CAPÍTULO 42
Las horas pasaban lentamente. Parecía que las agujas plateadas de su reloj de muñeca habían invertido el movimiento, porque Jorge no conseguía ver que avanzaran por la esfera negra. Estaba desesperado.
Sofía llevaba tres largas horas en el quirófano, de las nueve o diez que iba a durar aproximadamente la intervención. Su cuerpo se debatía entre la vida y la muerte sobre la fría mesa de una sala de operaciones. Todo se le antojaba como una pesadilla, de no ser porque el dolor y el miedo que le perforaban el corazón le recordaba que era real. La vida de su niña, de su preciosa y dulce niña pendía de un hilo muy fino.
Los médicos de guardia habían hablado claro. Sofía había sufrido varios traumatismos craneoencefálicos a consecuencia de los golpes y las brutales patadas que había recibido. Eso había desembocado en la formación de varias hemorragias subaracnoideas, es decir, un sangrado entre el cerebro y los delgados tejidos que lo cubren que había que atajar cuanto antes para eliminar los coágulos de sangre y evitar complicaciones como daños cerebrales permanentes. En conclusión, el hijo de puta de Carlos la había puesto al borde de la muerte.
—¿Has avisado a su madre? —preguntó Raúl, que en cuanto le dio la noticia Adrián salió para el hospital.
Los dos, junto a Adrián, que estaba atendiendo unas llamadas, se encontraban de pie, deambulando impacientes de un lado a otro de la sala de espera de los quirófanos.
—Sí. Me he traído el teléfono móvil de Sofía y he podido localizar su número. Viene de camino —explicó Jorge.
Comunicarle lo que había ocurrido a la madre de Sofía había sido uno de los peores tragos de su vida. Pero era a él a quién correspondía decírselo y tratar de contener su llanto y su impotencia ante la atrocidad que habían hecho con su hija.
—Todo va a salir bien —lo animó Raúl, apretándole el brazo afectuosamente.
—Ahora que la he encontrado, Dios no me la puede quitar. No… —A Jorge no le salían las palabras. La quería tanto, que la sola idea de perderla le aterraba—. No me la puede quitar —dijo mirando fijamente a su hermano.
—Y no te la va a quitar —aseveró Raúl—. Sofía es una persona fuerte y valiente. Va a salir de esta, ya lo verás…
Jorge sacudió la cabeza.
—Ese hijo de puta… —masculló entre dientes.
—Ya le llegará su hora —dijo Raúl—. Ahora lo más importante es Sofía, y que salga bien de la operación. Ya nos encargaremos después de ese cabrón.
Dos horas después salió del quirófano una enfermera, para informarles que todo estaba bien y que la operación seguía su curso sin complicaciones.
Jorge respiró aliviado.
—Aguanta un poquito más, mi niña —musitó con la voz llena de esperanza—. Solo un poquito más.
Clara, la madre de Sofía, llegó al hospital una hora y media más tarde. Jorge la reconoció enseguida en cuanto la vio doblar la esquina del pasillo. Sofía se parecía extraordinariamente a ella, aunque su madre presentara un aspecto demacrado en esos instantes. Pero tenía su mismo corte de cara y compartían aquel insólito color de ojos.
—¿Eres Jorge? —le preguntó nerviosa.
—Sí —respondió Jorge, inclinándose y dándole un par de besos.
—Soy Clara, la madre de Sofía —se presentó. Hablaba con cansancio—. ¿Qué… Qué han dicho los médicos?
—Hace casi dos horas ha salido una enfermera para decirnos que de momento todo está bien. Hay que esperar a que finalice la operación.
Clara se echó a llorar.
—Dios mío… —susurró, llevándose la mano temblorosa a la boca.
Jorge la abrazó calurosamente. Sabía el dolor que sentía en el alma. La impotencia, la rabia, el sufrimiento… Lo sabía porque él estaba sintiendo exactamente lo mismo.
—Gracias por… por avisarme —le dijo en un tono de voz de sumo agradecimiento—. Y por estar con ella. Sofía me ha hablado de ti. —Sonrió con una mueca agridulce—. Sé que la cuidas y que la proteges… Gracias.
Los ojos de Clara brillaban por el reflejo acuoso de las lágrimas.
—No tienes que darme las gracias —dijo Jorge en tono cariñoso y educado—. Lo haría mil una veces si fuera necesario. Sofía se ha convertido en la persona más importante de mi vida. Es mi niña, mi princesita… ¿Cómo no voy a tratarla como a una reina?
Clara volvió a sonreír. Jorge Montenegro era una especie de ángel para Sofía.
Después de una larga noche, al filo del cálido amanecer de púrpuras y escarlatas llegaron las tan ansiadas noticias.
—La operación ha sido todo un éxito —anunció el neurocirujano. Un hombre de unos sesenta años de piel y barba blancas. Todos suspiraron de alivio—. Hemos podido extraer los coágulos y contener las hemorragias subaracnoideas que se habían presentado. A consecuencia de los sucesivos golpes que la paciente ha recibido en la cabeza se han lesionado algunos de los centros motores del hemisferio izquierdo del cerebro, provocando una hemiparesia.
—¿Una hemiparesia? —preguntó Clara.
—Es una especie de parálisis —explicó el cirujano para que lo entendieran—. En el caso de Sofía, el lado derecho está severamente debilitado.
—Dios mío… —masculló Clara.
—¿Qué tratamiento hay? —se interesó Jorge.
—Lo primero y principal es frenar su avance —respondió el médico—. Después tratar de recuperar tantas funciones como sean posibles. Se hará una terapia física: rehabilitación, para que recobre el control y desarrolle más la fuerza muscular de la parte afectada, y se le proporcionarán una pautas de adaptación.
¿Qué le había hecho el malnacido de Carlos a su hija?, se preguntó Clara llena de angustia.
—La operación ha sido un éxito y estamos de enhorabuena por ello. Pero el peligro aún no ha pasado. Las próximas cuarenta y ocho horas son críticas —comentó el neurocirujano.
—¿Podemos verla? —preguntaron Clara y Jorge casi al unísono.
—Está en la sala de observaciones. Su estado sigue revistiendo mucha gravedad. No puede recibir visitas, pero podréis verla a través del cristal habilitado para ello —indicó el médico—. Quiero advertirles algo, para que no les coja por sorpresa. Le hemos tenido que cortar el pelo y rasurárselo en aquellas zonas donde se han practicado las incisiones.
—Gracias, doctor —dijo Jorge.
¿Qué importaba que le hubieran tenido que cortar el pelo a esas alturas en que seguía debatiéndose entre la vida y la muerte?, pensó. El pelo crecía.
Cuando la enfermera descorrió las pesadas cortinas blancas de la sala, a Jorge y a Clara se les llenaron los ojos de lágrimas. La madre de Sofía lloró amargamente cuando vio a su preciosa hija con el rostro lleno de hematomas, la cabeza completamente vendada, entubada y enchufada a un montón de máquinas que trataban de controlar todas sus constantes vitales.
—Mi niña… —susurró Jorge, apoyando la palma de la mano derecha en el cristal. Una lágrima resbaló por su mejilla—. Mi preciosa y dulce niña…
Se colocó de espaldas, pegado a la pared, y se fue deslizando poco a poco hasta quedar de cuclillas en el suelo. Hundió el rostro entre las manos y rompió a llorar sin que nadie pudiera darle ningún tipo de consuelo. Su preciosa y dulce niña se iba, y no podía hacer nada para impedirlo.
De fondo, la sirena de una ambulancia sonaba con urgencia en la calle, como el eco de un trueno que se pierde en el vacío.