CAPÍTULO 34
Jorge tenía aparcado su BMW M4 Cabrio de color negro en una calle contigua al Marimba Café Bar. Un coche de líneas deportivas y elegantes, de llantas enormes y tapacubos excesivamente brillantes que atraía inevitablemente las miradas y los cuchicheos de la gente que lo veía.
—¿Cuántos coches tienes? —preguntó Sofía, solo para saciar su curiosidad.
—Unos cuantos —respondió Jorge, sin decir la cantidad exacta. Eso no era importante.
«Vaya —pensó Sofía en silencio—. Y yo ni siquiera puedo tener uno».
—Sube —indicó Jorge con amabilidad, abriéndole la puerta.
—Gracias.
Jorge rodeó el coche y entró.
—¿Qué tal te ha ido por tierras alemanas? —interrogó Sofía.
—Se podría decir que bien. Voy a ser el arquitecto del nuevo museo oceanográfico que se va a construir en Berlín.
—Wow… ¡Felicidades!
—Muchas gracias. —Jorge arrancó el coche y salió del aparcamiento—. Me encanta como escribes —comentó—. Creo que tienes talento.
—Gracias —dijo Sofía, sonrojándose ligeramente—. No pensé que te fuera a gustar tanto.
—No sabía que escribías así. Tus poemas son muy descarnados. Te muestras en ellos tal y cómo eres. Me ha sorprendido mucho. Deberías tomarte más en serio tu afición —le aconsejó, lanzándole una mirada de reojo—. ¿Qué tal estos días?
—Sin parar —respondió Sofía—. Ha habido mucho jaleo en la perfumería y en los ratos que he tenido libre he estado escribiendo. Mis musas han estado algo perezosas.
—Te dije que me llamaras si las musas no aparecían —le recordó Jorge divertido—. Que yo me encargaría de ellas. Tengo muy buena mano para esas cosas.
—Sí, tenía que haberlo hecho. Tenía que haberte llamado… —dijo Sofía. Se calló unos segundos—. Te he echado de menos —soltó en un arranque de sinceridad.
—¿Y eso es malo?
—No… No lo sé —dijo Sofía como si de pronto estuviera abrumada.
—Yo también te he echado de menos —afirmó Jorge con total franqueza—. Mucho.
Sofía miró por la ventanilla. El sol se hundía lentamente por detrás de la línea que perfilaban los edificios de Madrid, bañando las calles de escarlata y oro.
—¿En qué piensas? —le preguntó Jorge.
—En nada importante —dijo Sofía, quitando hierro al asunto.
Jorge se desvió al arcén y aparcó el coche en una zona de carga y descarga que estaba libre.
—¿A qué tienes miedo, Sofía? —le preguntó.
Su voz era como el arrullo de un gato. Sofía giró el rostro y lo miró.
—No lo sé… —respondió—. De verdad que no lo sé… —Jorge parecía frustrado con su respuesta poco clara—. No estoy acostumbrada a que las cosas me salgan bien. Ni siquiera estoy acostumbrada a que me traten… bien. —Decir aquella última frase la emocionó. Las lágrimas acudieron a sus ojos—. Lo siento… —dijo, tratando inútilmente de contenerlas.
—Heyyy…. —dijo Jorge, inclinándose hacia ella y abrazándola con fuerza contra su pecho—. Ya… ya... No llores. No llores, por favor —la consoló mientras le acariciaba la cabeza con dulzura.
—No sé lo que tengo que hacer, Jorge —murmuró Sofía, sorbiendo por la nariz.
—No tienes que hacer nada, mi niña —aseguró Jorge con voz tierna mientras le enjugaba las lágrimas de las mejillas con los pulgares. Sofía levantó los ojos y lo miró con expresión de desconcierto mientras él le sujetaba la cara entre las manos—. Solo déjame cuidarte, déjame protegerte, déjame mimarte, déjame consentirte, déjame amarte… Solo eso —concluyó blandiendo una sonrisa cargada de amor y franqueza.
—Hay tanta nobleza y tanta lealtad en tus ojos —comentó Sofía.
—Sé que lo has pasado mal, que tu vida no ha sido ni es fácil. Sé el infierno que tienes en casa. Pero eso puede cambiar, mi niña. Y yo quiero ayudarte en esa tarea. —Jorge juntó su frente con la de Sofía—. Solo déjame estar cerca de ti, muy cerca de ti… —susurró.
—¿Para llevarme a ese lugar secreto donde vuelan las mariposas? —le preguntó Sofía.
Jorge sonrió sutilmente.
—Sí —respondió—. Para llevarte a ese lugar secreto donde vuelan las mariposas…
Sofía se separó unos centímetros de él, pero sin dejar de sentir su aliento.
—¿Y dónde está ese lugar? —curioseó. Desde hacía días quería preguntárselo, pero siempre acababa olvidándose.
—Te lo diré el sábado —dijo enigmáticamente Jorge. Su voz sonaba en ese momento dulce y misteriosa a la vez. Envolvente.
—¿Me llevarás a él? —musitó Sofía.
—Por supuesto que sí —contestó Jorge con una sonrisa en los labios.
Alguien tocó varias veces la bocina del coche detrás de ellos y no parecía estar de buen humor.
—Creo que deberíamos irnos —sugirió Sofía, haciendo un mohín con la boca.
—Yo también lo creo —advirtió Jorge.
Se colocó recto en su asiento, arrancó y se incorporó de nuevo a la circulación.
—¿Te importaría dejarme unas calles antes de la mía? —propuso Sofía en tono apocado—. No quiero tener problemas.
—Claro, ¿dónde quieres que te deje? —preguntó Jorge. Él era el primero que pretendía evitar problemas con Carlos. No quería que, para solucionarlos, aquel malnacido la emprendiera a golpes con Sofía. Si se atrevía a ponerle un solo dedo encima otra vez y él se enteraba, no respondía de sus actos. De verdad que no respondía.
—En Joaquín Turina está bien —dijo Sofía.
Jorge callejeó por la capital hasta llegar a Joaquín Turina y dejó a Sofía en la esquina que la vía hacía con la calle Polvoranca, que iba a dar directamente a Gómez de Arteche.
—¿El sábado te viene bien que pase a buscarte a las cinco? —preguntó Jorge. Los ojos le brillaban.
—Sí, genial —respondió Sofía, que todavía no acababa de hacerse a la idea de que iría a conocer a la madre de Jorge—. Pero no vengas hasta mi casa. Mejor nos vemos en la plaza de la Emperatriz. Está al final de esta misma calle. —Sofía indicó la dirección con dedo.
—Muy bien. A las cinco en la plaza de la Emperatriz.
Sofía se acercó a Jorge y le dio un beso fugaz en los labios. Después salió del coche rápidamente, sin dejarle tiempo para reaccionar.
—La próxima vez no te consentiré que el beso sea tan corto —afirmó Jorge a través de la ventanilla que acababa de abrir—. El sábado me encargaré de ti.
Sofía volvió la cabeza, miró por encima del hombro y, traviesa, le sacó la lengua. Jorge la miró con picardía mientras se alejaba calle abajo. No tenía ninguna intención de dejar escapar a esa chica. Ninguna, pensó. La quería para él. Exclusivamente para él, y al final sería suya. Palabra de Jorge Montenegro.