CAPÍTULO 36
—¡Mamá, ya estamos aquí! —anunció Jorge.
Sofía esperaba a su lado en mitad de un enorme y sofisticado salón de techos altísimos y elegantes muebles de diseño de color crema, con la mano cogida a él, que no la había soltado ni un solo momento. Sabía que aquel contacto le daría seguridad.
—Bienvenidos —dijo una guapa mujer de unos cincuenta y siete años; sofisticada y elegante como una dama de alta cuna, con una melena castaña clara cortada perfectamente a estilo garçon y un aire jovial envidiable. Iba vestida con un pantalón de lino blanco y una blusa amplia con un colorido estampado étnico. Se acercó apresuradamente y dio un afectuoso beso a Jorge. Seguidamente deslizó la mirada hasta Sofía—. Tú eres Sofía, ¿verdad? —preguntó, enarcando una ceja en un gesto de complicidad con ella.
—Sí.
—Yo soy Blanca, la madre de Jorge.
La señora Montenegro le dio dos besos al tiempo que la abrazaba.
—Encantada —dijo Sofía, que intentaba por todos los medios posibles no parecer nerviosa—. Gracias por la invitación.
—Es un placer. —Blanca sonrió con expresión cálida, dando confianza a Sofía—. ¿Te gustan los capuchinos y las pastas de té? —Su tono de voz era modulado y afable.
—Sí. —Sofía le devolvió la sonrisa.
—Perfecto. Enseguida os sirvo. Sentaos.
—Mi madre hace unas pastas de té que están para chuparse los dedos —intervino Jorge, sentándose en uno de los sofás marrones de los tres que poseía el salón.
—¿Qué vas a decir tú que eres mi hijo? —bromeó Blanca mientras se dirigía a la cocina.
Un par de minutos después apareció con una bandeja de madera negra en la que había tres tazas rebosantes de espuma, un azucarero y un plato atestado de pastas de té con una pinta estupenda.
—¿La ayudo? —preguntó Sofía, ofreciéndose a repartir las tazas.
—No, no es necesario. Gracias. Por cierto, nada de llamarme de usted. No me eches más años de los que ya tengo —comentó Blanca, guiñándole un ojo.
—Está bien —dijo Sofía—. Como quieras.
Blanca se sentó en el sofá que había al lado.
—Me ha dicho Jorge que trabajas en una perfumería.
—Sí —confirmó Sofía.
Durante un instante se le pasó por la cabeza que quizá la madre de Jorge pensara que ser dependienta de una perfumería era un trabajo demasiado humilde para una familia como la suya. Pero después de un largo rato de conversación se dio cuenta de que eran prejuicios que ella se imaginaba y que realmente no existían. Blanca era una mujer franca, sencilla y extrovertida que la miraba con ojos brillantes y afectuosos, como si quisiera ganarse el corazón del tesoro más preciado de su hijo mayor.
—¿Y papá dónde está? —preguntó Jorge.
—Ha ido a pescar con Fermín. Llevaban semanas planeándolo. Ya lo conoces… ¿Os quedáis a cenar? —preguntó Blanca.
—No, nos vamos ya —dijo Jorge—. Sofía y yo tenemos que hacer algunas cosillas.
Sofía se sonrojó ligeramente al pensar qué cosillas eran esas que tenían que hacer.
—Lo entiendo. No os preocupéis —concedió Blanca de buen grado—. Pero prometedme que vendréis un día a cenar. A tu padre le encantará conocer a Sofía.
—Cuenta con ello, mamá.
—Espero volver a verte muy pronto —dijo Blanca, envolviendo cariñosamente las manos de Sofía con las suyas. Sofía asintió complacida—. Ha sido un placer conocerte.
—Igualmente —correspondió Sofía, que realmente había quedado encantada.
—Nos vemos, mamá —se despidió Jorge, dándole un beso en la mejilla.
El sol había comenzado a menguar, emitiendo una luz opaca, y las nubes reflejaban los vivos colores con los que se presentaba el crepúsculo. Unas vaporosas pinceladas rosas, naranjas y rojas que dotaban al cielo de una hermosura inconmensurable.
—¿Dónde vamos? —preguntó Sofía a Jorge mientras se dirigían a la moto.
—A mí casa —contestó Jorge contundentemente—. Tengo que ocuparme de cierto asunto —añadió, pasándole el casco a Sofía y dedicándole una intensa mirada.
Sofía tragó saliva, estremecida. Aquella forma que tenía Jorge de mirarla le cortaba la respiración casi por completo, y la excitaba, más de lo que ya estaba.
Dejaron atrás el lujoso chalet de los señores Montenegro, salieron de Las Rozas y se incorporaron de nuevo a la A-6 dirección Guadarrama. En veinte minutos estaban entrando en el garaje de Jorge, que cogió los cascos de ambos en cuanto cruzaron el umbral y los apoyó en la alacena. Tenía prisa.
A Sofía apenas le dio tiempo a ver que era un espacio pintado de negro y que las líneas que delimitaban la decena de plazas de aparcamiento eran de un azul eléctrico hipnótico. Sin previo aviso Jorge tomó su cara y la besó apasionadamente, invadiendo su boca de miel con su lengua. Estaban hambrientos, necesitados el uno del otro.
—Llevo más de una semana sin tocarte —murmuró Jorge a modo de queja.
—Jorge… —musitó Sofía entre pequeños suspiros de placer.
—Sofía… Mi Sofía… —siseó Jorge en una exhalación.
Cerró la puerta del garaje con el mando a distancia y fue arrastrando a Sofía dentro de él. Era tan ligera, tan grácil… tan suya. Sonrió para sus adentros al tiempo que le pasaba los dientes por el labio inferior. Sofía gimió en su boca.
—Vamos a solucionar ese… pequeño problema que tenías —dijo juguetón, repasando con la mirada las líneas suaves y perfectas del rostro de Sofía. Los ojos negros le brillaban, más oscuros que nunca.
—¿Aquí? ¿En el garaje? —Jorge esbozó una sonrisa ladina. Sofía cayó en la cuenta—. ¿En la moto?
Sofía se ruborizó solo pensarlo. Deseaba a Jorge desesperadamente, con unas ansias que le quemaban por dentro. Deseaba sentirlo en sus entrañas, poseyéndola con aquella maestría con que solo él sabía hacerlo. El lugar era lo de menos, o lo de más, dado el caso. Alzó los brazos y le quitó la cazadora de cuero. Le levantó la camiseta, dejando al descubierto su torso perfectamente cincelado, tiró de ella para atraerlo hacia su cuerpo y se lanzó a su boca.
Jorge cogió los tirantes del vestido y los deslizó suavemente por los hombros de Sofía. Se inclinó y fue encadenando besos y pequeños mordiscos desde uno hasta otro. Resultaba tan embriagador, tan excitante…
—Date la vuelta —le indicó.
Sofía se giró y Jorge tiró del vestido para que cayera al suelo. Su cuerpo menudo y delicado quedó al desnudo. Jorge se quitó rápidamente la camiseta y se pegó a ella para que sintiera su calor. Le sujetó la cintura con una mano mientras la otra se desplazaba a la cara interna de sus muslos. Sofía cerró los ojos y suspiró.
Jorge introdujo lentamente los dedos por su braguita y jugueteó con los labios de su vagina haciendo círculos con las yemas. Sofía jadeó y reclinó la cabeza en su torso. Jorge esbozó una ligera sonrisa de triunfo mientras le quitaba el sujetador. Le gustaba que el cuerpo de su niña se rindiera a él. Que respondiera tan sublimemente a su deseo. Que fuera tan desinhibida, tan fogosa, tan loca como él.
La mano de la cintura subió hasta el pecho, lo envolvió con ella y apretó el pezón con el índice y el pulgar. Sofía se encogió de placer.
—¿Bien? —preguntó Jorge en su oído con voz morbosa, masajeando el seno al mismo tiempo.
—Muy bien —dijo Sofía, dejándose arrastrar por el placer.
Jorge le mordisqueó el lóbulo de la oreja después de lamérsele. Sofía lanzó un suspiro al aire. Le dio la vuelta y la cogió a horcajadas.
—No sabes cómo me gusta verte así… Cómo me pone —afirmó Jorge.
Sofía sonrió, cómplice, poderosa, se inclinó y lo besó apasionadamente sin decir nada, hundiendo las manos en su pelo alborotado negro. Los hechos siempre eran más demostrativos que las palabras, pensó mientras recorría con la lengua su boca de labios simétricos.
Jorge la tumbó sobre la moto, con cuidado para que no se cayera, le quitó las braguitas, le levantó las piernas y las colocó sensualmente encima de sus hombros.
—¿Qué quieres? —preguntó a Sofía con voz ronca.
—Que me folles —respondió ella sin ningún tipo de pudor. Estaba con Jorge Montenegro. Su Jorge Montenegro. Él sonrió con una mezcla de dulzura y picardía. Alargó los brazos, metió las manos por debajo de las caderas de Sofía y de un fuerte envite la penetró. Sofía soltó el aire de golpe y gimió. Jorge salió y volvió a entrar en ella con una expresión morbosa en el rostro al tiempo que la estimulaba el clítoris con los dedos.
Sofía no dejaba de mirarlo. No podía. La intensidad de los ojos negros de Jorge y el ardor y la lujuria con que la observaban jadear de placer la subyugaban hasta casi perder la razón.
—Sigue… —le animó, cautivada por el movimiento constante de sus caderas—. Sigue… por favor…
Aquellas palabras encendieron más aún a Jorge, que aceleró el ritmo de sus embestidas. Las pulsaciones de Sofía tañían atropelladamente por todo su cuerpo, empezando a estremecerse y a contraerse de arriba abajo hasta desembocar en un fuerte orgasmo que la hizo arquearse y gritar aferrada, con los ojos cerrados, al cuero del asiento. Cuando los abrió, aturdida, Jorge la miraba atentamente mientras seguía con sus acometidas.
Se inclinó sobre ella y agarró el manillar para hacer más fuerza.
Las penetraciones se hicieron más profundas por la posición que habían adquirido, más íntimas. Los rostros de ambos estaban a escasos centímetros, intercambiando alientos, jadeos y placer. La expresión de Jorge se contrajo. Un instante después se liberó en el interior de Sofía con un alarido agónico que ella trató de sofocar con un beso. Jorge sonrió, extenuado, y paseando su boca sobre la de Sofía, le susurró:
—¿Solucionado tu problema?
—De momento, sí —respondió Sofía en tono travieso.