CAPÍTULO 38
Sofía contemplaba el ir y venir de los coches y los transeúntes embebida en sus pensamientos, inmersa en el silencio que forma la ausencia de palabras. Las luces de los comercios se deslizaban por los cristales tintados del BMW de Jorge, centelleando en su rostro de expresión abatida.
—¿Por qué no te vas el próximo fin de semana a ver a tu madre a Barcelona? —le preguntó Jorge cuando se detuvo en Joaquín Turina para dejarla.
—No puedo —respondió únicamente Sofía.
—¿Por qué? Te vendría bien tomarte unos días de descanso. Desconectar, relajarte. Estás sometida a mucha presión, Sofía.
Sofía se revolvió en el asiento, incómoda. Le encantaría ir a ver a su madre a Barcelona. Lo necesitaba. Necesitaba estar con ella, que le diera su cariño, que la aconsejara; recibir ese amor desinteresado de madre al que tan poco acceso tenía por la distancia que había entre las dos. De hecho, lo había pensado. Pero no podía. No tenía dinero para pagarse el billete. Carlos había sacado de la cuenta lo que tenía para pagar la última factura de la luz y del agua y se había visto obligada a sufragarlas con los pequeños ahorros que guardaba en una cajita en la estantería de su habitación.
—No puedo, de verdad —dijo de nuevo.
—¿Es por dinero? —quiso saber Jorge. Sofía desvió la mirada—. Si es por dinero, yo puedo dártelo. No hay problema.
—Jorge, no… —Sofía se interrumpió y apretó los labios. No quería que Jorge le prestase dinero y menos que se lo diera. Ya se sentía bastante mal respecto a ese tema.
—Deja de ser tan orgullosa —se adelantó Jorge, esbozando una sonrisa condescendiente—. Es solo dinero.
«Solo dinero», pensó Sofía. Negó con la cabeza ligeramente.
—Gracias, de verdad. Pero no es necesario —dijo.
—Sí, sí es necesario.
—No, no lo es.
—Sí, sí lo es.
—No, no lo es. —Sofía pensó en una excusa rápida—. Mi madre está fuera de Barcelona y no sabe cuándo regresará.
Jorge arqueó una ceja, circunspecto.
—Qué casualidad… —dijo.
—Sí, bueno… Ya sabes que las casualidades existen.
Sofía le besó en la clandestinidad que confería la noche y se bajó del coche. No quería seguir hablando de ese tema y Jorge era de lo más insistente cuando quería.
Jorge no creyó nada de lo que le decía Sofía. La conocía lo suficiente para saber que estaba mintiendo. Básicamente porque se le daba fatal. Pero se dejó engañar. Ya se las arreglaría él para que Sofía fuese a ver a su madre el próximo fin de semana.
La mañana estaba siendo caótica para Jorge, tratando de solucionar los problemas técnicos del proyecto de Adrián, empezando con el diseño del museo oceanográfico de Berlín y haciendo frente a las complicaciones cotidianas. Sin embargo, buscó un hueco para lo que tenía en mente.
—Estela.
—Dígame, señor…
—Búscame vuelos para Barcelona.
—¿Qué día?
—Para el viernes por la tarde el de ida y el de vuelta a Madrid para el domingo por la noche. Que sea en primera clase, por favor.
—Sí, señor.
—Emítelos a nombre de Sofía Silva.
—Sí, señor.
—Gracias. Ah, Estela… —dijo antes de colgar.
—¿Sí?
—Cuando tengas los billetes llama a Walther y dile que se pase por el despacho.
—Perfecto.
Colgó el teléfono y suspiró satisfecho.
—Vas a ir a Barcelona sí o sí, mi niña orgullosa —murmuró a media voz.
Estela entró en el despacho de Jorge. Era una chica de veintitrés años, morena de pelo liso y rostro pecoso que caminaba encorvada ligeramente hacia adelante y llevaba unas gafas de pasta negra.
—Los billetes, señor —dijo, extendiendo la mano y ofreciéndoselos a Jorge.
—Gracias, Estela —agradeció él cogiendo los billetes—. ¿Has avisado a Walther?
—Sí, está subiendo.
—Gracias.
Estela salió por la puerta en el mismo instante en que Walther entraba en el despacho de Jorge.
—¿Me ha mandado llamar, señor? —preguntó.
—Sí, Walther.
Jorge abrió uno de los cajones de su escritorio, cogió un sobre alargado y metió los billetes de avión en él. Seguidamente escribió unas palabras en una cuartilla, la dobló y la introdujo también en el sobre.
—Lleva este sobre a la dirección que te estoy apuntando aquí. Es la perfumería en la que trabaja Sofía —le aclaró—, y se lo das personalmente a ella, por favor.
—Sí, señor —asintió el chófer, alargando la mano—. ¿Alguna cosa más?
—No, Walther, gracias.
Sofía estaba despidiendo a un grupo de revoltosas adolescentes que habían ido a comprar una colonia a una amiga, cuando vio entrar a Walther en la tienda.
—¿Walther? —dijo con una nota de asombro en la voz.
—Señorita Sofía —saludó el chófer.
—¿Qué haces aquí? ¿Quieres que te asesore para comprar un perfume? —bromeó Sofía.
—Otro día, quizá —contestó Walther con un guiño y su habitual amabilidad—. He venido a traerle esto.
Alargó la mano y le tendió el sobre a Sofía, que frunció el ceño.
—Gracias —dijo.
Antes de darse la vuelta e irse, Walther le preguntó con cierta complicidad:
—¿Todo bien, señorita Sofía?
—Todo bien, Walther —respondió Sofía, dedicándole una sonrisa afable.
Sofía abrió el sobre y sacó los dos billetes de avión. Arqueó las cejas, sorprendida. A continuación extrajo la cuartilla que había escrito Jorge, la desplegó y la leyó:
No es dinero, así que no puedes negarte a aceptarlos. Además, le harías un feo a mi secretaria, que ha estado toda la mañana buscando un vuelo cómodo.
Jorge
Sofía volvió a mirar los billetes. Suspiró. No tenía palabras. ¿Por qué Jorge Montenegro siempre la dejaba sin palabras?