CAPÍTULO 33

 

 

Jorge iba de reunión en reunión, de encuentro en encuentro. Los días en Alemania eran jornadas prácticamente interminables. La idea que tenía en mente el Ministerio de Cultura para el museo oceanográfico le resultó sumamente atractiva y no le costó mucho decidirse a participar en aquel ambicioso proyecto que pretendía abarcar 150.000 metros cuadrados y 57 millones de litros de agua y que se encargaría de representar los ecosistemas marinos más importantes del planeta y sus correspondientes ambientes acuáticos.

Tortugas, morsas, delfines, focas, medusas, leones marinos, tiburones, ballenas y pingüinos eran algunos de los ejemplares de las más de 550 especies que pretendía albergar.

Les presentó un primer boceto allí mismo. Un esbozo rápido y apresurado con los patrones principales, que desarrollaría después con tiempo y calma cuando llegara a Madrid. Mientras en la capital, Sofía seguía con su rutina, tratando, a ratos, de arrancarle versos y rimas a las perezosas musas.

El jueves para Sofía llegó echando de menos a Jorge. Más incluso de lo que ella hubiera esperado y de lo que le gustaría. Jorge la tenía presente cada instante, pero decidió que lo mejor era darle un tiempo para que lo echara de menos, para que aclarara sus ideas y sentimientos con respecto a él, a Carlos y a lo que había surgido inesperadamente entre ellos. Paciencia… le había aconsejado Nina.

—¿Estas lista? —le preguntó Eva a Sofía, sacando la cabeza por la ventanilla de su Mini rojo.

—¡Lista! —exclamó Sofía, que la esperaba en la puerta de la perfumería con el block de notas en la mano.

Rodeó el coche, abrió la puerta y se sentó en el asiento del copiloto.

—¿Qué tal han estado las musas esta semana? —curioseó Eva mientras se ponían en marcha.

—Un poco holgazanas —afirmó Sofía abrochándose el cinturón de seguridad—. Me ha costado arrancarlas los versos… ¿Y las tuyas?

Eva frunció los labios en su cara redonda como una hogaza de pan.

—Tan holgazanas como las tuyas —dijo torciendo aparatosamente la boca.

—Entonces nos conformaremos con que no nos tiren huevos y tomates —dijo Sofía entre risas.

Eva asintió ente una retahíla de ruidosas carcajadas.

—¿Irá Carlos a verte?

—No. —Sofía negó con la cabeza—. Carlos detesta la poesía. Piensa que es algo estúpido.

—Él sí que es estúpido —apuntó Eva sin poder contenerse. Sofía la miró resignada. Tal vez Eva tuviera razón.

—Nunca ha venido a verme y nunca vendrá —concluyó Sofía.

El Marimba Café Bar tenía una tenue y sutil luz ámbar que acariciaba íntima y seductoramente los contornos de los rostros de las personas que habían llegado ya. Las sillas estaban dispuestas en hilera en varias filas, tipo teatro. Al fondo había una tarima de madera de unos veinte centímetros de alto y una silla negra que descansaba solitaria en el centro.

Eva y Sofía se acercaron al tablón de corcho para ver en qué posición leerían. Sofía lo haría en último lugar.

El recital dio comienzo bajo un aire solemne y ceremonioso que invitaba al recogimiento y a la concentración. Los poetas leyeron sus poemas inmersos en el silencio casi sepulcral del lugar.

Llegó el turno de Sofía, que se levantó y se dirigió hacia la tarima. Se sentó en la silla y abrió su block de notas. Cuando iba a dar comienzo a la lectura de su poema, vio la figura estilizada de Jorge en el fondo del bar. Entre la gente y los claroscuros de las luces ambarinas. Regio e imponente como un príncipe y tremendamente atractivo con unos pantalones vaqueros ajustados y una camiseta informal negros. Jorge le sonrió ligeramente. Sofía le devolvió el gesto, tímida. Había ido a verla. Jorge finalmente había ido a verla. Carraspeó nerviosa. Las manos le temblaban y el corazón estaba acelerado, como una montaña rusa descontrolada. Tragó saliva y comenzó a leer pausadamente, sumergiéndose en los giros y los timbres de los versos, que fluían como notas musicales en su voz.

 

Afrodita.

 

Entre la instrucción de tus muslos,

derramaré la desazón expuesta en mi piel,

vertiendo mi deseo en ti,

hasta ser uno solo con tu placer.

 

Extenderé mis ansias por tu cuerpo,

para que me hagas el amor enredada

entre los restos de este naufragio de huesos.

Erguida contra la pared,

estremecida por tus susurros en mis oídos,

divulgando jadeos en el borde de las sienes,

al tiempo que te pierdes entre mis piernas.

 

Cada noche me vaciaré de sexo,

esperándote detrás de la cara oculta de la luna,

ayunando lujuria y obscenidades,

preservándome para ti.

Y seré tu Afrodita de tiempos griegos,

tu Venus romana en el Olimpo del pecado.

 

Comprende que, aún siendo Diosa,

te necesito más allá del roce de las manos.

Empápame de humanidad,

de generosidad, de ternura.

Descongela con el calor de tu boca

este corazón helado a base de desilusiones.

Vuélveme mujer de carne y hueso.

 

Y yo me haré piel para tus manos,

labios para tu boca,

oídos para tu palabra,

verbo para tu lengua,

y poesía para tu pluma.

 

El público se arrancó en una ola de acalorados aplausos. Pero Sofía solo veía a Jorge, que tenía los ojos negros fijos en ella. Se mantenía serio, sereno, sin apenas pestañear. Solemne como un rey. Sabía que Sofía escribía poesía. Ella misma se lo había dicho, y por eso estaba allí. Pero nunca se imaginó que sus poemas tuvieran tan buena calidad literaria, tanta fuerza, que expresaran tanto, que hicieran que se erizara la piel. Su niña era una caja de sorpresas, pensó.

Sofía bajó el paso de la tarima y se dirigió a Jorge, que ya se acercaba a ella entre la gente que comenzaba a levantarse y a irse.

—Al final has venido —le dijo, entusiasmada como una niña pequeña. La mirada le brillaba con un destelló que a Jorge se le antojó tierno y entrañable.

—No me lo hubiera perdido por nada del mundo —aseveró.

—Pero, ¿no deberías estar en Berlín?

—Tenía que venir a verte. He llegado a Madrid hace un par de horas.

Sofía le miró con ojos vibrantes.

—Gracias —dijo mientras se deshacía por dentro.

Había que guardar las formas, pero de buen grado Jorge le hubiera dado un apasionado beso y, de buen grado, Sofía le hubiera correspondido, hasta que las bocas se hubieran quedado sin saliva.

—¿Cuándo vas a leerme una de tus poesías sentada desnuda sobre mi cama? —le siseó Jorge en el oído.

Sofía se sonrojó y desvió la mirada. En ese momento vio que Eva venía hacia ella, aparatosa como siempre.

—¡Qué poema! —exclamó dando un efusivo y llamativo abrazo a Sofía—. Y eso que tus musas estaban holgazanas… —añadió cuando se separaron.

—Gracias —dijo Sofía—. Quiero presentarte a un… amigo. Eva, Jorge. Jorge, Eva.

—Encantado —saludó Jorge educadamente, inclinándose hacia Eva y dándole un par de besos.

—Igualmente —dijo Eva medio embobada. Miró a Sofía casi obligada—. ¿Nos vamos? —le preguntó.

—Puedo acercarte yo, si quieres —intervino Jorge—. Ya sabes que tu casa me pilla de camino.

¿De camino? Sofía sonrió para sus adentros.

—No quiero dejar a Eva sola. —No quería hacerle un feo dejándola irse sola.

—¿Sola? ¿Crees que me voy a perder? —ironizó bonachonamente Eva, moviendo las manos de un lado a otro—. Vete con él. Mañana hablamos, ¿ok?

—¿No te importa?

—Para nada. Anda, vete con él —insistió Eva, poniendo los ojos en blanco de manera exagerada.

—Gracias —dijo Sofía, estirando los brazos y apretando a Eva contra su cuerpo.

—Creo que tienes que contarme muchas cosas… —le susurró confidencialmente Eva al oído.

Sofía se limitó a sonreír. Sí, tenía que contarle muchas cosas. Pero no sabía por dónde iba a empezar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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