CAPÍTULO 11

 

 

—Discúlpenme un momento, señores —dijo Jorge Montenegro en un perfecto inglés.

Los seis hombres de nacionalidad norcoreana inclinaron ligeramente la cabeza.

Jorge se levantó de la mesa y se alejó unos metros, extrajo con elegancia en el gesto el teléfono móvil del bolsillo del pantalón y llamó a su chófer.

—Walther…

—Dígame, señor.

—¿Habéis llegado ya? —preguntó.

—Sí, señor. Hace media hora más o menos —respondió Walther.

—¿Qué tal está Sofía? —se interesó Jorge.

—Nerviosa —dijo el chófer—. Durante el camino ha intentado no llorar, pero finalmente no ha podido evitar derramar unas lágrimas.

Jorge escuchaba en absoluto silencio al otro lado de la línea mientras miraba el Rolex Daytona negro de su muñeca. Quedaban todavía más de cuatro horas y media para verla.

—Se la ve… preocupada —añadió Walther.

—¿Cómo se ha quedado después?

—Bien. Ya conoce a Nina. Hace sentir cómodo a cualquiera.

—Está bien —apuntó Jorge, que parecía estar reflexionando sobre las palabras de Walther—. Hablaré ahora con ella para ver cómo está pasando la tarde Sofía.

—Como quiera, señor.

—Otra cosa, Walther…

—Dígame.

—Ven al despacho. Hay un sobre que necesito que lleves a Nina.

—Como ordene, señor. En tres cuartos de hora estaré allí —dijo Walther, solícito.

—Gracias.

Jorge colgó y a continuación llamó a Nina.

—¿Cómo está Sofía? —le preguntó.

—Bien, dentro de lo que cabe —respondió Nina—. Parece una niña pequeña asustada.

—¿Ha llorado?

—No —negó el ama de llaves—. Aunque se le nota algo angustiada—. La he dejado en la habitación para que se instale a su gusto.

—Bien… —dijo Jorge. Después hubo un pequeño silencio—. Por favor, Nina, cuídamela —volvió a repetirle.

Su voz salía con un notable deje de preocupación.

—Lo haré. No te preocupes. Por cierto, es preciosa —comentó Nina incapaz de reprimir su opinión—. No la dejes escapar —añadió como el que no quiere la cosa.

—Gracias, nana —concluyó Jorge.

Apartó el teléfono y observó el reflejo de la incombustible Madrid en el cristal del despacho. Sabía que estaba jugando con fuego y que se podía quemar. Sin embargo, estaba seguro de lo que iba a hacer y el modo en que lo estaba haciendo. Tenía que estar con Sofía, aunque fuera de aquella manera tan inusual. Desde que la había visto en la inauguración del Tartan Roof apenas una semana antes, no había dejado de pensar en ella ni un solo minuto.

Él mismo estaba desconcertado. Hacía muchos años que ninguna mujer había conseguido despertar su interés como lo había hecho en unas horas esa tímida chica de grandes ojos verdes, frondosa melena castaña y modales modestos. Incluso había tenido un par de erecciones esporádicas imaginándose lo que le haría.

La vio llegar a la terraza con su discreto y elegante vestido de corte griego y su sonrisa deslumbrante y no había podido dejar de mirarla. Realmente, tal y como había dicho Ernesto, parecía hipnotizado. Lo estaba, por ella.

Su timidez, su risa, su sonrisa, la manera de juguetear con un mechón de su sedoso pelo castaño y la mirada huidiza que trataba de esconderse de la suya cuando se encontraron, lo tenían confundido. ¿Cómo era posible que después de tantos años una chica a la que no conocía de nada hubiera llamado tanto su atención como lo había hecho Sofía?

—¿Todo bien? —le preguntó en inglés uno de los norcoreanos con los que estaba reunido.

Jorge dejó a un lado sus cavilaciones y volvió a inmiscuirse en la realidad.

—Sí, todo bien —dijo mientras afirmaba con la cabeza—. Discúlpenme. —Alzó los ojos y miró a los hombres que lo esperaban en la mesa—. Continuemos —indicó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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