XXIV
XXIV
La entrada en Burdeos
Al segundo día llegaron a la vista de Burdeos, y se trataba por último de decidir cómo se efectuaría la entrada en la ciudad. Los duques estaban con su ejército a distancia de diez leguas, poco más o menos, y por consiguiente podía probarse a entrar, lo mismo pacíficamente que a la fuerza. Lo que importaba era saber qué convendría mejor, si mandar a Burdeos u obedecer al parlamento. La princesa congregó su consejo, que se componía de la señora de Tourville, Clara, sus damas de honor y Lenet. La de Tourville, que conocía bien a su antagonista, había insistido mucho en que no asistiese al consejo, en atención a que la guerra era guerra de mujeres, y por consiguiente debía echarse mano solamente de los hombres para combatir. Pero la princesa declaró que habiéndole sido impuesto Lenet por su marido, no podía excluirle de la cámara de las deliberaciones, en la que por otra parte sería de ninguna importancia su presencia, en razón a que se había convenido de que pudiese hablar cuanto quisiese, pero que no se le escucharía.
La precaución de la señora de Tourville no era inútil, porque ella había empleado los dos días de camino que acababan de transcurrir en trastornar la cabeza de la princesa, inclinándola a adoptar ideas belicosas, a que por otra parte se hallaba ésta bastante inclinada, y temía no viniese Lenet a destruir aun todo el caramillo de su trabajo, tan laboriosamente levantado.
En efecto, reunido el consejo, la señora de Tourville expuso su plan. Era éste de hacer venir secretamente a los duques y a su ejército; procurarse, bien por fuerza o por grado, cierto número de bateles y entrar en Burdeos, saltando en tierra a los gritos de ¡A nosotros, Burdeleses! ¡Condé! ¡Caiga Mazarino!
De esta manera, la entrada de la princesa era una verdadera entrada triunfal; y la señora de Tourville, por un inesperado camino, llevaba así a cabo su famoso proyecto de apoderarse por fuerza de Burdeos y de atemorizar a la reina con un ejército, cuya primera tentativa sería un golpe de mano tan brillante.
Lenet aprobó todo con la cabeza, interrumpiendo a la de Tourville por medio de exclamaciones de admiración; y cuando hubo terminado de exponer su plan, le dijo:
—¡Eso es magnífico, señora! Tendréis la bondad ahora de resumir.
—Cosa muy sencilla, y que estará hecha en dos palabras —dijo la buena señora, triunfante y animándose ella misma a concluir su narración—. Entre una granizada de balas, al son de las campanas, al compás de los gritos de furor o cariño del pueblo, se verán a unas débiles mujeres llevar a cabo con intrepidez su generosa misión, se verá un niño en los brazos de su madre suplicar al parlamento que le dispense su protección. Este espectáculo tierno y sensible no dejará de ablandar las almas más empedernidas. De este modo venceremos, parte por la fuerza, parte por la justicia de nuestra causa, lo que creo es el fin que propone Su Alteza la princesa…
El resumen produjo más efecto aun que el discurso. La princesa aplaudió; la señora de Cambes, a quien el deseo de ser nombrada parlamentaria para la isla de San Jorge la incitaba cada vez más, aplaudió; también lo hizo el capitán de guardia, cuyo anhelo era el de dar soberbias cuchilladas; y por último, Lenet, además de aplaudir, fue a tomar la mano de la señora de Tourville, y estrechándola con tanto respeto como sensibilidad, exclamó:
—Señora, aunque no supiese ya cuán grande es vuestro talento, cuán a fondo conocéis, sea por instinto o por estudio, lo que ignoro y me importa poco, la gran cuestión civil y militar que nos ocupa, seguramente me habría convencido desde ahora de ello, y me prosternaría ante la consejera más útil que Su Alteza pudiese encontrar jamás…
—¿Es verdad, Lenet —dijo la princesa—, que es una excelente idea? Eso mismo opinaba yo. ¡Pronto, vamos!
—Vedle, que se ciña al señor duque de Enghien la espadita que le he mandado hacer, como también su casco y su armadura.
—Sí, hacedlo. Pero una sola palabra antes, si tenéis a bien —dijo Lenet; mientras que la de Tourville, que al principio se había hinchado de orgullo, empezaba a recelar en virtud del perfecto conocimiento que tenía de las sutilezas de Lenet para con ella.
—Y bien —dijo la princesa—. Veamos, ¿qué más hay?
—Nada, señora, absolutamente nada; porque jamás pudo darse cosa que estuviese más en armonía con el carácter de una princesa augusta como vos, y semejante parecer no podía provenir sino de vuestra casa.
Estas palabras produjeron una nueva expansión en la de Tourville, e hicieron asomar de nuevo la sonrisa en los labios de la princesa, que había empezado a arrugar la frente.
—Pero, señora —continuó Lenet, cuya mirada seguía el efecto terrible sobre el semblante de su enemiga declarada—, al adoptar, no diré sin repugnancia, sino aun con entusiasmo, ese plan, el único que conviene, me atrevería a proponer una leve modificación.
La señora de Tourville dio media vuelta, inflexible, austera y dispuesta a la defensa. El entrecejo de la princesa se volvió a fruncir.
Lenet se inclinó, y con su mano indicó que pedía el permiso de continuar.
—El sonido de las campanas —dijo—, los gritos de amor de los pueblos, me llenan con anticipación de un entusiasmo que no puedo expresar; pero no me tranquiliza como quiera la granizada de balas de que ha hecho mención la señora.
La de Tourville se enderezó, tomando cierto aire marcial. Lenet se inclinó más aún, y continuó bajando la voz medio tono:
—Seguramente sería muy grande ver a una mujer y a su hijo tranquilos en medio de esta tempestad, que con frecuencia aterra a los mismos hombres. Pero temería de esas balas, que hiriendo ciegamente, como suelen hacerlo las cosas brutales y privadas de inteligencia, no diesen la razón a Mazarino contra nosotros y destruyese nuestro magnífico plan. Yo soy de parecer, como con tanta elocuencia lo ha dicho la señora de Tourville, de que se vea a la joven princesa y a su augusta madre abrirse paso hasta el parlamento, más por medios suaves y no por el de las armas. Pienso, en fin, que será más hermoso enternecer así las almas más empedernidas, que no vencer de otro modo los más fuertes corazones. Pienso, por último, que uno de estos dos medios ofrecerá muchas más ventajas que el otro, y que el fin de la señora princesa es, ante todo, entrar en Burdeos. Ahora bien, lo he dicho y lo repito: nada hay menos seguro que esta entrada si la aventuramos a la decisión de una batalla…
—Veréis —dijo con acritud la señora de Tourville—, cómo el señor, según su costumbre, demuele piedra por piedra el edificio que yo había levantado, es decir, mi plan, y propone con buenos modos otro a su manera en lugar del mío.
—¡Yo! —exclamó Lenet, mientras que la princesa tranquilizaba a la de Tourville con una sonrisa y una mirada—; yo, el más celoso de vuestros admiradores, ¡no, mil veces no! Pero yo sé, que viniendo de Blayes, ha entrado en la ciudad un oficial de Su Majestad, llamado Dalvimar, el cual trae la misión de sublevar los Jurados y el pueblo contra Su Alteza; y sé, que si el señor de Mazarino puede terminar la guerra de un sólo golpe, lo hará. He aquí por qué temo esa granizada de balas de que hace un momento hablaba la señora de Tourville, y temo también entre ellas, acaso más balas inteligentes que brutales y faltas de razón.
Esta última alocución de Lenet pareció hacer reflexionar a la princesa.
—Siempre lo sabéis todo vos, señor Lenet —repuso con una voz trémula de cólera la señora de Tourville.
El capitán de guardias, antiguo militar confiado en las ideas de fuerza, y que seguramente habría ascendido en caso de acción, dijo irguiéndose y golpeando con el pie, como habría podido hacerlo en una sala de armas:
—Una buena acción bien dirigida no hubiera dado mal resultado.
—Lenet le pisó el pie; y mirándole fijamente con la más amable sonrisa, le dijo:
—Sí, capitán, pero también opinaréis que la salud del señor duque de Enghien es necesaria a nuestra causa; y que muerto o prisionero, no es otro que el verdadero generalísimo del ejército de Sus Altezas, ¿no es cierto?
El capitán de guardias, que sabía que este pomposo título de generalísimo, dado en apariencia a un príncipe de siete años, le elevaba a él a la altura de primer oficial del ejército, conoció que había cometido una torpeza, y renunciando a su proposición, apoyó acaloradamente el parecer de Lenet.
Durante este tiempo, la señora de Tourville se había acercado a la princesa y le hablaba bajo. Lenet se dio cuenta que iba a tener que sostener una nueva lucha. En efecto, volvióse hacía él Su Alteza, y le dijo con calma.
—No deja de ser extraño que con tanto empeño se deshaga lo que estaba tan bien hecho.
—Vuestra Alteza está en un error —repuso Lenet—. Jamás he formado un fuerte empeño en los consejos que he tenido el honor de daros; y si alguna vez destruyo, es para reedificar. Si a pesar de las razones que he tenido el honor de exponer a Vuestra Alteza, quiere aun hacerse matar con su señor hijo, es muy dueña de hacerlo, y nosotros nos dejaremos sacrificar a su lado, esto no es más que un hecho fácil de realizar, y el primer criado de vuestro séquito, o el último mendigo de la ciudad, pueden hacer otro tanto. Pero si queremos llevar a cabo nuestro intento, a pesar de Mazarino, de la reina, de los parlamentos, de Nanón de Lartigues, y por último, a pesar de todas las eventualidades inseparables de la debilidad a que nos hallamos reducidos, ved aquí lo que creo nos resta por hacer…
—Caballero —exclamó impetuosamente la señora de Tourville cogiendo al vuelo la última frase de Lenet—, caballero, no hay debilidad ninguna donde por un lado se encuentra el nombre de Condé, y por otro dos mil soldados de Rocroy, Nordlingen y Lens; mas si a pesar de esto existe esa debilidad, de todos modos estamos perdidos, y no nos podrá salvar vuestro plan por magnífico que sea.
—Yo he leído, señora —repuso con calma Lenet—, saboreando anticipadamente el efecto que iba a producir en la princesa; yo he leído, que la viuda de uno de los Romanos más ilustres, bajo la dominación de Tiberio, la generosa Agripina, a quien las persecuciones acababan de arrancar a Germánico, su esposo, princesa que podía sublevar a su gusto un ejército entero tan sólo al recuerdo del general muerto, quiso mejor entrar en Brindis sola, atravesar la Pulla y la Campaña, vestida de luto, con un niño de cada mano, y caminar así, pálida, con los ojos encendidos por el llanto y la cabeza inclinada; mientras que sus hijos sollozando conseguían sólo con sus miradas… que todos los espectadores de aquella escena (y había más de dos millones desde Brindis a Roma) se deshiciesen en llanto, aclamaran con imprecaciones y estallasen en amenazas, y que la causa de esta princesa se ganase, no sólo ante Roma, sino ante toda Italia; no sólo a la vista de los contemporáneos, sino a la posterioridad, porque no encontró ninguna resistencia a sus lágrimas y a sus gemidos, mientras que a las lanzas habría visto oponer las picas y las espadas a las espadas. Me parece que hay grande semejanza entre Su Alteza y Agripina, entre el señor príncipe y Germánico, y por último, entre Pisón, ministro perseguidor y envenenador, y el señor de Mazarino. Ahora bien, siendo idéntica la semejanza, siendo la situación igual, reclamo que la conducta sea la misma, porque es mi sentir que lo que dio tan feliz resultado en una época deje de tenerlo igual en otras…
Una sonrisa de aprobación dilató las facciones de la princesa y aseguró a Lenet el triunfo de su arenga. La señora de Tourville fue a apoyarse en un ángulo de la sala encubriéndose como una estatua antigua. Clara, que había encontrado en Lenet un amigo, le devolvió el apoyo que había prestado aquél, aprobando con la cabeza; el capitán lloraba como un tribuno militar, y el duquecito de Enghien exclamó:
—¡Mamá! ¿Me llevaréis de la mano vestido de luto?
—Sí, hijo mío —respondió la princesa—. Lenet, vos sabéis que siempre he tenido intención de presentarme en Burdeos vestida de negro.
—Y tanto más —dijo muy bajito Clara—, cuanto que lo negro sienta perfectamente a Vuestra Alteza.
—¡Chit! Queridita —repuso la princesa—, ya lo dirá en alta voz la señora de Tourville, sin que necesitéis decirlo vos al oído.
El programa de la entrada en Burdeos quedó fijado así sobre la proposición de Lenet. Las damas del séquito recibieron orden de prepararse. El joven príncipe fue vestido con una ropa de tabí blanco, recamada de pasamanos negros y de plata, y un sombrero con plumas blancas y negras. En cuanto a la princesa, apretando la mayor sencillez a fin de parecerse a Agripina, a quien había resuelto tomar por modelo en todos conceptos, se vistió de negro sin ninguna pedrería.
Lenet, que era el encargado de dirigir la fiesta, se multiplicaba para que fuese espléndida. La casa que habitaba en una pequeña villa situada a dos leguas de Burdeos, no se desocupaba de partidarios de la princesa, que antes de hacerla entrar en la ciudad, querían saber qué género de entrada le agradaría más. Lenet, como un director de teatros modernos, les aconsejó las flores, las aclamaciones y las campanas; y queriendo condescender en alguna parte con la belicosa señora de Tourville, propuso algunos saludos de cañón.
La mañana siguiente, en virtud de invitación del parlamento, se puso en marcha la princesa. Un cierto Lavie, asesor general del parlamento y acérrimo partidario del señor de Mazarino, había hecho cerrar las puertas, usando de la mayor vigilancia para impedir que la princesa, en caso de presentarse, fuese recibida; pero por otro lado los partidarios de los Condé habían trabajado y el pueblo excitado por ellos se había reunido aquella mañana a los gritos de ¡Viva la princesa! ¡Viva el señor duque de Enghien!, y habían roto las puertas a fuerza de hachazos; de modo que nada se oponía ya a aquella famosa entrada, que se revestía de todos los caracteres de un triunfo. Los observadores podían, no obstante, ver en estos acontecimientos la inspiración de jefes de los dos partidos que dividían la ciudad, porque Lavie recibía directamente las instrucciones del duque de Epernón, y el pueblo tenía sus motores aconsejados por Lenet.
Apenas había pasado la princesa la puerta de la ciudad, cuando tuvo lugar la escena preparada hacia tiempo, con gigantescas proporciones. Los buques del puerto hicieron el saludo militar, y los cañones de la ciudad contestaron. Caían flores de las ventanas, o cruzaban las calles suspendidas en guirnaldas, de tal modo, que el suelo estaba cubierto de ellas y el aire embalsamado. Resonaban las aclamaciones de treinta mil apasionados de todos sexos y edades, que sentían crecer su entusiasmo con el interés que inspiraban la princesa y su hijo, en proporción que se aumentaba el odio a Mazarino.
Por lo demás, el duque de Enghien fue el más hábil actor de toda esta escena. La princesa había renunciado a llevarle de la mano por temor de fatigarle, o de que no quedase sepultado entre las flores; era, pues, conducido por su gentilhombre, de suerte, que teniendo las manos libres, enviaba besos a derecha e izquierda y se quitaba graciosamente su sombrero de plumas. El pueblo Burdelés se embriagó completamente, las mujeres adoraban frenéticamente a aquel hermoso niño que con tanta gracia lloraba, y los ancianos magistrados se conmovieron a las palabras del pequeñito orador, que decía:
«Señores, servidme de padre, ya que el señor cardenal me ha privado del mío».
En vano los partidarios del ministro quisieron poner alguna oposición. Los puños, las piedras y aun las alabardas les aconsejaron prudencia, y fue necesario resignarse a dejar libre el campo a los triunfadores.
Entretanto la vizcondesa, marchando pálida y grave detrás de la princesa, atraía parte de las miradas. La idea de tanta gloria no acudía a su imaginación sin afligirla interiormente, pensando que el suceso de aquel día haría tal vez olvidar la resolución de la víspera. Encontrábase en aquel camino circundada de adoradores, ofuscada por el pueblo, inundada de flores y caricias respetuosas, temiendo a cada instante ser llevada en triunfo, como algunos gritos empezaban a amenazar a la princesa, al duque de Enghien y a su comitiva; cuando se acercó Lenet, que viendo su turbación, le tendió la mano para ayudarle a subir a una carroza. Clara le dio las gracias y le dijo respondiendo a su propio pensamiento:
—¡Ah, qué feliz sois, señor Lenet! En todo hacéis prevalecer vuestra opinión, y siempre se siguen vuestros consejos. Verdad es que son buenos, y que se encuentran pocas…
—Me parece, señora —respondió Lenet—, que no tenéis de qué quejaros, y que el único que habéis propuesto ha sido adoptado.
—¿Cómo?
—¿No hemos convenido en que haréis una tentativa para ganar la isla de San Jorge?
—Sí. ¿Pero cuándo se me permitirá ponerme en campaña?
—Desde mañana, si me prometéis mal éxito.
—En cuanto a eso, descuidad; mucho temo satisfacer vuestras intenciones.
—Tanto mejor.
—No os comprendo.
—Necesitamos la resistencia de la isla de San Jorge para obtener de los Burdeleses nuestros dos duques y su ejército, que, debo decirlo, aunque mi opinión en este punto se acerque a la de la señora de Tourville, me parecen sumamente necesarios en las circunstancias en que nos encontramos.
—Sin duda —contestó la señora de Cambes—; pero aunque mis conocimientos militares en nada alcancen a los de la señora de Tourville, me parece que no se ataca a una plaza sin que antes se le intime la rendición.
—Tenéis mucha razón en lo que decís.
—¿Se enviará, pues, un parlamentario a la isla de San Jorge?
—Sin duda.
—Pues bien, yo demando ser ese parlamentario.
Los ojos de Lenet se dilataron de sorpresa.
—¡Vos! —dijo él—, ¡vos! Vamos, está visto que todas nuestras damas se han convertido en amazonas.
—Consentidme este capricho, amigo Lenet.
—Está muy bien. Pero lo peor que pudiera sucedemos sería el que tomaseis a San Jorge.
—¿Está dicho?
—Sí.
—Pero prometedme una cosa.
—¿Cuál?
—Que nadie sepa el nombre y calidad del parlamentario que vais a enviar, sino en el caso de que el parlamentario triunfe.
—Convenido —repuso Lenet tendiendo la mano a la vizcondesa.
—¿Y cuándo partiré?
—Cuando queráis.
—Mañana.
—Bien, mañana.
—Corriente. Ahora, ved que la princesa va a subir con su hijo a la terraza del señor presidente de Lalasne.
—Yo le cedo de buena voluntad mi parte de triunfo a la señora de Tourville. Tened la bondad de disculparme con Su Alteza, so pretexto de indisposición, y haced que se me conduzca al alojamiento que se me ha preparado. Voy a hacer mis preparativos y a reflexionar acerca de mi cometido, que no deja de inquietarme por ser el primero de esta dase que desempeño, y depender todo en este mundo, como dicen, del principio.
—¡Bah! —dijo Lenet—. Ya no me admira que el señor de Larochefoucault haya estado a punto de cometer por vos una infidelidad a la de Longueville, pues valéis en ciertas cosas tanto como ella, y mucho más en otras.
—Tal vez —dijo la señora de Cambes—. No creáis que rechazo del todo esa galantería; pero si tenéis algún influjo sobre Larochefoucault, mi amigo Lenet, afirmadle en su primer amor, porque el segundo me causa miedo.
—Bien, trataremos de ello —dijo Lenet sonriéndose—. Esta noche os daré vuestras instrucciones.
—¿Consentís en que gane a San Jorge?
—Forzoso será, puesto que lo queréis.
—¿Y los dos duques y el ejército?
—Tengo en mi bolsillo otro medio de hacerlos venir.
Y Lenet, después de haber dado las señas del alojamiento de la vizcondesa al cochero, se despidió de ella sonriendo, y fue a reunirse a la princesa.