CAPÍTULO 49

 

 

Sofía estuvo callada toda la tarde. Apenas comió nada de lo que le trajeron y lo único que le apetecía era estar en la cama. Pidió que la dejaran sola. No quería ver a nadie, ni siquiera a Jorge.

Abrió los ojos al sentir el pestillo de la puerta. Se quedó lívida cuando reconoció la figura de Carlos apostada al otro lado de la habitación. Inmóvil y por momentos amenazante, como un ángel del infierno, sin expresión alguna en el rostro. Estaba visiblemente desaliñado y desprendía un repugnante olor mezcla de alcohol y colonia. Una punzada de miedo se abrió camino en su cuerpo como un cuchillo.

—No puedes estar aquí —alcanzó a decir, titubeante, mientras se incorporaba despacio en la cama.

—¿Por qué? —preguntó Carlos, ladeando la cabeza—. ¿No puedo venir a ver cómo se encuentra mi novia?

—Yo ya no soy tu novia —dijo Sofía en voz baja.

Carlos se adelantó un paso. El olor a alcohol y a colonia se intensificó.

—Es cierto —dijo, como si acabara de caer en la cuenta de ello—. Ahora recuerdo que me dejaste. —Sofía tragó saliva. Carlos nunca la perdonaría. Que lo hubiera dejado era una ofensa—. ¿Me dejaste por ese nuevo novio con aire de modelo que te has echado? —preguntó, permitiéndose ironizar.

—Él no tiene nada que ver…

—El muy cabrón me partió la cara —comentó Carlos acariciándose la mandíbula, sin prestar atención a Sofía—. Pero la próxima vez no va a tener tanta suerte.

—Carlos, no puedes estar aquí. Vete, por favor —le pidió Sofía, intentando disimular  el miedo y los nervios.

La mirada parda de Carlos se oscureció y los labios se tensaron en una línea fina.

—Antes te gustaba que te tocara, que te besara, que te follara… —dijo con una sonrisa lasciva en la boca—. ¿Ahora prefieres que te folle ese modelito con pasta?

—Carlos, por favor… —pidió Sofía.

—¿O no puede follarte ahora que estás… inválida?

—Vete, o llamaré a las enfermeras. —Sofía se revolvió en la cama.

Carlos rió satíricamente.

—Mi dulce y pobre Sofía… —Carlos se acercó un par de pasos más—. ¿No te has parado a pensar por qué está contigo? —le preguntó—. ¿No creerás que es porque te quiere? —Movió la cabeza y chasqueó la lengua—. Eso sería muy ingenuo por tu parte… Muy romántico, como las historias de esas noveluchas que lees.

—Vete —volvió a decir Sofía con los ojos atestados de lágrimas. Las palabras de Carlos se le estaban clavando en lo más profundo del alma.

—Vamos, Sofía… ¿Te has mirado bien? Das pena —afirmó con acritud—. ¿Qué otra cosa puedes inspirar a los que te rodean? ¿Qué otra cosa vas a inspirar en tu nuevo novio?  Pena, compasión, lástima… —enumeró.

—Cállate, por favor… —le pidió Sofía mientras las lágrimas rodaban silenciosamente por sus mejillas.

—Sabes que lo que estoy diciendo es cierto, ¿verdad? Por eso lloras. Porque sabes que es verdad. Ese modelito con pasta no te quiere. ¿Cómo podría querer a una inválida, con todas las mujeres que tendrá pululando a su alrededor?

—Carlos, por favor…

Sofía rompió a llorar estrepitosamente.  Carlos, lejos de compadecerse de ella, siguió hurgando en la herida.

—Si antes no valías para nada, si antes ya eras una completa inútil… Imagínate ahora…

—¡Cállate! —exclamó Sofía, que había comenzado a moverse intranquilamente en la cama—. ¡Cállate, por favor! —sollozó.

—No vas a ser más que un estorbo, un bulto… —dijo Carlos con saña.

—¡Enfermeras! —gritó Sofía, presa de un ataque de ansiedad. Quería bajarse de la cama y salir corriendo de allí, escapar, pero no podía—. ¡Enfermeras!

Trató de incorporarse para tocar el botón de auxilio pero perdió el equilibrio y se cayó al suelo, llevándose consigo las sábanas.

—¡Inválida! ¡Inválida! ¡Inválida! —vociferó Carlos en tono divertido.

—¡Enfermeras! —Sofía se arrastró por el suelo, sollozante, intentando apartarse de Carlos para no seguir escuchando su hiriente río de palabras, que eran como dardos envenenados en su alma.

Carlos salió de la habitación justo cuando dos enfermeras entraban al reclamo vociferante de Sofía. Empujó a una de ellas con el brazo y la tiró contra la puerta.

—¿Quién es usted? —preguntó, pero Carlos ya huía por el pasillo como alma que llevara el diablo.

—¿Estás bien? —se interesó la otra enfermera acercándose a Sofía con una expresión mezcla de espanto y preocupación.

—Que se calle… Por favor, que se calle… —repetía Sofía una y otra vez, llevándose las manos a los oídos—. Que se calle…

—Marga, ayúdame a levantarla.

La enfermera que había empujado Carlos, una mujer de mediana edad bajita y oronda, corrió hacia Sofía y su compañera, que le sujetaba la cabeza en el regazo, y entre las dos la tumbaron de nuevo en la cama. Sofía lloraba como una niña pequeña, repitiendo incesantemente que Carlos se callara.

—Trae un tranquilizante —dijo la enfermera que la había socorrido en primer lugar—. Está teniendo un ataque de ansiedad.

Marga asintió y sin dilación obedeció.

—Cálmate, preciosa —susurró la enfermera, pasándole la mano suavemente por la cabeza—. Ya no está aquí. Ya se ha ido. Cálmate.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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