

II

La carta y la firma en blanco

—¡Cómo, os habéis enmascarado caballero! —dijo con una sorpresa mezclada de indignación el recién venido—, éste era un hombre grueso, de unos cincuenta y ocho años, de mirada fija y severa como la de un ave de presa, bigotes y pera grises; y que si bien no se había puesto máscara, había por lo menos ocultado lo posible sus cabellos y su semblante bajo un ancho sombrero galoneado, y su cuerpo y vestidos bajo una capa azul de largos pliegues.

Cauviñac, al observar más de cerca el personaje que acababa de dirigirle la palabra, no pudo a pesar suyo dejar de manifestar su sorpresa con un movimiento involuntario.

—¿Qué tenéis caballero? —preguntó el hidalgo.

—Nada, señor; que estuve a pique de perder el equilibrio. Pero, si mal no recuerdo, creo que me hacíais el honor de dirigirme la palabra; ¿qué me decíais, pues?

—Os pregunté, ¿por qué estabais enmascarado?

—A tan franca pregunta —repuso el joven— voy a responderos con igual franqueza, me he enmascarado para que no me veáis el rostro.

—¿Le conozco, pues?

—Creo que no; pero habiéndome visto una vez, podríais reconocerme más tarde; lo cual, al menos en mi opinión, es una cosa enteramente inútil.

—¡Sois bastante franco!

—Sí, cuando mi franqueza no me perjudica.

—¿Y se extiende esa franqueza hasta revelar los secretos ajenos?

—Sí cuando esa revelación puede reportarme utilidad.

—Es muy singular el estado en que os encontráis.

—¡Diablos! Se hace lo que se puede, amigo. Yo he sido consecutivamente abogado, médico soldado y partidario; ya veis si me faltará profesión en que ocuparme.

—¿Y qué sois ahora?

—Soy vuestro servidor —dijo el joven inclinándose con afectado respeto—. ¿Tenéis la carta en cuestión?

—¿Tenéis la firma en blanco pedida?

—Vedla aquí.

—¿Queréis que cambiemos?

—Esperad un poco, caballero, me agrada vuestra conversación, y no quisiera perder tan pronto el placer que me causa.

—Siendo así, caballero… la conversación y la persona están a vuestra disposición, hablemos, pues, si esto puede seros agradable.

—¿Queréis que yo pase a vuestro bote, o preferís pasar al mío, a fin de que en el batel que quede libre estén los dos remeros lejos de nosotros?

—Es inútil, caballero. ¿Vos habláis sin duda una lengua extranjera?

—Sí, el español.

—Yo también; y así podemos hablar con español, si os conviene.

—¡A las mil maravillas! ¿Qué razón habéis tenido —continuó el hidalgo adoptando desde luego el idioma convenido—, para revelar al duque de Epernón la infidelidad de la señora que nos ocupa?

—Le he querido prestar un servicio a tan digno señor, y hacerme acreedor a su perdón.

—¿Es decir que queréis mal a la señora de Lartigues?

—¿Yo?, todo lo contrario; le debo algunas obligaciones, lo confieso francamente, y sentiría en extremo que le sucediese algún mal.

—¿Entonces tenéis por enemigo al señor barón de Canolles?

—Nunca lo he visto, y tan sólo le conozco por su fama; y ésta, debo decirlo, no es otra que la de un caballero galante, y un hidalgo bizarro.

—¿Según eso no es el odio el que os hace obrar así?

—¡Rayos! Si yo aborreciese al señor barón de Canolles, le propondría romperse la cabeza, o darse de estocadas conmigo, y es un caballero muy atento, para que rehusase un partido de esa naturaleza.

—¿Es decir que me tengo que sujetar únicamente a lo que me habéis dicho?

—Me parece que es lo mejor que podéis hacer.

—¡Está bien! ¿Vos tenéis la carta que prueba la infidelidad de la señorita de Lartigues?

—Vedla aquí; es la segunda vez que os la enseño.

El viejo hidalgo lanzó de lejos una mirada llena de tristeza sobre el fino papel, a través del cual se distinguían los caracteres. El joven desplegó la carta lentamente, y dijo:

—Reconocéis bien la letra, ¿no es cierto?

—Sí.

—Pues dadme la firma en blanco, y os entregaré la carta.

—Así lo haré, mas permitidme que os haga una pregunta.

—Hablad, caballero.

Y entretanto el joven volvió a doblar con calma la carta, y la guardó en el bolsillo.

—¿Cómo habéis adquirido ese billete?

—Os lo diré con mucho gusto.

—Ya os escucho.

—Vos no ignoráis que el Gobierno, un tanto dilapidador del duque de Epernón, le ha suscitado grandes turbulencias en Guiena.

Bien, adelante.

—Tampoco ignoráis que el Gobierno, honrosamente avaro del señor de Mazarino, le ha suscitado grandes inconvenientes en la capital.

—¿Y qué tenemos que ver ahora con el señor de Mazarino y el señor de Epernón?

—Escuchad, de estos dos gobiernos opuestos, ha nacido un estado de cosas muy parecido a una guerra general, en la que cada cual toma un partido. El señor de Mazarino está haciendo en este momento la guerra por la reina; vos la hacéis por el rey, el señor coadjutor, por el señor de Beaufort, el señor de Beaufort, la hace por la señora de Montbazón, el señor de Larochefoucault, por la señora de Longueville, el señor duque de Orléans, por la señorita Soyón, el parlamento, por el pueblo, y por último, ha sido reducido a prisión el señor de Condé, que la hacía por la Francia. Pero como yo no podría ganar gran cosa haciendo la guerra por la reina, por el rey, por el señor coadjutor, por el señor de Beaufort, por la señora de Montbazón, por la señora de Longueville, por la señorita Soyón, por el pueblo o por la Francia, me ha ocurrido la idea de no adoptar ningún partido, pero sí de seguir a aquél por el cual me siento momentáneamente arrastrado. Aquí, amigo, todo es un puro cálculo de conveniencia, ¿qué os parece la idea?

—Ingeniosa.

—En su consecuencia he levantado un ejército. Vedle allí acampado sobre la ribera del Dordoña.

—Cinco hombres, ¡miserables!

—Eso es lo que vos no tenéis, y hacéis muy mal en desperdiciarlo.

—¡Tan mal vestidos! —continuó el viejo hidalgo, que estando de muy mal humor, se hallaba dispuesto a despreciarlo todo.

—Es cierto —repuso su interlocutor— que se parecen mucho a los compañeros de Falstaff. Debéis saber que Falstaff es un hidalgo inglés conocido mío; pero esta noche han de quedar vestidos de nuevo, y si les volvéis a encontrar mañana, ya veréis que son muy guapos chicos.

—Volvamos a vos; vuestra gente no me interesa.

—Está bien; haciendo la guerra por mi cuenta, nos encontramos con el recaudador del distrito, que iba de pueblo en pueblo, engrosando la bolsa de Su Majestad; y como solamente le quedaba una cuota que recoger, le hicimos escolta fiel, yo lo confieso, al mirar aquellas alforjas tan henchidas, tuve deseos de hacerme partidario del rey.

—Pero el diablo todo lo revuelve, estábamos de mal humor contra el señor de Mazarino, y las quejas que por todas partes oíamos del señor duque de Epernón, nos lo pusieron peor, y nos dieron en que pensar. Habíamos creído que se encontraba mucho y bueno en la causa de los príncipes, y a fe mía la abrazamos con ardor, el recaudador terminaba su comisión, en aquella casita aislada que veis allá abajo casi escondida entre los álamos y sicomoros.

—¡La de Nanón! —dijo el hidalgo—, sí, ya lo veo.

—Nosotros le acechábamos a la salida, y le seguimos como lo habíamos hecho por espacio de cinco horas, pasando con el Dordoña, un poco más abajo de San Miguel; y cuando estuvimos en medio del río, le hice yo partícipe de nuestra conversión política, invitándole, con toda la finura y delicadeza de que somos capaces, a que nos entregase el dinero de que era portador. ¿Pues creeréis, caballero, que lo rehusó? Mis compañeros entonces trataron de registrarle; mas como él gritaba de tal modo que causaba escándalo, mi lugarteniente, que es mocito de grandes recursos, aquél que se ve allá abajo con capa roja teniendo mi caballo de la brida, reflexionó que el agua, interceptando las corrientes del aire, podía interrumpir por este motivo la continuación del sonido, éste es un axioma de física, que como médico comprendí al momento, y no pude menos de aplaudir. El que había emitido la proposición hizo encorvar hacía el río la cabeza del rebelde, manteniéndole una tercia debajo del agua, nada más, en efecto, el recaudador no volvió a gritar, o mejor dicho, no se le oyó más; de este modo pudimos apresar a nombre de los príncipes todo el dinero que llevaba, y la correspondencia de que estaba encargado. Entregué el dinero a mis soldados, que como acabáis de observar muy juiciosamente, necesitaban equiparse de nuevo, y he conservado los papeles, entre los que se encontraba éste; pues según se vio, el tal recaudador servía de mercurio galante a la señorita de Lartigues.

—En efecto —dijo el viejo hidalgo—, ése era si no me engaño hechura de Nanón, ¿y qué ha sido de ese miserable?

—¡Ah! Vais a ver si hicimos bien cuando echamos en remojo a ese miserable como vos le llamáis, a no ser por esto, hubiera levantado toda la tierra; figuraos que no hacía un cuarto de hora que le habíamos sacado del río, cuando ya se había muerto de rabia.

—Y le volvisteis a sumergir en el río, ¿no es así?

—Ciertamente.

—Ahora bien, habiendo sido ahogado el mensajero…

—Yo no he dicho que haya sido ahogado.

—No entremos en disputa de palabras, el mensajero ha sido muerto.

—¡Oh! En cuanto a eso, sí, no queda la menor duda.

—El señor de Canolles no habrá sido avisado, y por consiguiente no acudirá a la cita.

—¡Oh! Poco a poco, yo hago la guerra a las potencias, y no a los particulares. El señor de Canolles ha recibido una copia de la carta en que se daba la cita; pues creyendo de algún valor el manuscrito autógrafo, le he guardado.

—¿Y qué pensará cuando no reconozca la letra?

—Que la persona que desea verle, ha empleado para mayor precaución el auxilio de una mano extraña.

El extranjero miró a Cauviñac con demasiada admiración producida por tanta desvergüenza mezclada a tanta presencia de ánimo.

Y queriendo ver si habría medio de intimidar a tan osado jugador, le dijo:

—¿Pero alguna que otra vez no habéis pensado en el Gobierno, en las pesquisas?…

—Las pesquisas —respondió el joven riendo—, sí, sí, el señor de Epernón tiene otras cosas que le interesan demasiado, para que se ocupe en pesquisas; además, creo haberos dicho que cuanto he hecho ha sido tan sólo por merecer su indulto, y me parece que sería demasiado ingrato si no me lo acordase.

—No lo entiendo del todo… —dijo el viejo hidalgo con ironía—. ¡Habéis abrazado espontáneamente el partido de los príncipes, y os ocurre la extraña idea de querer prestar servicios al señor de Epernón!

—Pues es la cosa más sencilla del mundo; la inspección de los papeles cogidos al recaudador me han convencido de la pureza de las intenciones del rey, Su Majestad queda enteramente justificado a mis ojos, y el señor duque de Epernón tiene mil veces razón en contra de sus administrados. Ésta es, pues, la buena causa, y de aquí en adelante soy partidario de la buena causa.

—He aquí un ladrón a quien haré colgar, si alguna vez le cojo entre dos uñas —murmuró el viejo hidalgo tirándose al mismo tiempo de los erizados pelos de su bigote.

—¿Decíais algo? —dijo Cauviñac, guiñando sus ojos debajo de la máscara que le cubría el rostro.

—No, nada. Ahora, sí una pregunta. ¿Qué pensáis hacer de la firma en blanco que exigís?

—Lléveme el diablo si he pensado para qué podrá servirme, yo he pedido una firma en blanco, sólo por ser la cosa más cómoda, la más portátil, la más elástica; y es probable que la guarde para una circunstancia extrema, y es muy posible que la malgaste en el primer capricho que me pase por las mentes, acaso os la presente yo mismo antes de finalizar la semana, o tal vez no vuelva a vuestro poder sino dentro de tres o cuatro meses con una docena de endosos, como si fuese una letra de cambio; pero en todos casos, estad seguro de que no abusaré de ella para hacer cosas de que ni vos ni yo tengamos que avergonzarnos. ¡Oh! Eso no, hidalgos sobre todo.

—¿Sois hidalgo?

—Sí, señor; y de los mejores.

—En tal caso te haré enrolar —murmuró el desconocido, para eso te servirá la firma en blanco.

—¿Estáis decidido a darme esa firma? —dijo Cauviñac.

—¿Te hace mucha falta? —contestó el viejo hidalgo.

—Entendamos, yo no os obligo. Es un cambio que os propongo buenamente; si no os acomoda, guardad vuestro papel, que yo guardaré el mío.

—La carta.

—La firma.

Tendiéndole el joven una mano con la carta, mientras que con la otra montaba una pistola.

—Dejad quieta vuestra pistola —dijo el extranjero apartando a un lado y a otro su capa—; porque yo también tengo pistolas y de todas armas. Nada, juego limpio de una y otra parte, aquí tenéis vuestra firma en blanco.

—Aquí tenéis vuestra carta.

Entonces se hizo el cambio de los papeles con legalidad; y cada una de las partes examinó en silencio y atentamente lo que acababan de recibir.

—¿Qué camino tomáis ahora, caballero? —dijo Cauviñac.

—Es menester que yo pase a la ribera derecha del río.

—Y yo a la izquierda —respondió el joven.

—¿Cómo nos compondremos? Mi gente está en el lado a donde vais, y la vuestra —se encuentra en donde voy yo.

—Sí, nada más fácil, vos me enviáis mi gente en vuestro bote, y yo os mandaré la vuestra en el mío.

—Sois de una rápida inventiva.

—¡Oh! Sí; yo he nacido para general de la armada.

—Y lo sois.

—Es verdad —dijo el joven—, se me había olvidado.

El extranjero hizo una señal al barquero para que desatase la barca y la condujera a la ribera opuesta de donde había partido, y en la dirección de un bosquecillo que se prolongaba inmediato al camino.

El joven, que tal vez recelaba alguna traición, se incorporó entonces para seguirle con la vista, permaneciendo siempre con la mano apoyada sobre la culata de su pistola, dispuesto a hacer fuego al menor movimiento sospechoso que notase en el extranjero, pero éste ni aun siquiera se dignó fijar la atención en la desconfianza de que era objeto, y volviendo la espalda al joven con una indiferencia verdadera o afectada, comenzó a leer la carta, en cuya lectura pareció quedar muy luego enteramente absorto.

—Acordaos bien de la hora —dijo Cauviñac—; es esta noche a las ocho.

El extranjero no respondió, ni menos dio muestra de haberle oído.

—¡Ah! —dijo Cauviñac en voz baja hablando consigo mismo, mientras manoseaba la culata de su pistola—; ¡cuando pienso, que si yo quisiera, podría dar un sucesor al gobernador de la Guiena, y cortar la guerra civil!

—Pero una vez muerto el duque de Epernón, ¿de qué me servirá su firma?, y concluída la Guerra Civil, ¿de qué habría yo de vivir? ¡A la verdad, hay momentos en que creo volverme loco! ¡Viva el duque de Epernón y la guerra civil! Vamos, remero, a tus remos, y a ganar la ribera opuesta, no conviene hacerle esperar su escolta a ese digno señor.

Un momento después, Cauviñac abordaba a la ribera izquierda del Dordoña, justamente en el momento en que el viejo hidalgo le remitía a Ferguzón y sus cinco bandidos en el bote del banquero de Ison; y no queriendo que le aventajase en exactitud, renovó a su batelero la orden de acomodar en su barca y conducir a la ribera derecha a los cuatro hombres de incógnito. Cruzáronse las dos tropas en medio del río, saludándose políticamente, y arribando poco después cada una al punto en que se les esperaba, internóse entonces el viejo hidalgo con su escolta en uno de los sotos que se extendían desde las orillas del río hasta la carretera, y Cauviñac por el camino que conducía a Ison.