CAPÍTULO 35
La plaza de la Emperatriz era un pequeño espacio rodeado de hileras de árboles, arbustos verdes y bancos de madera entre la calle Joaquín Turina y la plaza Seis de Diciembre. La tarde estaba tranquila en aquella zona alejada del bullicioso centro y el sol brillaba radiante y caluroso.
Sofía esperaba impaciente sentada en un banco cercano al quiosco que había situado en uno de los lados de la plaza; enfundada en un vaporoso vestido de tirantes blanco. Llevaba el pelo suelto —le caía brillante y en suaves ondas hasta la mitad de la espalda—, sin apenas maquillaje y con una sonrisa bobalicona en el rostro, fruto de la emoción y los nervios.
Había llegado con casi diez minutos de antelación para no encontrarse con Carlos, que estaría a punto de llegar a casa quién sabe de dónde. Hacía mucho tiempo que Sofía había dejado de preguntarle, cansada de sus ofensas y sus malas contestaciones.
Se levantaba del banco cuando llamó su atención el ruido de una moto BMW de gran cilindrada de color negro y plata que se detuvo a unos metros de donde se encontraba. Entornó los ojos y miró circunspecta. De ella se bajó un hombre alto, esbelto y de espaldas anchas vestido con una cazadora y un pantalón ajustado de cuero negro. El anonimato en que lo sumía el casco, también negro, desplegaba a su alrededor un halo de misterio. Pero aún todo, Sofía sabía que la estaba mirando a ella. Trago saliva.
El hombre se quitó los guantes de cuero en dirección a Sofía. Fue cuando finalmente se sacó el casco cuando se dio cuenta de que se trataba de Jorge. El corazón empezó a latirle vertiginosamente en la garganta mientras repasaba su cuerpo de arriba abajo.
—Dios mío… —siseó, apenas sin aliento. Estaba… Sofía no encontraba palabras para describir lo atractivo que estaba Jorge. De pronto se sintió turbada ante el magnetismo que irradiaba. Era arrebatador. Tenía el pelo alborotado por el casco, una mirada seductora y una sonrisa deslumbrante en la boca.
—Hola, mi niña —dijo Jorge cuando alcanzó a Sofía, que lo miraba sin poder pestañear.
—Hola… —fue lo único capaz de decir.
Jorge se acercó tanto que Sofía temió que le diera un beso. Sin embargo, mantuvo las formas. Y menos mal que Jorge tenía algo de cordura en esos momentos, porque ella no estaba segura de haberse resistido; aunque se encontraran en plena calle y los pudiera ver cualquier persona.
—¿Preparada?
—¿Vamos a ir en moto?
—¿No te parece buena idea?
—Sí, claro que sí —respondió Sofía, sonriente. Nunca había montado en una moto de esa envergadura, pero le apetecía mucho. Sería excitante ir con Jorge. Tremendamente excitante—. ¿No habrá problema con mi vestido? —preguntó con aire inocente.
—Recógetelo por delante y apriétate fuerte contra mí para que no se escape —dijo Jorge con una mirada un tanto perversa—. Toma, ponte el casco.
Sofía cogió el casco y se lo metió en la cabeza. Jorge la ayudó a abrochárselo mientras le dedicaba una mirada seductora.
—¿Te he dicho que estás preciosa? —Sofía negó enérgicamente con la cabeza como lo haría una niña pequeña, juguetona—. Pues lo estás. —Jorge la miró con divertida malicia y sonrisa lobuna—. Ya me encargaré luego de ti —dijo, bajándole el visor—. Por el escueto beso del jueves.
Sofía sintió como una ola de calor ascendía por su rostro. Soltó aire por la parte de ventilación del casco, acalorada por las miles de cosas que imaginaba que le iba a hacer Jorge. Jorge se subió a la moto con un movimiento ágil y resuelto y después ayudó a subir a Sofía, que pasó las manos por su espalada y se pegó a él todo lo que pudo.
—¿Lista? —le preguntó Jorge mientras se ajustaba los guantes. Sofía inclinó la cabeza—. Agárrate fuerte.
Jorge arrancó la moto y aceleró un par de veces en el sitio. La máquina rugió enfurecida y Sofía notó que un torrente de adrenalina se disparaba violentamente dentro de su cuerpo, como un millón de alfileres.
Giraron en una calle y en otra de la capital hasta coger la A-6 dirección Las Rozas, donde vivían los padres de Jorge. Sofía sentía que flotaba sobre aquellas dos ruedas que parecían no tocar el asfalto mientras se deslizaban por la autovía. Aunque el cuerpo de Jorge la protegía, apreciaba la fuerza con que el viento golpeaba su melena y la hacía ondularse como una bandera.
Estiró los brazos con las manos totalmente abiertas y se dejó llevar por la infinita espiral de sensaciones que le recorrían por dentro. Se sentía libre como nunca, plena, y feliz… Jorge aceleró un poco más y Sofía gritó a través del casco. No había complejos, no había prejuicios, no había inseguridades. No había nada. Solo ella y Jorge.
Los señores Montenegro vivían en una urbanización de lujo situada en la parte sur de Las Rozas. En un impresionante chalet de estilo clásico de tres plantas, que haría, por supuesto, las delicias de cualquier arquitecto.
Sofía entró contenida y ciertamente cohibida. Como siempre le ocurría con aquel tipo de construcciones, tan utópicas e inalcanzables para el resto de mortales, se sentía intimidada. Y luego estaba Jorge y su atuendo de cuero, cuya imagen hacía que le palpitara la entrepierna. Pensarlo le hacía morirse de la vergüenza.
—¿Estás bien? —le preguntó Jorge, que había percibido su inquietud.
—Sí —contestó Sofía, asintiendo varias veces con un ademán de afirmación.
—Vamos, ¿entonces?
Sofía inclinó la cabeza. Pero cuando Jorge iba a echar a andar, lo sujetó del brazo.
—¿Qué ocurre, mi niña? —dijo Jorge con un matiz de preocupación en la voz. Sofía estaba visiblemente nerviosa —. Tranquila —la calmó—. Mis padres son gente humilde y sencilla. No vas a tener problema. A mi madre le vas a caer muy bien, ya verás…
—No es por tu madre —aclaró Sofía a media voz. Jorge la miró desconcertado, observándola con atención—. Es por ti —Jorge meneó la cabeza de lado a lado. No entendía nada—. Verte así, vestido de cuero, con el casco, en la moto… me está excitando. De hecho, estoy excitada ahora mismo —dijo en un susurro apenas audible.
Jorge abrió los ojos como platos y parpadeó un par de veces fingiendo estupefacción. Después rió con indulgencia. Aquella revelación le pilló por sorpresa pero le encantó.
—Yo no le veo la gracia —concluyó Sofía en tono serio. Quería que la Tierra la tragara.
Jorge se acercó a ella y le levantó la barbilla.
—Me ocuparé personalmente de ese asunto más tarde. Te lo aseguro —aseveró, blandiendo una sonrisa felina como la de un gato. Se inclinó y le mordisqueó el labio inferior con sensualidad—. ¿Crees que aguantarás?
—Si me vuelves a hacer eso, no —respondió Sofía.
Jorge se echó a reír, observándola con ojos danzarines, divertidos.
—Hay un cobertizo en el jardín, detrás de la casa. Si te ves muy apurada, dímelo. —La sonrisa felina de su rostro se acentuó.
—¡Jorge! —lo amonestó Sofía.
Jorge sonrió de nuevo, le cogió la mano y tiró de ella.
—Vamos —dijo, mientras se la llevaba por el largo pasillo.