CAPÍTULO 56
Marzo llegó envuelto en días tibios, con un sol sereno y una brisa suave, y olores primaverales que se esparcían por cada rincón con una sutileza embriagadora.
Sofía se miró en el espejo. El pelo le había crecido hasta debajo de los hombros y había recuperado en la mirada esa expresión risueña que tenía antes incluso de conocer a Carlos. Cuando sus golpes y sus constantes humillaciones no le habían arrancado la sonrisa. Sin embargo, en el fondo de los preciosos ojos verdes habitaba la sombra del recuerdo de Jorge, que pululaba a sus anchas de un lado a otro. Sofía pensó ingenuamente que se olvidaría de él, pero nada más lejos de la realidad. Jorge Montenegro parecía estar grabado en su mente y en su corazón a fuego, y tenía intenciones de quedarse allí durante toda la eternidad.
Era el lunes de su última semana de rehabilitación. Le parecía mentira, mientras contemplaba con rostro de satisfacción las dos muletas que descansaban al lado del lavabo. Hacía quince días que había dejado atrás la silla de ruedas y que andaba con muletas. ¡Lo había conseguido! Y antes de que finalizara la semana también ellas quedarían atrás, junto a los restos de una pesadilla de la que comenzaba a despertar.
Al tiempo que se pasaba el cepillo por la melena, le vino a la cabeza el momento en que había caminado entre las barras paralelas sin la sujeción de la grúa. Había sido crucial, pero estaba preparada. Sus piernas se coordinaron a la perfección y aguantaron sin problemas el peso de su cuerpo. Animada por Rubén y por María, y por su madre y por Eva, que habían estado ese día con ella, Sofía fue de un extremo a otro sin necesidad de sujetarse ni una sola vez a las barras.
La emoción embriagó a todos, que veían como culminaban meses de tesón, esfuerzo, disciplina y trabajo duro, y como se cerraba una etapa de dolor, lágrimas y sin sabores.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Clara cuando Sofía se sentó a desayunar.
—Bien —respondió, sin poder evitar el esbozo de una sonrisa.
—¿Preparada para tu última semana de rehabilitación?
—Preparada —dijo Sofía asintiendo al mismo tiempo con la cabeza.
Al volver del hospital en el coche de su madre, Sofía se quedó mirando el tramado del edificio donde estaba el despacho de Jorge, como hacía ceremoniosamente todos los días. Era algo inevitable. Sin embargo, aquella mañana, mientras esperaban que el semáforo de la Castellana se pusiera en verde. Sofía tuvo la imperiosa necesidad de ver a Jorge, de hablar con él, pero, sobre todo, de pedirle perdón.
—Mamá, ¿te importaría parar un momento? —dijo.
—¿Dónde vas? —preguntó Clara.
—A pedir perdón a Jorge —respondió Sofía.
Clara sonrió, pero no dijo nada. Se desvió a la derecha y aparcó en el hueco de un coche que casualmente acababa de salir. Sofía se bajó y caminó hasta la puerta de la colosal edificación. La sola idea de volver a ver a Jorge después de tantos meses le aceleró el corazón. El latido se escuchaba dentro del pecho como un tambor de guerra.
La recepción estaba vacía, sin la chica pelirroja y excesivamente maquillada a la que preguntó la primera vez por él. No importaba, se sabía el camino; última planta, pasillo de la derecha.
Se dirigió a los ascensores. Mientras esperaba pacientemente que alguno bajara, cruzó los dedos para que Jorge estuviera en su despacho y no en alguno de sus viajes de trabajo.
Las puertas se abrieron y Sofía se desvió por el pasillo de la derecha hasta llegar a la antesala, donde había una chica joven con gafas, de pelo liso y rostro pecoso tecleando frenéticamente en el ordenador.
—Buenos días —dijo Sofía.
—Buenos días. ¿En que puedo ayudarte? —le preguntó Estela con suma amabilidad, desviando la atención de la pantalla.
—¿Se encuentra el señor Montenegro?
Sofía contuvo la respiración en los pulmones esperando la respuesta.
—Sí, ¿de parte de quién?
—¿Podrías decirle simplemente que soy una amiga? Quiero darle una sorpresa —respondió Sofía.
La secretaria dudó un instante.
—Sí, claro que sí —dijo finalmente—. Espera un momento, por favor.
Estela se levantó de la silla y su figura ligeramente encorvada despareció detrás de las enormes puertas de doble hoja negras del despacho de Jorge. Sofía se quedó inmóvil, con el corazón saliéndosele por la boca mientras paseaba la mirada por las pulcras letras plateadas inscritas en la madera. Leer el nombre de Jorge Montenegro le produjo un escalofrío.
—Pasa —dijo Estela, sujetándole las puertas para que entrara con las muletas.
—Gracias —le agradeció Sofía.
Estela cerró la puerta detrás de ella y Jorge alzó la mirada. Los almendrados ojos negros se abrieron ligeramente, como si acabara de ver una visión.
—Buenos días —saludó Sofía de pie en mitad del despacho, entre tímida y nerviosa.
—Mi niña… —murmuró Jorge. Se levantó de inmediato y acudió a recibirla—. Pasa, por favor, no te quedes ahí —dijo.
—Gracias.
Sofía avanzó ayudándose de las muletas y tragó saliva de manera compulsiva. Jorge estaba guapísimo. Impecablemente vestido con uno de esos trajes negros que tan bien le sentaban y con su habitual semblante regio. Durante un momento sintió que le faltaba el aliento.
—¿Necesitas que te ayude? —preguntó Jorge, que no terminaba de salir de su perplejidad ante la presencia de Sofía en su despacho. Su visita había sido toda una sorpresa. Una inesperada y agradable sorpresa.
—No, gracias —dijo Sofía al tiempo que se sentaba en un sofá de cuero negro—. Ya me defiendo bastante bien. —Sonrió—. El viernes me quitan las muletas definitivamente.
—Enhorabuena —la felicitó Jorge, curvando los labios en una cálida sonrisa. Se desabrochó el botón de la chaqueta y tomó asiento en el sillón que había al lado.
Hubo un momento de silencio en que Jorge no podía apartar la mirada de Sofía. Algo en su expresión risueña y nerviosa (Jorge notaba que lo estaba) no se lo permitía. Se veía hermosísima y radiante, con un vestido de punto de colores vivos y unas botas bajas negras.
—Estás preciosa —dijo sin ningún reparo en la voz. Sofía se ruborizó—. Te ha crecido el pelo —observó anecdóticamente.
—Sí —dijo Sofía, tocándose la melena inconscientemente—. Aunque se me siguen notando las cicatrices de la operación en la cabeza —apuntó.
—Aún todo estás preciosa, como siempre.
—Gracias. —Sofía respiró hondo y miró a Jorge con ojos inquietos. Tenía los nervios a flor de piel—. Jorge, yo… He venido a pedirte perdón —soltó, y de pronto sintió que se quitaba un gran peso de encima. Jorge fue a decir algo, pero Sofía le puso suavemente el dedo índice sobre los labios—. Quiero pedirte perdón por el modo en que te traté, por el modo en que te aparté de mi lado… Creí que era lo mejor —añadió a media voz.
—¿Lo mejor? —preguntó Jorge extrañado.
—Lo mejor para ti —aclaró Sofía. Jorge meneó la cabeza. ¿De qué hablaba Sofía?—. Tú tenías derecho a estar con una mujer… normal. Yo no era más que un estorbo en tu vida.
—¿Un estorbo? —El tono de Jorge se volvió serio, casi severo—. ¿Y eso quién te lo dijo? ¿Carlos?
—Lo siento… —se disculpó Sofía con los ojos anegados de lágrimas—. No quería que estuvieras conmigo por pena, por compasión, o por algún tipo de obligación moral. No… —se interrumpió. Tenía las palabras atascadas en la garganta.
—Yo no estaba contigo por ninguna de esas razones, Sofía. Estaba contigo porque te amaba —afirmó rotundamente Jorge. Sofía levantó el rostro. Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas. Jorge la miraba serio—. Y todavía te sigo amando —confesó—. No he dejado de amarte desde que te vi por primera vez en la terraza del Tartan Roof.
A Sofía le latía el corazón apresuradamente.
—¿Estás enfadado conmigo? —murmuró con voz temblorosa.
Jorge entornó los ojos y la miró con gravedad.
—Sí —afirmó.
—Jorge… Lo siento… —Sofía dejó la sollozante disculpa flotando en el aire.
—¿Cómo se te ocurre hacer caso a ese cabrón de Carlos? —preguntó—. ¿Cómo se te ocurre alejarme de ti?
—Jorge, yo…
Jorge tiró de Sofía y antes de que se diera cuenta, sin saber cómo, estaba en su regazo.
—No vuelvas a alejarme de ti —dijo Jorge. Su expresión se había suavizado y se advertía un rastro de sonrisa en el rostro. Rozó su nariz con la de Sofía—. No te lo perdonaré.
—No volveré a hacerlo —susurró Sofía con voz ahogada.
Jorge la abrazó con tanta fuerza que casi le hizo daño, pero Sofía no dijo nada. Cerró los ojos, disfrutando de su contacto. Después Jorge le cogió el rostro entre las manos y la besó. Sus labios quemaban como ascuas incandescentes. El calor de su boca y su urgencia encendió el cuerpo de Sofía de inmediato, que notaba ya aquella marea caliente viajar por su sangre de un extremo a otro de su ser.
Jorge fue encadenando besos y mordisquitos por el lóbulo de la oreja, el cuello, el escote, mientras Sofía soltaba gemidos sofocados.
—Espera, espera… Jorge, espera… —lo detuvo de pronto. Jorge frunció el ceño con las manos inmóviles en mitad de la espalda de Sofía. Tenía los ojos encendidos por el deseo —. Tu secretaria puede entrar en cualquier momento —recordó Sofía entre risas, tratando de mantener la compostura—. Hoy sí que está.
Jorge resopló resignado, conteniendo el instinto.
—Te has librado por Estela —bromeó con ironía—. Pero la próxima vez no vas a tener tanta suerte.
—La próxima vez no quiero tener suerte —apuntó Sofía, traviesa.
Jorge se acercó a su boca.
—Es tan difícil resistirse a la tentación. Es tan difícil resistirse a ti —musitó, mordiéndole el labio inferior y tirando suavemente de él—. ¿Comemos juntos? —propuso cuando se separó—. Así haremos manitas por debajo de la mesa.
—¡Ay, Dios! —exclamó Sofía de pronto.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Jorge—. ¿No quieres que hagamos manitas?
—Mi madre… Está esperándome en la Castellana —afirmó, mirándolo con los ojos muy abiertos. Sofía sacó rápidamente el móvil del bolso y la llamó. Lo cogió al tercer tono—. ¿Mamá? Estooo… No me esperes. Voy a quedarme a comer con Jorge —dijo mientras él le mordisqueaba el lóbulo de la oreja. Sofía se retorció provocativamente y sonrió—. ¿Ah, sí? —Arqueó una ceja, extrañada por lo que le estaba diciendo su madre al otro lado de la línea—. Vale. Entonces nos vemos luego. Un beso.
Colgó. Jorge la miró con gesto interrogativo.
—Mi madre está tomándose un café con Walther —dijo.
—Me da que tenemos nueva parejita —comentó complacido Jorge.
Sofía sonrió ligeramente. ¿Su madre y Walther?, se preguntó. La idea le encantó.