CAPÍTULO 14

 

Las bocas estaban a escasos centímetros cuando Jorge y Sofía deshicieron el abrazo. Los ojos de Sofía se mantenían entrecerrados, velados por la ternura de Jorge mientras que los suyos palpitaban de deseo.

—Sofía… —dijo en un hilo de voz.

En un impulso, tomó su rostro entre sus enormes manos y lo acercó al suyo.

—Necesito besarte —susurró con la voz cargada de deseo—. Necesito probar el sabor de tu boca. Necesito hacerte mía…

Quería morderle el labio, la lengua, arrasar su boca, pero optó por un beso suave y delicado, una suerte de tacto susurrante. Un beso que, sin embargo, puso en pie todos los sentidos de Sofía. Un beso que se prolongó una y otra vez en el tiempo hasta que Jorge empezó a deslizar su persuasiva boca por la línea indiscreta del cuello de Sofía.

Su piel acaramelada era fina y extremadamente suave.  La recorrió de arriba abajo sin prisas, invadiendo cada poro con su lengua, que no era capaz de mantener quieta.

—Eres tan perfecta… —musitó Jorge con su voz grave, profundizada aún más por el deseo—. Tan perfecta para mí…

Sofía sintió que un incontrolado escalofrío le recorría la espalda cuando la incipiente erección de Jorge se hizo patente bajo el pantalón de corte perfecto de su traje negro. La agarró de las nalgas y la empujó contra sus caderas. La erección se acentuó. Sofía gimió en su boca. Súbitamente la cogió en brazos y con una elegancia innata la tumbó encima de la cama. Jorge le subió poco a poco el picardías hasta que sus caderas quedaron al descubierto. Los dedos acariciaron los muslos de Sofía como si quisiera aprenderse de memoria su cuerpo, al que de pronto añoraba. Cuando la tela dejó ver el enorme hematoma del costado, Jorge se detuvo, horrorizado.

—¿Cómo te has hecho esto? —preguntó con una nota de alarma en la voz al tiempo que pasaba delicadamente la mano sobre el relieve del moretón.

Sofía giró la cabeza y pensó una excusa rápida.

—Me caí en la ducha y me golpee con el grifo… Soy un poco torpe —respondió, intentando sonar convincente, aunque no estaba segura de haberlo conseguido. No se le daba bien mentir.

—¿Y los dedos que tienes marcados en el brazo también son de una caída? —sondeó Jorge en tono suspicaz.

Sofía volvió de nuevo el rostro y mantuvo silencio. Jorge sacudió la cabeza. Era cierto que su novio le pegaba, pensó. La sangre comenzó a bullir dentro de sus venas. Miró a Sofía, que permanecía con la cara escondida en la almohada, tratando de velar una verdad que se dibujaba macabramente en las magulladuras de su cuerpo.

Jorge se incorporó y se acercó hasta la cómoda. Abrió uno de los cajones y extrajo de él un bote de Thrombocid. En silencio se sentó al lado de Sofía y le dio un poco de pomada sobre el hematoma. Lo hizo con una delicadeza asombrosa; no quería hacerle daño.

—Si ese desgraciado vuelve a ponerte una mano encima lo mato —afirmó con voz contundente.

Sofía rompió a llorar. Había estado evitándolo desde que Nina la había dejado sola en la habitación del señor Montenegro. Pero ya no aguantaba más. Eran demasiadas emociones, demasiados nervios, demasiados sentimientos encontrados, demasiado dolor.

Jorge no dijo nada. No era necesario. El silencio hablaba por sí solo mejor que cualquier palabra. Simplemente se puso detrás de ella, dejó que se acurrucara contra su cuerpo y la abrazó con fuerza mientras el llanto liberaba su alma.

No era el momento de tener sexo, aunque se moría de ganas de hacerla suya. Pero, como le había dicho, no iba a obligarla a hacer nada que no quisiera. No estaba allí para eso. Solo necesitaba sentirla cerca, estar con ella, aunque fuera así, en silencio.

 

 

 

Jorge pasó la noche despierto, sentado en el sillón de cuero negro, velando el sueño de Sofía que, finalmente, después de estar un larguísimo rato llorando, se había quedado dormida entre sus brazos.

Mientras la luna recorría el cielo azul oscuro de la madrugada detrás de la pared acristalada, Jorge contemplaba el rostro inmaculado de Sofía sobre la almohada. Parecía relajada, serena como una niña pequeña. Estaba preciosa. Era preciosa. Con cuidado para que no se despertara, la había tapado con la sábana y le había apartado algunos mechones de pelo que le caían ondulados por las mejillas, al tiempo que reflexionaba sobre las ideas que bamboleaban su mente.

La imagen de Carlos, el chico con aire altanero que había permanecido al fondo de la terraza del Tartan Roof el día de la inauguración, revoloteaba en su cabeza sin cesar. Jorge apretó los dientes. Los huesos de la mandíbula se perfilaron en su rostro de rasgos varoniles. Él no era nada de Sofía; no había un vínculo que los uniera, pero si ese malnacido volvía a pegarle, no respondería de sus actos.

No sabía exactamente qué le sucedía con ella. No encontraba una explicación lógica a lo que sentía; a todo lo que le inspiraba. Desde que Paula había fallecido en aquel trágico accidente de coche no había reparado en ninguna otra mujer. Nadie conseguía interesarle lo más mínimo. Hasta que vio a Sofía y algunos sentimientos y algunas sensaciones que daba por hecho que jamás volverían empezaron a despertarse de un largo letargo. Solo ella había sido capaz de obrar el milagro.

Y, ahora que la había encontrado, no la iba a dejar escapar.

 

 

 

 

El amanecer esbozó un lienzo de tonos rosados y púrpuras en las enormes cristaleras de la habitación. Jorge permanecía recostado en la pared con un hombro, observando la hermosa vista que le regalaba el día. Se giró, miró de nuevo a Sofía y bajó a la primera planta.

Veinte minutos después apareció portando una bandeja con el desayuno. Lo dejó a un lado de la cama y con un suave soplido despertó a Sofía.

—Buenos días, bella durmiente —dijo, delineando una sonrisa de dientes blancos y uniformes en los labios.

—Buenos días —respondió Sofía, desperezándose lentamente.

—¿Qué tal has dormido?

—Bien. —La misma Sofía parecía asombrada por la respuesta. Pero realmente había dormido bien. Serena y tranquila, sin el miedo en los huesos a que Carlos le pegara. Algo que anhelaba desde hacía mucho tiempo—. ¿Y tú?

—Bien —mintió Jorge, dándole un toquecito en la punta de la nariz. A continuación cogió la bandeja y se la acercó a Sofía, que la miró entre extrañada y sorprendida.

—¿Y todo esto? —dijo.

—Tienes que coger fuerzas —contestó Jorge. Sofía frunció el ceño. Sus cejas castañas se juntaron hasta formar una sola—. Voy a estar todo el día haciéndote el amor —aseveró Jorge, que parecía divertido—. Y toda la noche también…

Sofía abrió los ojos de par en par y se ruborizó. De nuevo le ardían las mejillas. Pero no dijo nada. Una oleada de calor, como una corriente eléctrica, viajó de un extremo a otro de su cuerpo mientras los latidos del corazón se le aceleraban.

—Así que empieza —dijo Jorge, moviendo el café con leche que le había preparado y acercándoselo. Sofía extendió las manos y cogió la taza.

—Y tú, ¿ya has cogido fuerzas? —le preguntó con voz tímida, dando un sorbo de café.

—Sí. —El monosílabo de Jorge sonó animado—. ¿Más azúcar? —preguntó.

—No, así está bien. Gracias —dijo Sofía, que no sabía muy bien hacia dónde encarrilar la conversación—. ¿Y ya te has duchado?

—No. —Jorge alzó la mirada. Su expresión era traviesa como la de un niño pequeño—. Te estoy esperando: voy a ducharme contigo. —Hizo una pausa al tiempo que pasaba un croissant relleno de chocolate a Sofía, que lo cogió de forma mecánica—. Ya sabes… para ahorrar agua y esas cosas.

—Entiendo. —Sofía no salía de su asombro, pero le encantaba el juego lleno de ironía de Jorge—. Ahorrar agua es muy importante —dijo inocentemente siguiéndole la bola. Se llevó el croissant a la boca y le dio un mordisco.

—Por eso vamos a ducharnos juntos.

 

 

 

—¿Has terminado? —Jorge parecía ansioso, aunque intentaba por todos los medios mantenerse templado.

Sofía asintió con una única inclinación de cabeza y expresión de expectación en el rostro.

—Ven conmigo —murmuró Jorge que, de pie y seguro de sí mismo, alargaba el brazo hacia ella. Los ojos oscuros brillaban con un destello ardiente, excitado…

Sofía se levantó de la cama, tomó su mano y se dejó llevar. No quería pensar en nada. Solo en los ojos del señor Montenegro, que la observaban con todo el deseo del mundo, y de los que no podía apartar la mirada. Jorge la guio a través de la habitación hasta el cuarto de baño. Frente a la ducha, le quitó el picardías.

—Estás preciosa con él —le susurró al oído mientras  los dedos hacían descender suavemente la prenda por los brazos. Hundió la nariz en su frondosa cabellera e inhaló profundamente—. Pero seguro que lo estás más desnuda.

La voz de Jorge, siseada bajo el aliento cálido de su boca, la hizo estremecerse.

 

 

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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