CAPÍTULO 53
Sofía lanzó a Eva una mirada enfurecida a través de sus largas pestañas oscuras.
—Este encuentro no ha sido una casualidad, ¿verdad? —dijo en tono enfadado. Sabía sobradamente que Eva había tenido mucho que ver con que Jorge estuviera en el Marimba Café Bar justo aquella tarde.
—Perdóname… —se disculpó Eva a media voz.
—¿Qué parte de «no quiero ver a Jorge Montenegro» no entiendes?
—Pero, Sofía… —trató de explicarse Eva sin apartar los ojos del carril.
—¡Pero nada! —cortó Sofía.
—Si hubieras visto el modo en que me lo pidió… No pude negarme —se excusó Eva, como si Sofía no supiera el magnetismo que emitía Jorge Montenegro. Pero sí que lo sabía. Lo sabía y sufría su efecto, a pesar del tiempo que había pasado. Por esa misma razón no quería verlo—. ¡Dios mío, Sofía, es tan guapo! —exclamó Eva, poniendo los ojos en blanco—. ¿Cómo has podido dejarlo?
Sofía sacudió la cabeza. No tenía nada que ver con que Jorge fuera guapo o feo, alto o bajo; tenía que ver con que no quería su pena, su lastima, su compasión. No quería su sacrificio. Pensarlo le llena el corazón de angustia. Ninguna de esas cosas era amor. Ninguna. Entonces, ¿por qué él seguía insistiendo?
—¿Qué sucede? —preguntó Clara cuando vio la cara larga de Sofía.
—Jorge ha ido a verme al Marimba Café Bar —respondió secamente Sofía mientras con trabajo se sentaba en la silla de ruedas.
Clara frunció el ceño, confusa.
—¿Sabía que ibas a ir?
—Sí, un pajarito llamado Eva se lo ha dicho —aclaró Sofía entrando en casa—. Lo habían planeado juntos.
Clara miró interrogativamente a Eva, que encogió los hombros con una expresión de resignación en el rostro redondo.
—Un día nos encontramos por casualidad en la Plaza Mayor y bueno… —comenzó a decir.
—¡No debiste hacerlo! —interrumpió Sofía, dándose rápidamente la vuelta con la silla y encarando a Eva—. Me duele verlo —afirmó con ojos llenos de lágrimas que ya no podía contener—. Me duele no poderlo tocar, no poderlo besar. Me duele… —Se interrumpió, hundió el rostro entre las manos y se echó a llorar—. Me duele estar en esta maldita silla de ruedas… y que me vea así, inválida.
—¡Ya está bien, Sofía! —dijo su madre en tono serio. Sofía abrió los ojos de par en par con expresión perpleja—. Sí, ya está bien —repitió Clara elevando la voz—. Estás en esa silla de ruedas porque quieres y no estás con Jorge porque quieres…
—Mamá…
Sofía estaba desconcertada por la repentina actitud de su madre.
—Deja de ser una víctima —dijo Clara.
—¿Una víctima?
—Una víctima, sí.
A Clara le estaba doliendo en lo más profundo del alma cada palabra que le decía a su hija, pero continuó. Tenía que continuar.
—Mamá, ¿has visto como estoy? ¿Has visto por todo lo que estoy pasando?
—Lo veo todos los días, Sofía —respondió Clara sin cambiar la entonación—. Por eso mismo tienes que dejar de ser una víctima. Porque ya lo has sido mucho tiempo. Has sido víctima de la vida, del destino, de Carlos… No lo seas de ti misma. Ya has tenido demasiados verdugos. No seas uno más en la lista. Deja de castigarte… —La voz de Clara se había vuelto casi suplicante. Sofía tragó saliva. ¿De qué hablaba su madre?
»Dejaste la rehabilitación, dejaste a Jorge, dejaste de salir, dejaste de escribir, incluso has dejado de sonreír —siguió hablando Clara—, y te echaste a morir. Eso es lo único que haces desde que llegaste del hospital: morirte.
Eva se mantenía inmóvil en mitad del salón, sin apenas pestañear, sin apenas respirar, sin decir una sola palabra, rodando los ojos entre Clara y Sofía. Pero Clara tenía razón. Sofía estaba muriéndose en vida. Quizá no le faltaran motivos. Nadie discutía lo contrario. Pero la vida seguía, con sus cosas malas y con sus cosas buenas. El mundo no tenía pretensiones de parar y dejar que Sofía se bajara, porque el mundo nunca deja que nadie se baje.
—Pensaba que me apoyabas… —susurró Sofía en un hilo de voz.
—Y te apoyo. Pero no me pidas que contemple impasible como te hundes. —Clara se tragó las lágrimas y el dolor. Debía mostrarse dura ante su hija—. Solo tienes veinticinco años. Te queda todo por hacer. Todo. Pero no vas a poder hacer nada si sigues así —aseveró—. Llorando, lamentándote, quejándote… ¡Así no se soluciona nada!
—¿Y qué quieres que haga? —sollozó Sofía.
—Que te rebeles —dijo Clara contundentemente—. Grita, patalea, tira cosas, si quieres… Pero no te resignes, no te quedes parada.
Sofía alzó los ojos vidriosos y miró a Clara, después los posó en Eva. Por su expresión adivinó que estaba de acuerdo con su madre. Sofía sonrió con un matiz de amargura en los labios.
—Para vosotras es muy fácil —dijo con tristeza—. No estáis en una silla de ruedas como yo.
Giró las ruedas y se dirigió en silencio a su habitación.
—Sofía… —la llamó Eva con voz suave mientras se alejaba. Pero Sofía no se volvió. Entró en su dormitorio y cerró la puerta. Quería que la dejaran tranquila, quería estar sola, con su tristeza, con su dolor, con su sufrimiento. ¿Qué más daba? ¿Qué más daba todo si no podía estar con Jorge? El amor había acabado para ella.
—¿Por qué la vida es tan injusta? —preguntó Eva a Clara.
Clara suspiró. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Amaba a su hija por encima de todas las cosas y le dolía profundamente verla en aquel estado de apatía. Se le partía el alma en dos.