CAPÍTULO 1
El tiempo transcurría apático entre los restos de las velas que languidecían sobre la mesa y que, horas antes, habían teñido el salón de una atmósfera romántica y a ratos melancólica.
Sofía se había quedado inesperadamente dormida en el sofá, contemplando el movimiento oscilante de las llamas; viendo como la cena que había preparado con suma devoción durante la tarde de aquel viernes de finales de junio, se enfriaba indiferente a su entrega, mientras en el exterior de su pequeño piso, emplazado en el barrio de Buenavista, la cosmopolita Madrid trataba de conciliar el sueño.
Carlos llegó entrada la madrugada, con aspecto trasnochado y rostro de resentimiento. Tenía la camisa abierta hasta la mitad del pecho y la chaqueta de la mano. Había estado toda la noche bebiendo y fumando por los tugurios probablemente más innombrables de la capital. Esos semiantros sin ventilación a los que acudía clandestinamente y que se encargaban de definir a la perfección qué tipo de persona era y la clase de vida disoluta que llevaba.
Se detuvo en mitad del salón con su uno setenta y cinco de estatura y su aire estirado y, de pie, observó la figura yacente de Sofía. En sus ojos pardos y entrecerrados por el sopor del alcohol descansaba un desafecto casi indolente. No podía negar que era guapa y que tenía un cuerpo precioso. Solo había que escuchar los comentarios groseros y entintados de machismo de sus amigos, pero en él, Sofía no inspiraba ningún interés. Prefería la desfachatez y los generosísimos pechos de Carmen, su última amante, a la belleza discreta e insinuante de su novia. Sin embargo, era Sofía quien se encargaba de pagar el alquiler del piso y la mayor parte de las facturas. Si la dejaba, se vería en la calle. Se iría a vivir gustosamente con Carmen, pero no era más que una camarera de tres al cuarto cuyo escaso sueldo la obligaba a vivir todavía al amparo de sus padres.
Negó con la cabeza, impasible, se acercó a la mesa, apagó de un soplido lo que quedaba de las velas y se dirigió despreocupadamente a la habitación, sin prestarle mayor atención a Sofía.
Los tibios primeros rayos del alba asaltaron el salón con timidez. Sofía se revolvió ligeramente en el estrecho sofá. El frío del amanecer la hizo abrir los ojos. La mirada irradió un brillo verde claro que posó en la mesa. Todo estaba intacto, tal y como lo había dejado horas antes; incólume como un juego de piezas de porcelana china. Se incorporó dolorida por la incómoda posición en la que se había quedado dormida y miró a los lados.
La puerta del dormitorio estaba cerrada. Supo entonces que Carlos había llegado y respiró aliviada, pese a que aquella noche, como otras tantas, no habían compartido el calor de la cama. Pero siempre que él regresaba, aunque fuera a horas intempestivas o rayando la aurora, Sofía respiraba aliviada.
El amor reverente que sentía por Carlos era enfermizo y tóxico, adictivo como una droga dura. El que fuera su amor platónico y chico más popular del instituto hacía algo menos de una década, se conjugaba como veneno y antídoto, como muerte y salvación de un modo tan preciso como aterrador. Con el paso de los años, Carlos había moldeado a Sofía a su antojo, y lo había hecho ruidosamente a base de insultos y palizas, y ella acababa justificando con excusas absurdas cada exabrupto, cada bofetada, cada empujón y cada patada que él le propinaba debido a una deficiente autoestima que Carlos, por supuesto, se había encargado personalmente de anular por completo. Sofía no miraba si no era a través de sus ojos, no escuchaba si no era a través de sus oídos y no hablaba si no era a través de su boca.
Respiró hondo, se levantó del sofá y recogió en silencio la mesa.
«Quizá le guste que le lleve el desayuno a la cama —pensó para sí mientras terminaba de fregar los platos—. A todo el mundo le gusta que le despierten con un beso y el desayuno listo». Sonrió.
Puso la sartén en el fuego y preparó unas tortitas.
—A Carlos le encantan las tortitas —dijo en voz baja, echando la masa en el aceite.
Estaba vertiendo la leche en la taza cuando la puerta de la habitación se abrió.
—Buenos días —dijo Sofía, risueña.
—Buenos días —respondió Carlos en tono malhumorado.
Sofía esperó un beso, una caricia, una mirada tierna, un gesto cómplice, o algo que implicara un poco de atención, pero nada de eso llegó.
—Te he preparado el desayuno —comentó, ofreciéndole una sonrisa amable.
—Tengo prisa —afirmó Carlos.
—¿No vas a tomarte ni siquiera el café? Está recién hecho —lo animó.
Carlos alzó los ojos y contempló a Sofía unos instantes, inexpresivo. Cogió la taza y dio un sorbo.
—Ayer te esperé para cenar —dijo Sofía.
—No tenías por qué hacerlo —refutó Carlos, indiferente—. Te tengo dicho que no me esperes, que no sé a qué hora llegaré.
—Lo sé. Lo sé… Pero pensé que quizá te gustaría que cenáramos juntos —se justificó Sofía con voz suave.
—No pienses por mí —soltó Carlos tajante.
—Lo siento. Pensé que sería buena idea…
—Pensaste, pensaste, pensaste —cortó hoscamente Carlos—. No pienses tanto y limítate a hacer lo que se te dice. ¿Está claro?
Sofía asintió sumisamente con la cabeza. No quería enfadarlo. Por nada del mundo deseaba empezar el fin de semana con un ojo morado. Carlos dejó la taza sobre la barra americana que separaba la cocina del salón y de mala gana enfiló los pasos hacia el cuarto del baño. Necesitaba ducharse para quitarse de encima la resaca que le producía el amago de whisky que podía permitirse pagar. Al llegar a la puerta, en el umbral, antes de internarse en el servicio, se giró.
—Esta noche inauguran la terraza del Tartan Roof, en la azotea del Círculo de Bellas Artes —dijo—. Elena y Oliver quieren que los acompañemos en este día tan especial para ellos. Por supuesto les he dicho que cuenten con nosotros, que allí estaremos. Estate preparada a las nueve.
Seguidamente se internó en el baño. No esperó que Sofía diera su aprobación. No hacía falta; irían a la inauguración del Tartan Roof, la terraza que Elena y Oliver iban a abrir en la calle Alcalá, con o sin su consentimiento.