CAPÍTULO 7

 

El jueves se convirtió en un día estresante en la perfumería. Finalmente habían llegado a primera hora de la mañana unos pedidos que estaban esperando desde hacía más de una semana, y había que coordinar los escaparates con los carteles y los productos de la nueva temporada.

Sofía se vio inmersa en una frenética actividad de albaranes y eaux de toilettes parisinas que le tuvo la cabeza alejada de lo que tendría lugar al día siguiente. Algo que agradeció infinitamente.

Llegó a casa agotada. Pero cuando la vorágine de la exaltada jornada laboral dejó paso a la tranquilidad, volvió a ser presa de la ansiedad que la visitaba desde que había aceptado la propuesta de pasar un fin de semana a solas con un desconocido.

Tras reflexionar unos minutos en el metro de camino a casa, llegó a la conclusión de que hablaría con Carlos.

—Sí —se respondió a sí misma frente al espejo del cuarto del baño con una ligera sonrisa en los labios—. Carlos lo entenderá.

Sintió la llave en la cerradura y, con una holgada camiseta de U2 que le llegaba hasta los muslos, salió del servicio para recibir a Carlos. Se ducharía después. Cuando lo vio entrar se acercó a él y le dio un efusivo beso en la boca.

—¿Cómo has tenido el día? —le preguntó cariñosa.

—Bien —dijo Carlos sucintamente, adelantándose unos pasos con su acostumbrada indiferencia

Sofía se frotó las manos, nerviosa, al tiempo que lo seguía. Carraspeó para aclararse la voz.

—¿Podemos hablar? —sondeó, tanteando el terreno y su estado de ánimo.

Carlos dejó caer las llaves sobre la mesa con un gesto desganado y se giró hacia ella.

—¿Sobre qué quieres que hablemos? —dijo con expresión suspicaz en el rostro.

Sofía tragó saliva. Se dio cuenta de que tenía la garganta seca como un trozo de corcho. Sabía que lo que le iba a decir no le iba a gustar en absoluto, pero tenía que sacar valor de donde fuera y hablar.

—No… No… —titubeó.

—No, ¿qué?

—No quiero pasar un fin de semana con un desconocido. No estoy preparada —anunció Sofía al fin.

Carlos demudó la expresión de la cara. Apretó los labios y de un par de zancadas llegó hasta donde estaba Sofía, que retrocedió un paso, intimidada.

—¿Qué diablos estás diciendo? —preguntó entre dientes.

—Carlos, no sé nada de él, no lo conozco, no puedo…

La bofetada que le dio calló de golpe sus palabras. Sofía se llevó la mano a la mejilla. Le ardía. Pero pese al dolor que le recorría de arriba abajo el rostro permaneció quieta en el sitio, aguantando el tipo estoicamente, sin derramar ni una sola lágrima.

—¿Qué no puedes? —exclamó Carlos con malas pulgas—. Solo tienes que abrirte de piernas. No creo que sea tan difícil.

—Pero Carlos…

—Y si es feo cierras los ojos.

—Pero… —intentaba hacerse escuchar Sofía.

—No pienses ni por un momento que voy a permitirte que te eches atrás —advirtió Carlos, agitando el dedo de un lado a otro. Los ojos se le iban a salir de las órbitas—. Mucho menos ahora, cuando solo faltan unas horas.

—Podemos pagar la deuda de otra forma —argumentó Sofía—. Trabajaré los fines de semana si es necesario…

Enfadado y sin mediar más palabras, la agarró del brazo con fuerza y la arrastró hasta el baño sin ningún tipo de contemplaciones.

—Me haces daño… —murmuró Sofía, que avanzaba descalza y a trompicones por el salón, tratando de no caerse. Pero Carlos estaba lejos de soltarla—. Carlos, me haces daño…

Carlos propinó una patada a la puerta del cuarto de baño para que se acabara de abrir y se introdujo en él con Sofía.

—Mañana vas a ir adonde quiera que te lleve ese hombre, te vas a abrir de piernas y vas a dejar que te folle todas las veces que desee. ¿Entendido?

—Carlos, por favor…

Sofía intentó zafarse de la presión que los dedos de Carlos ejercían en su brazo, pero no lo logró.

—Y pobre de ti si no eres complaciente con él. Pobre de ti si no queda satisfecho —le dijo al oído mientras la zarandeaba violentamente de un lado a otro—. Porque entonces vas a saber de lo que soy capaz. Te destrozaré tu bonita carita para que no puedas salir de casa nunca más. ¿Te ha quedado claro? Contesta.

Sofía mantuvo silencio.

—¿Te he preguntado si te ha quedado claro? —repitió Carlos con los ojos encendidos de furia.

—Sí —musitó Sofía en un hilo de voz. Creyó que en cualquier momento Carlos le rompería el brazo.

De un empujón la metió en la ducha y la soltó. Sofía tropezó y se golpeó en el costado derecho con la grifería. La inercia la hizo caer al suelo de rodillas. Carlos abrió completamente el grifo del agua fría. Instantes después Sofía estaba empapada, con la camiseta pegada a la piel y los abundantes mechones de pelo chorreándole agua por el rostro.

—Cállate y dúchate —concluyó Carlos. Se giró con un gesto de desprecio en los labios y salió del cuarto de baño.

Cuando su silueta se desvaneció tras la puerta, que cerró de un estrepitoso portazo, Sofía rompió a llorar con la aflicción de una niña pequeña. Se llevó las manos a la cara y lloró desconsoladamente durante un buen rato, ajena a los escalofríos que le producían los nervios y el agua helada que resbalaba por su cuerpo.

¿En qué desatinado momento había creído que Carlos la comprendería? ¿En qué desatinado momento? A él únicamente le importaba el dinero y la posibilidad de saldar su deuda, sin tener en cuenta lo que sintiera ella.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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