CAPÍTULO 43
Clara se frotó los ojos con los dedos. Le escocían de no dormir. Miró la hora. Las manecillas anunciaban las seis de la tarde.
—Me imagino que estarás cansada —dijo Jorge educadamente.
—Todos estamos cansados —respondió Clara—. A ti también se te ve agotado.
Jorge hizo un amago de sonrisa.
—¿Por qué no vas a mi casa, te das una ducha y comes algo? —sugirió Jorge—. Le diré a mi chófer que te acerque.
—No…
—Has conducido durante muchas horas para venir a Madrid —cortó Jorge con suavidad—. No te vendrá mal darte una ducha, comer algo, descansar… —insistió tratando de convencerla.
—No quiero dejar sola a Sofía… —se excusó Clara.
—No está sola —señaló Jorge con ternura—. Yo estoy con ella. —Clara rodó los ojos hacia la sala donde se encontraba Sofía. Estaba estable, pero seguía al límite de una situación muy crítica—. Nosotros tenemos que estar bien para poder cuidarla —dijo Jorge, levantando las cejas en un gesto interrogativo.
—Está bien… —aceptó Clara después de unos segundos.
Jorge sacó el teléfono móvil del bolsillo del pantalón y llamó a su chófer.
—Walther…
—Dígame, señor.
—Ven a recoger a la madre de Sofía al hospital para que la lleves a casa, por favor.
—Sí, señor —respondió Walther obsequiosamente—. ¿Necesita algo más? ¿Que le lleve un café…? —propuso—. Puedo cogerlo en alguna de las cafeterías que me pillan de paso.
—Sí, por favor. Hay que reconocer que el de las máquinas no está tan bueno —comentó Jorge, agradeciendo el detalle de su chófer.
Walther llegó media hora más tarde con un par de cafés en las manos.
—Uno cortado para usted —dijo, tendiendo la mano a Jorge con uno de los vasos—. Y para la señora, como no conozco sus gustos, un descafeinado con leche. Espero haber acertado.
—Sí, perfecto. Muchas gracias —asintió Clara, cogiendo el suyo y dando un sorbo—. Está delicioso —apuntó. Walther asintió complacido.
—Acerca a Clara a casa para que se duche, coma algo y descanse —ordenó Jorge.
—Sí, señor. Señora —dijo Walther mirando a Clara, cediéndole al mismo tiempo el paso.
—Gracias. ¿Te importa si voy antes al coche a recoger mis cosas? —preguntó Clara—. Lo tengo aparcado en el parking del hospital.
—Para nada —respondió Walther con una sonrisa.
Jorge se acabó el café, tiró el vaso a la papelera y se acercó hasta el cristal. Durante unos minutos contempló a Sofía. Era tan cruel verla así. Tan doloroso… Hasta hace solo unas horas estaba llena de vida, de vitalidad, y ahora… la muerte la acechaba. Sacudió la cabeza enérgicamente, incrédulo. Entornó los ojos con una expresión ladina en ellos. Tenía que ajustarle las cuentas a alguien. Antes de que la policía cogiera a Carlos, él se encargaría de darle una pequeña lección.
Clara regresó al hospital en torno a las diez y media. Se había cambiado de ropa y había tratado de dormir, aunque los nervios y la incertidumbre no le habían dejado conciliar el sueño. Pero al menos pudo darse una ducha relajante.
—¿Qué tal? —preguntó Jorge.
—Muy bien —respondió Clara—. Walther y Nina me han tratado como una reina.
—Me alegro —dijo Jorge, sonriente—. Cualquier cosa que necesites… No tienes más que pedirla.
—Gracias —dijo Clara, agarrando las manos de Jorge y envolviéndolas con las suyas—. Muchas gracias por todo.
—No tienes nada que agradecerme. Solo pedir lo que necesites, lo que te haga falta —indicó Jorge. Clara asintió con el rostro lleno de gratitud. Era extraño, dadas las circunstancias, pero le dio gracias a Dios porque Sofía hubiera encontrado un hombre como él, como Jorge Montenegro—. Tengo que atender unos asuntos —añadió Jorge—. No me llevarán mucho tiempo. Volveré dentro de un rato.
—Tranquilo —dijo Clara.
Jorge salió de La Paz con las ideas muy claras. Hacía mucho tiempo que quería hacer lo que iba a hacer y había llegado el momento. Cogió el BMW gris del parking del hospital y se dirigió al número 15 de Gómez Arteche, en el barrio de Buenavista.
La calle estaba solitaria de no ser por un matrimonio de ancianos que paseaba tranquilamente por la acera agarrados del brazo. Jorge aparcó el coche frente al piso de Sofía y levantó los ojos. Las ventanas abiertas arrojaban una luz anaranjada. Como acertadamente había conjeturado, Carlos estaba allí. Era tan predecible.
Se bajó del coche y cruzó la calle mirando rápidamente a un lado y a otro. El portal estaba casualmente abierto. Llamó al ascensor y subió al tercero. No tenía ninguna prisa. Quería saborear cada instante, aunque la rabia le incendiaba las venas. El ascensor se detuvo y Jorge salió de él contrayendo las mandíbulas. Al otro lado de la puerta de la casa de Sofía se oían risas ahogadas. Negó con la cabeza en silencio mientras tocaba el timbre hasta casi fundirlo.
Carlos abrió la puerta con expresión hosca.
—¿Quién demonios…?
No terminó la frase, Jorge le agarró del cuello con la mano derecha y lo arrastró hasta la pared de enfrente.
—Ven aquí, hijo de puta —dijo, dándole un fuerte golpe contra el tabique. Carmen profirió un gritó, pero Jorge ni siquiera reparó en ella.
—¿Quién coño… ? —Carlos tenía una expresión entre confusión y miedo.
—Solo te voy a decir una cosa —dijo Jorge en tono amenazante, obligando a callar a Carlos—. Si le pasa algo a Sofía, date por muerto. Si ella muere. Tú mueres. —Carlos trató de librarse de las manos de Jorge, que volvió a golpearlo contra el tabique cuando advirtió sus intenciones—. Tu vida depende de la suya —continuó, apretándole la garganta. El rostro de Carlos comenzó a congestionarse—. Así que rézale a todos los dioses, a todas las vírgenes y a todos los santos de todas las religiones que existen en el mundo para que se salve. ¿Me has entendido? —Carlos no respondió, haciendo gala de una dignidad que nunca había tenido—. ¿Me has entendido? —repitió Jorge, empujándole de nuevo contra la pared. Carlos asintió con la cabeza varias veces.
Carmen se mantenía a un lado, contemplando la escena sin expresión. Era a su amante al que tenían acorralado, pero era de Jorge de quien no podía apartar los ojos. ¿Existían hombres así más allá de las portadas de las revistas de moda?, se preguntó.
Jorge aflojó los dedos y Carlos cogió una profunda bocanada de aire mientras se llevaba las manos al cuello, tosiendo.
—Ojalá se muera —masculló con los ojos llenos de desprecio y de furia—. La muy zorra quería dejarme… Dejarme —dijo subiendo el tono de voz—. ¡A mí!
Jorge se volvió hacia él y le pegó un puñetazo en la cara. La nariz crujió bajo sus nudillos. Carlos cayó contra la pared. Jorge lo cogió de la pechera y volvió a golpearlo.
—¡Eres un hijo de puta y un cobarde! —vociferó Jorge—. Pero yo te voy a enseñar… —El puño aterrizó en la boca de Carlos, rompiéndole varios dientes. Lo alzó casi en vilo y lo tiró al suelo estrepitosamente—. ¡Vamos! —le incitó Jorge, relamiendo el momento—. ¿A mí no me pegas? ¿Conmigo no te atreves? Solo te atreves con las mujeres, ¿verdad? Solo te atreves con Sofía…
Carlos se levantó, tambaleante y con la cara bañada en sangre tibia, y se abalanzó sobre Jorge, que le dio una patada en el estómago. Carlos se encogió sobre sí mismo y gritó entre dientes.
—Así es como os comportáis los de tu calaña, ¿no es cierto? —rugió Jorge—. Sois unos acomplejados; siempre demostrando vuestra fuerza y vuestra superioridad con los más débiles.
—¡Cabrón! —Carlos se lanzó de nuevo a Jorge. Pero él le esquivó sin ningún esfuerzo. Le cogió por la espalda y lo empujó contra la pared.
—Conmigo no eres tan valiente, ¿verdad? No eres tan machito, tan hombre…
Carlos intentó levantarse, pero no podía. Resopló, enfurecido. Se sentía dolorido y humillado. Jorge se inclinó sobre él y de un impulso lo levantó de la pechera.
—Te lo voy a decir por última vez —le dijo con el rostro a escasos centímetros del suyo—. Reza lo que sepas para que Sofía se salve, o-tú-estás-muerto —concluyó en un tono sobrecogedoramente tranquilo.
Lo soltó lentamente y se giró, dedicando una mirada mezcla de indiferencia y desprecio a Carmen, en cuya presencia no había reparado hasta ese momento. Carmen se quedó muda. Solo alcanzó a ver como la imponente figura de Jorge, impecablemente vestido, desaparecía detrás de la puerta.