CAPÍTULO 8
Sofía se pasó toda la noche llorando, acurrucada en el sofá del salón, viendo como las horas arrastraban con ellas una madrugada que no parecía acabar nunca. Paradójicamente, el amanecer se presentó de manera apresurada, con una sábana de nubes en tonos lavanda que cubría el cielo casi por completo, como en un cuadro impresionista.
El día había llegado.
—Estate preparada a las cuatro —indicó Carlos antes de que Sofía se fuera a trabajar a la perfumería aquella mañana—. Esa es la hora a la que pasará a recogerte. —Hizo una pausa y la miró un instante sin que a sus ojos asomara una brizna de conmiseración—. Supongo que no tengo que explicarte lo que tienes que hacer…
—No —respondió Sofía con la cabeza baja mientras terminaba de tomarse la leche del desayuno.
Antes de salir de casa, en el umbral, Carlos se giró.
—Disfrútalo —dijo con una nota de ironía en la voz—. Seguro que no es tan malo.
La puerta se cerró tras el perfil de su figura y Sofía se quedó sola en el piso, que de pronto se le antojo inmenso, a pesar de que apenas tenía cincuenta metros cuadrados.
—No me puedes hacer esto —dijo Jorge Montenegro en tono de reproche—. Hoy no.
—Lo siento, hermano, de verdad. Pero me es imposible asistir a la reunión de esta tarde con los norcoreanos.
—Dijiste que te harías cargo tú, Adrián —se quejó Jorge.
—Lo sé… Pero tengo que coger un avión rumbo a Nueva York —se justificó Adrián, el hermano pequeño de los Montenegro. Un chico de veintisiete años, alto, de pelo castaño oscuro y alegres ojos grises—. Me han llamado los directores de O´Neal Enterprise Consulting para que les presente mañana sin falta el proyecto de su nueva sede. Sabes que llevo esperando este momento más de seis meses.
Jorge resopló resignado.
—¿No puede encargarse Raúl? —preguntó Adrián, intentando aportar alguna solución.
—No —negó Jorge—. No está al tanto de este proyecto y ya no le da tiempo a ponerse al día.
Se pasó la mano por el pelo negro y miró a su hermano con benevolencia. Sabía cuánta ilusión había puesto en esa empresa. El nuevo edificio de O´Neal Enterprise Consulting en la Quinta Avenida de Nueva York era el ambicioso trabajo en el que había invertido más de un año.
—Está bien —condescendió—. Vuela a Nueva York. Yo iré a la reunión con los norcoreanos.
—Gracias, hermano —dijo Adrián con una sonrisa de oreja a oreja, dándole una palmadita en la espalda.
—Me debes una —le recordó Jorge.
—Te debo una —repitió Adrián mientras salía por la puerta del despacho de Jorge.
—Adrián…
—¿Sí? —Adrián se volvió en el umbral.
—No se te ocurra volver a Madrid sin ese proyecto bajo el brazo.
—No lo haré —aseveró Adrián, convencido de lo que decía.
La puerta del despacho se cerró.
Jorge respiró hondo, cogió el teléfono móvil de encima de la mesa e hizo una llamada.
—Walther…
—Dígame, señor —respondieron al otro lado de la línea.
—Por favor, recoge a Sofía a las cuatro en el número 15 de la calle Gómez Arteche en el barrio de Buenavista —indicó a su chofer—. Dile que por motivos de trabajo me ha sido imposible ir a buscarla personalmente, pero que la veré esta noche.
—Sí, señor.
—Gracias, Walther.
Colgó y dejó el móvil sobre la mesa. Chasqueó la lengua al mismo tiempo que lo tomaba de nuevo en la mano.
—Walther…
—Dígame, señor.
—Cuídamela, por favor.
—Por supuesto, señor.
—Gracias.
Colgó con Walther y con un par de toques a la pantalla táctil llamó a Nina, su niñera y ahora ama de llaves.
—Casa del señor Montenegro.
—Nana, soy Jorge.
—Dime…
—Tengo una reunión muy importante y me es imposible ir a recoger a Sofía —comenzó a explicar Jorge—. He mandado a Walther que vaya a buscarla por mí. Llegarán sobre las cinco menos cuarto allí. Prepara la habitación de invitados, la del jacuzzi grande, e instálala en ella. Sírvele algo de merienda a las seis y que cene sobre las nueve. Trata de que esté lo más cómoda posible…
—Sí, mi niño —dijo Nina.
—Te enviaré con Walther un sobre con unas instrucciones que quiero que siga Sofía —continuó—. Déjalo sobre el escritorio de mi dormitorio.
—Se hará como quieras.
—Nana…
—¿Sí?
—Cuida de ella mientras yo llego, por favor —le pidió Jorge con voz suave.
—Faltaría más —dijo Nina muy amablemente—. Se sentirá como un princesita.
—Gracias.
Colgó y miró por los enormes ventanales del despacho. La luz entraba a raudales, como en una azotea abierta en pleno centro de Madrid. Permaneció de pie frente a los cristales, con las manos metidas en los bolsillos, imponente y regio, observando la silueta de los edificios que se alzaban en la capital. Aprovechó el silencio antes de comenzar a preparar la reunión con los norcoreanos para reflexionar.
Le hubiera gustado ir a recoger a Sofía él mismo. Aprovechar cada minuto del fin de semana con ella, cada segundo. Pero el deber requería toda su atención en esos momentos. Había un proyecto sumamente importante entre manos y no podía dejarlo escapar. Sería una falta de profesionalidad y de responsabilidad no acudir a la reunión que estaba prevista desde hacía semanas con unos altos cargos del gobierno de Corea del Norte, para cerrar un acuerdo en el que había varios cientos de millones de euros y varios miles de puestos de trabajo en juego.
Sofía abrió la pequeña maleta de viaje con coloridos dibujos de los monumentos más representativos de cada país y metió un par de vaqueros largos, unos cortos, un par de vestidos fresquitos y unas cuantas camisetas de manga corta que cogió al azar. No sabía qué ropa llevarse, así que eligió prendas cómodas. ¿Total? ¿Qué más daba lo que se pusiera? No tenía ninguna intención de lucirse ante nadie.
Se metió en la ducha y bajo el chorro de agua caliente trató de relajarse, pero fue totalmente imposible. Tenía los nervios a flor de piel. Las cuatro se acercaban sigilosamente por el reloj mientras se ponía un ligero vestido de tirantes blanco estampado con pequeñas flores de distintos colores. Se recogió la larga y frondosa melena en un moño informal que soltó de inmediato para volver otra vez a recogérselo. Finalmente decidió dejarlo suelto.
Le dolía mucho el costado. El golpe con el grifo la noche anterior había estampado sobre la piel un hematoma excesivamente negro que se extendía en el torso como un mapa. Sería difícil de esconder cuando se desnudara. Tendría que pensar una excusa para evitar dar explicaciones. Aunque quizá el hombre con el que se iba a encontrar no se percatara de él o no le importara. ¿Por qué habría de importarle? Solo quería sexo.