XIV

XIV

La despedida

Llegó el término de este día de hechizos, como sucede siempre al fin de un sueño, las horas habían pasado como segundos para el dichoso caballero, y no obstante, le parecía reunir en éste sólo día suficientes recuerdos, para tres existencias ordinarias. Cada una de las calles del parque había sido enriquecida por una palabra, por un recuerdo de la señora de Cambes; una mirada, un gesto, un dedo colocado sobre los labios, todo tenía un significado… Al entrar en la barca le había apretado la mano; al subir por la ribera, se había apoyado en su brazo; al bordear el muro del parque, se había sentado por sentirse fatigada; y en cada una de estas ilusiones, que como relámpagos habían pasado ante los ojos del barón, había quedado presente en su memoria el paisaje iluminado por un resplandor fantástico, no sólo en todo su conjunto, sino hasta en sus más pequeños pormenores.

Canolles no debía separarse de la señora de Cambes durante el día; mientras el desayuno le convidó a comer, y durante la comida a cenar.

En medio de todo el boato que la fingida princesa debió emplear para recibir al enviado del rey, distinguió el barón las dulces atenciones de la mujer apasionada, y olvidó los criados, la etiqueta, el mundo; olvidó hasta la promesa que de retirarse había dado, y se creyó establecido por una eternidad venturosa en aquel paraíso terrenal, donde él sería Adán, y Eva la señora de Cambes.

Pero cuando llegó la noche, y a su vez se terminó la cena, como habían transcurrido todos los demás actos de aquel día, es decir, en medio de un gozo inefable, cuando una dama de honor condujo a la mesa a Perico disfrazado aún en duque de Enghien, que aprovechó esta circunstancia para comer, cual habrían podido hacerlo cuatro príncipes de sangre juntos; cuando la campana del reloj empezó a resonar, y alzando la vista la vizcondesa se persuadió de que iba a dar diez golpes:

—Es llegada la hora —dijo con un suspiro.

—¿Qué hora? —preguntó el barón haciendo por sonreír, y tratando de eludir con una chanza un grande infortunio.

—La hora de cumplir la palabra que me habéis dado.

—¡Válgame Dios, señora! —dijo Canolles con tristeza—. ¡No os olvidáis de nada!…

—Acaso lo habría olvidado como vos —replicó la señora de Cambes—, pero aquí lo que me renueva la memoria.

Y sacó de su bolsillo una carta, que había recibido en el momento de ponerse a la mesa.

—¿De quién es esa carta? —preguntó el barón.

—De la princesa, que me llama a su lado.

—¡Al menos, es un pretexto! Os doy gracias por haber tenido esa consideración hacia mí.

—No os hagáis ilusiones, señor de Canolles —dijo la vizcondesa con una tristeza que no trataba de disimular.

Aunque no hubiera recibido esta carta, al llegar la hora prefijada os habría recordado, como acabo de hacerlo, vuestra partida. ¿Creéis que entre las personas que nos rodean puede por más tiempo pasar desapercibida nuestra mutua inteligencia? Convenid en que vuestras relaciones no son las de una princesa perseguida con su perseguidor. Pero si aún esta separación no es tan cruel como pretendéis, permitidme que os diga, señor barón, que sólo de vos depende el que no nos separemos.

—¡Hablad, hablad! —exclamó Canolles.

—¿No adivináis?

—¡Oh, si tal, señora! ¡Lo adivino perfectamente! ¿Queréis hablarme de seguir con vos a la señora princesa?…

—Ella misma me lo dice en esta carta —dijo con viveza la señora de Cambes.

—Gracias, porque no proviene de vos esa idea. Gracias también por el recelo con que habéis hecho la proposición. No es decir que mi conciencia se altere a la idea de servir en este o aquel partido; no carezco de convicción.

¿Y quién la tiene en esta guerra, si se excluyen los intereses personales? Cuando la espada salga de su vaina, ¿qué me importa que venga el golpe de éste o del otro? No conozco la corte ni a los príncipes. No tengo ambición independiente por mi fortuna. Nada espero de los unos ni de los otros. Soy oficial, y nada más.

—Entonces, ¿consentiréis en seguirme?

—No.

—Pero ¿por qué no, siendo las cosas como decís?

—Porque me estimaréis menos.

—¿No os detiene otro obstáculo?

—Os lo juro.

—¡Oh! En ese caso, nada temáis. Vos misma no creéis lo que acabáis de decir en este momento —contestó Canolles alzando el dedo y sonriendo—. Un tránsfuga es siempre un traidor; y aunque la primera palabra es más decorosa, no difieren en significado.

—Pues bien, tenéis razón —repuso la señora de Cambes—, no insistiré más. Si os encontraseis en una situación ordinaria, emplearía todos los medios posibles para ganaros al partido de los príncipes; pero como enviado del rey, encargado de una misión de confianza por Su Majestad la reina regente y por el primer ministro, honrado con la benevolencia del señor duque de Epernón, que no obstante las sospechas que concebí desde luego, se me ha afirmado que os protege de una manera particular…

Canolles se cubrió de rubor.

—Estoy en el caso de usar de la mayor discreción.

—Pero escuchadme, señor de Canolles, nuestra separación no es perpetua, vivid seguro que nos volveremos a ver, mis presentimientos me lo dicen.

—¿Dónde? —preguntó Canolles.

—No lo sé; pero ciertamente nos volveremos a ver.

El barón meneó tristemente la cabeza.

—No lo espero, señora —le dijo—; media entre nosotros la guerra, y éste es un gran obstáculo cuando al mismo tiempo no hay amor.

—¿Y el día de hoy —dijo con hechicera entonación la señora de Cambes—, no le tenéis en nada?

—Es el único en que estoy seguro de haber vivido, desde que vine al mundo.

—Entonces, confesad que sois ingrato.

—Concededme otro día igual a éste.

—No puedo. Tengo que partir precisamente esta noche.

—No le solicito para mañana ni pasado; solamente deseo un día cualquiera en adelante. Tomad el tiempo que queráis elegid el lugar que os agrade; pero que viva yo con una certidumbre; sin una esperanza al menos, sufriría demasiado.

—¿Adónde vais al separaros de mí?

—A París, a dar cuenta de mi cometido.

—¿Y después?

—A la Bastilla, tal vez.

—Pero suponiendo que no vayáis allí…

—Me vuelvo a Liburnio, donde debe estar mi regimiento.

—Y yo a Burdeos, donde estará la princesa. ¿Conocéis alguna aldea bastante aislada que esté en el camino de Burdeos y el de Liburnio?.

—Una conozco, cuyo recuerdo me es casi tan grato como el de Chantilly.

—Jaulnay —dijo la señora de Cambes sonriendo.

—Jaulnay —repitió Canolles.

—Pues bien, se necesitan cuatro días para llegar a Jaulnay. Hoy es martes, el domingo me detendré allí todo el día.

—¡Oh, gracias, gracias! —exclamó el barón, oprimiendo con sus labios una mano, que la de Cambes no tuvo valor para retirar. Pasado un instante, dijo Clara:

—Ahora, no nos queda más que terminar el desenlace de nuestra comedia.

—¡Ah, sí!, es verdad, señora; la comedia, que debe cubrirme de ridiculez a los ojos de la Francia entera.

—Pero no tengo nada que decir, yo lo he querido así, y soy, no quien ha elegido el papel que represento, pero sí quien ha preparado el desenlace que le da fin.

La señora de Cambes bajó los ojos.

—Ahora, instruidme lo que debo hacer —dijo el barón—, sólo espero vuestras órdenes, y estoy dispuesto a todo.

Era tal la conmoción de Clara, que Canolles podía ver el movimiento del terciopelo de su vestido sobre los latidos desiguales y precipitados de su seno.

—Grande es el sacrificio que por mí habéis hecho, lo sé; ¡pero creedme en nombre del cielo! También en cambio es eterno mi reconocimiento. ¡Sí, por mí vais a arrostrar el desagrado de la corte! Vais a ser juzgado severamente. ¡Oh, caballero! Os suplico que despreciéis todo eso, si tenéis algún placer en haberme hecho feliz.

—Trataré de ello, señora.

—Creedme, barón —continuó la vizcondesa—; ese frío dolor de que os veo acometido, es un terrible remordimiento para mí. Otras os recompensarían, quizá, más cumplidamente que yo, caballero; mas una recompensa acordada con tanta facilidad, no pagaría tan dignamente vuestro sacrificio.

Y esto diciendo, Clara bajó los ojos, dando un suspiro de sufrimiento pudoroso.

—¿Es eso todo cuanto me tenéis que decir? —preguntó el barón.

—Tomad —dijo la vizcondesa sacando de su bolsillo un retrato, que entregó a Canolles—; tomad este retrato, y a cada disgusto que os origine este desgraciado suceso, miradle, y decid que sufrís por la persona cuya imagen representa, y que pagará cada uno de vuestros sufrimientos con un pesar.

—¿Y nada más?

—Con la estimación.

—¿Y nada más?

—Con la simpatía.

—¡Ah, señora!, una palabra más —exclamó el barón—, ¿qué os cuesta hacerme completamente feliz?

Clara hizo hacia Canolles un movimiento rápido, le tendió la mano, y abrió la boca para añadir: —Con amor.

Pero al mismo tiempo que sus labios, se abrieron las puertas, y apareció el fingido capitán de guardias acompañado de Pompeyo.

—En Jaulnay concluiré —dijo la vizcondesa.

—¿Vuestra frase o vuestro pensamiento?

—Una y otro. La primera exprime siempre el segundo.

—Señora —dijo el capitán de guardias—, los caballos de Vuestra Alteza están enganchados.

—Fingid admiración —dijo la vizcondesa muy quedo al joven. Canolles mostró una sonrisa de compasión, dirigida a sí mismo.

—¿Adónde va Vuestra Alteza? —preguntó.

—Parto.

—¿Pero acaso ha olvidado Vuestra Alteza que tengo orden de Su Majestad de no abandonaros un instante?

—Caballero, vuestra misión ha terminado.

—¿Qué queréis decir?

—Que yo no soy Su Alteza la señora de Condé, sino la vizcondesa de Cambes, su primera dama de honor. La señora princesa partió ayer noche, y yo voy a reunirme con Su Alteza.

El barón quedó inmóvil, le repugnaba visiblemente continuar en la ejecución de semejante farsa ante un público de lacayos. La señora de Cambes, para animar a Canolles, le cobijó con su dulce mirada. Esta mirada le dio algún valor.

—Luego se ha engañado el rey —dijo él—. ¿Y el señor duque de Enghien, dónde está?

—He ordenado a Perico volver a sus acirates y a sus flores —dijo una voz grave a la entrada del aposento.

Esta voz era la de la princesa viuda, que estaba en pie en la puerta, sostenida por dos damas de confianza.

—Volved a París, a Nantes, a San Germán; volved a la corte, en fin; vuestra misión aquí ha terminado. Decid al rey que las personas a quien se persigue, han recurrido a la astucia, cosa que anula su empleo de la fuerza.

—Sois, sin embargo, muy dueño de permanecer en Chantilly para velar sobre mi designio. Conque, señor barón, Dios os guarde. Canolles, abochornado, apenas se sintió con fuerza para inclinarse, mirando a la señora de Cambes y murmurando en tono de reproche:

—¡Señora, señora!

La vizcondesa comprendió aquella mirada, y entendió estas palabras; y dirigiéndose a la viuda, dijo: —Permítame Vuestra Alteza ejecutar aun por un momento el papel de princesa. Quiero dar las gracias al señor barón de Canolles, en nombre de los ilustres señores que han abandonado este castillo, por el respeto que ha mostrado y la delicadeza de que ha hecho uso en el cumplimiento de una misión tan difícil. Me atrevo a pensar, señora, que Vuestra Alteza es de este parecer, y a esperar en consecuencia que unirá sus acciones de gracias a las mías.

La viuda, movida por estas palabras tan firmes, entreviendo tal vez en ellas con su profunda sagacidad una de las caras de aquel nuevo secreto ingerido en el primero, pronunció entonces con voz no exenta de cierta emoción, las siguientes palabras:

—Caballero, para todo cuanto habéis hecho contra nosotros, olvido, para cuanto habéis hecho en favor de nuestra casa, gratitud.

Canolles puso una rodilla en tierra ante la princesa, que le dio a besar la misma mano que tantas veces había besado Enrique IV.

Éste era el complemento de la escena, la irremisible despedida, y ya no le quedaba al barón más recurso que partir, como iba a hacerlo la señora de Cambes.

Retiróse, pues, a su habitación, y apresuróse a escribir a Mazarino el pliego más desesperado que pudo concebir, este pliego debía sustraerle a las primeras impresiones del momento de sorpresa. Atravesó después las filas de los sirvientes del castillo, no sin temor de recibir sus insultos, y bajó hasta el patio, en que se le tenía dispuesto su caballo.

En el momento de poner el pie en el estribo, una voz imperiosa pronunció estas palabras:

«Honor al enviado de Su Majestad el rey nuestro señor».

Estas palabras hicieron humillar todas las frentes ante el barón, que después de haberse inclinado ante la ventana en que se hallaba la princesa, metió espuelas al caballo y desapareció con la cabeza erguida.

Castorín, desencantado del hermoso sueño que Pompeyo en su precaria calidad de mayordomo le había inspirado, siguió a su amo cabizbajo.