CAPÍTULO 16

 

 

Sofía abrió los ojos a la luz que entraba por la enorme cristalera y que inundaba la habitación. Su rostro descansaba sobre el torso desnudo y definido de Jorge, que la rodeaba protectoramente con los brazos. Se sentía extrañamente pletórica. No tenía ni idea de qué hora era, pero tampoco le importaba demasiado. En esos momentos solo quería quedarse así; inmersa en esa sensación de protección que le daba el abrazo de Jorge. ¿Hace cuánto que Carlos no la abrazaba de ese modo?

Cerró los ojos e hizo un repaso mental de todo lo que había sucedido desde que había puesto un pie en la habitación del señor Montenegro. El enigmático señor Montenegro… Con su nombre en el borde de los labios cayó en un profundo sueño.

Cuando se despertó de nuevo, el lado de la cama de Jorge estaba vacío. Miró a derecha e izquierda. El agua de la ducha sonaba en el extremo de la habitación. Se estaba duchando.

—¿Estás bien? —preguntó Jorge en voz baja.

Había salido del cuarto del baño con una toalla ajustada a la cintura y con pasos aristocráticos se había acercado hasta Sofía. Tenía el pelo alborotado y olía al frescor del aroma del gel.

—Sí —respondió ella, incorporándose en la cama. Jorge se sentó a su lado.

—¿De verdad? —insistió Jorge. Estiró la mano y le levantó la barbilla con los dedos.

—Sí —afirmó otra vez Sofía, meneando enérgicamente la cabeza.

Jorge pareció aliviado. La expresión de su rostro se distendió.

«¿Cómo puede ser tan atractivo?», se preguntó Sofía en silencio.

—Sé que esta situación no es fácil para ti —empezó a decir Jorge—. Walther me dijo que lloraste cuando te traía para casa.

—No pude evitarlo —contestó Sofía con sinceridad mirándose las manos—. Estaba muy agobiada.

—Lo entiendo —dijo Jorge, sintiéndose algo culpable. Hizo una pausa—. El hematoma de tu costado… ¿Te pego por mí?

Sofía alzó el rostro. Los ojos de Jorge estaban clavados en ella, a la espera de una contestación. Pero no hizo falta que Sofía hablara. Su mirada le dio la respuesta sin necesidad de palabras.

—Lo siento —se disculpó Jorge.

—No fue tu culpa —dijo Sofía con suavidad, tratando de que Jorge no se sintiera mal—. Siempre hay un motivo…

—Ningún motivo justifica el maltrato —interrumpió Jorge.

Sofía respiró hondo.

—Me eché para atrás en el último momento y le pedí que no me obligara a pasar un fin de semana con un desconocido —explicó finalmente Sofía—. No me vi capaz… No te conocía, no sabía nada de ti; no sabía quién eras, ni si eras joven o viejo… Tuve miedo. Mucho. —Jorge le pasó la mano por la mejilla, consolando su dolor—. Le dije a Carlos que ya conseguiríamos el dinero de otra forma, que yo podría ponerme a trabajar los fines de semana, pero no le gustó la idea. Se enfureció. Me agarró del brazo, me llevó a rastras al cuarto de baño y me empujó contra la ducha. —Jorge se estremeció con el escalofriante relato que le estaba narrando Sofía—. Cuando me soltó, perdí el equilibrio, me caí y me golpee con el grifo…

—¿Desde cuándo te pega? —preguntó Jorge directamente. La sangre llevaba un buen rato hirviéndole en las venas.

—No quiero hablar de ello… —dijo Sofía, titubeante. Pero la mirada inmutable de Jorge la obligó extrañamente a responder—. No recuerdo un tiempo en el que no me haya pegado —contestó al fin.

—¿Cuánto lleváis juntos?

—Siete años.

Jorge movió la cabeza de lado a lado, lamentándose. Siete años de golpes, insultos y vejaciones. Siete años de humillaciones, de dolor, de infelicidad…

—¿Cómo puede pegarte? —preguntó. Aunque más bien era un pensamiento en alto—. Lo que debería hacer es cuidarte, protegerte, amarte y hacerte el amor todos los días…

Los ojos de Sofía se llenaron de lágrimas. Aquellas palabras sonaban muy bien, pero eran demasiado utópicas para la realidad que ella vivía.

 

 

 

—¿Qué te parece si bajamos a comer? —preguntó Jorge mirando el reloj—. Son las cuatro y media de la tarde.

—Perfecto —respondió Sofía, a quien el tiempo se le estaba pasando volando—. Tengo que ir a la otra habitación a por algo de ropa. Aquí solo está el picardías, y no creo que a Nina le haga mucha gracia verme con él.

Jorge rio, dejando ver su impoluta dentadura.

—No tienes que preocuparte por Nina, le he dado el fin de semana libre —comentó. Enfiló los pasos hacia su armario de diseño, abrió la puerta y sacó una camisa negra del centenar que tenía de ese color. Se la tendió a Sofía—. Toma, póntela. 

—¿No crees que me va a quedar un poco grande? —bromeó ella.

—Sí, pero así tardo menos en quitártela —aseveró Jorge con una sonrisa maliciosa en la comisura de los labios—. A veces me entran prisas… Soy muy impaciente.

Sofía se sonrojó violentamente. No acababa de acostumbrarse al divertido descaro de Jorge.

—¿Siempre vistes de negro? —curioseó según se abrochaba los botones de la camisa.

—Casi siempre —contestó Jorge, escueto.

—¿Por alguna razón en particular?

—Es una historia muy larga.

El tono de voz de Jorge había cambiado. Sonaba serio, incluso triste. Sofía decidió no ahondar más. No lo creyó oportuno.

 

 

 

—Tienes un culo precioso —afirmó Jorge cuando bajaban las escaleras.

Sofía, que iba delante, se sonrojó ligeramente. Pero aun todo se giró y le dio las gracias, como si fuera una niña pequeña que acabara de hacer una trastada. Jorge se le palmeó.

—Y encima está durito…

—Ya vale… —dijo Sofía, divertida.

El rubor le encendió las mejillas. Jorge rio a carcajadas.

—Después me encargaré de él —anunció con ironía—. Ahora tenemos que coger fuerzas.

Entraron en la sofisticada cocina de diseño entre risas cómplices.

—Siéntate —indicó Jorge mientras abría el frigorífico—. Seguro que Nina nos ha dejado algo de comida preparada. ¡Equiliquá! —exclamó, sacando una fuente con ensaladilla rusa—. ¿Te gusta la ensaladilla rusa? —le preguntó—. Si no te gusta, te puedo hacer otra cosa.

—No, tranquilo. Me gusta la ensaladilla rusa. ¿Dónde tienes los platos?

—En el armario que hay al lado de la televisión, el de la izquierda.

Sofía extrajo dos platos y dos vasos y los colocó sobre los manteles individuales azules que había puesto Jorge encima de la estilosa mesa blanca de la cocina.

—Tienes una casa preciosa —apuntó Sofía—. La cocina es tan grande como mi piso.

Jorge sonrió.

—Gracias. La diseñé yo mismo.

—¿Sí?

—Sí. Soy arquitecto —aclaró.

Sofía se paró a pensar unos instantes. De pronto cayó en la cuenta. Jorge Montenegro… Claro, el arquitecto. No estaba muy metida en ese círculo, pero sabía que era uno de los arquitectos más prestigiosos del país. Ráfagas de información empezaron a colapsarse en su cabeza.

—También me encargué del diseño del Tartan Roof —añadió Jorge, llevándose el tenedor a la boca.

—La terraza de Elena y Oliver… —musitó Sofía.

—Sí. Conocí a Oliver en el instituto. Somos amigos desde entonces. Me lo pidió como favor y no pude negarme —explicó—. Fue allí donde te vi por primera vez, el día que la inauguraron, con tu vestido griego verde claro y tu sonrisa tímida.

Sofía alzó los ojos y miró a Jorge, confundida. Él era el hombre con el que había cruzado la mirada. El que la observaba de manera insistente desde el fondo.

—Vaya… —dijo sorprendida y al mismo tiempo halagada.

Nunca se hubiera imaginado que aquella noche había causado tanto impacto en Jorge Montenegro, el arquitecto más importante de España.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —tanteó Sofía.

—Por supuesto —dijo Jorge—. ¿Qué quieres saber?

Sofía tragó saliva y reunió el valor suficiente para plantear la cuestión.

—¿Siempre pagas por… por estar con mujeres?

La pregunta sonó extraña en su voz, pero quizá Jorge Montenegro era uno de esos hombres a los que les excitaba pagar por tener sexo. Quizá le gustaban las prostitutas de lujo, aunque no tuviera necesidad de contratar ese tipo de servicios; sentir el poder que da el dinero… No sabía qué pensar.

—No. —La respuesta de Jorge fue contundente—. De hecho, hace mucho tiempo que no estaba con nadie —se sinceró.

Sofía frunció el ceño. Sin entender por qué, se sintió aliviada al escuchar la respuesta de Jorge. De todas formas, ¿qué importaba? Después de aquel fin de semana no iba a volver a verlo. Pero, ¿cómo alguien como él, en el siglo XXI, iba a estar solo? Sofía estaba convencida de que las mujeres se tirarían a sus pies.

—Entonces, ¿por qué razón… —Sofía buscó palabras que suavizaran la pregunta, pero no las encontró—… pagaste para estar conmigo?

—No lo sé… —La respuesta de Jorge la dejó perpleja por momentos—. Hace cinco años, la que era mi novia de toda la vida se mató en un accidente de coche. —Sofía arqueó las cejas, sorprendida por aquella revelación del todo inesperada—. El coche lo conducía yo…

—Cuéntamelo solo si quieres —le dijo. No pretendía que se sintiera incómodo.

Jorge sonrió levemente y continuó. Su voz había adquirido una nota melancólica.

—Nos dimos contra un coche que venía de frente. Estaba adelantando a un camión en una carretera secundaria. No nos había visto, o pensó que le daba tiempo… No sé. —Movió la cabeza haciendo una mueca de disgusto con los labios—. Yo no pude esquivarlo y nos empotró.

—Pero tú no tuviste la culpa —apuntó Sofía, que advertía en las palabras de Jorge un viso de culpabilidad.

—Es cierto, no tuve la culpa. Pero conducía yo, y Paula murió, y yo quedé vivo…

—Entiendo que puedas sentirte mal. Pero un accidente no deja de ser un accidente.

Sofía trató de animarlo de alguna manera. Había enterrada tanta pena en su alma.

—Desde aquel día visto de negro y, desde aquel día —enfatizó Jorge—, ninguna mujer había captado mi interés, hasta que te vi a ti en la terraza del Tartan Roof. No sé qué fue exactamente lo que me hizo tomar la decisión de… comprarte, pagar para estar contigo, llámalo como quieras. Quizá fue tu sonrisa, tu timidez, tu cuerpo menudo, tus ojos verdes, o el dolor que vi detrás de ellos… —La miró fijamente con una intensidad que Sofía hizo que se desmoronara por dentro—. El caso es que Ernesto, mi mejor amigo, sabía algunos datos tuyos y se me ocurrió hablar con… tu novio. —Le costaba pronunciar ese término. Le perturbaba.

—No sé qué decir —expresó Sofía en voz baja.

—Entonces, no digas nada —dijo Jorge, acercando su rostro al de Sofía con expresión cautivadora—. Solo déjame besarte…

Donde vuelan las mariposas
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