CAPÍTULO 32
El metro estaba atestado de gente de toda índole y calibre. Ejecutivos, adolescentes, madres, niños… Unos leían, otros escuchaban música en el iPod y otros, los que no habían conseguido un asiento, se agarraban a las barras del vagón tratando de no perder el equilibrio.
Esa mañana, de vuelta a casa, Sofía había sido una de las afortunadas que podía ir sentada, observando el ir y venir de aquellos extraños con los que a veces se identificaba. Divagando sobre Jorge, que cada vez ocupaba con más insistencia y asiduidad su mente. Confundiéndola, turbándola, alborotándola, aliviándola, incitándola, excitándola… Provocaba tantas emociones en ella, tan encontradas en ocasiones, que le era imposible ponerles orden. Así que se dejaba llevar…
El móvil vibró dentro de su bolso bandolera. Lo abrió, metió la mano en él y buscó el teléfono, apartando todos los enseres inservibles que había en su interior. El nombre de Jorge relucía en la pantalla cuando finalmente lo encontró en el fondo. El corazón se le disparó y sintió un halo de calor en el rostro. ¿Incluso en la distancia tenía ese extraño efecto sobre ella? Sacudió la cabeza y lo cogió.
—Hola —saludó.
—¿Cómo estás, mi niña? —preguntó Jorge en tono suave.
«Mi niña…» ¿Por qué le gustaba tanto que la llamase así? ¿Acaso porque era así cómo se sentía? ¿Como una niña pequeña a la que él protegía celosamente?
—Bien, ahora que estoy hablando contigo —respondió Sofía con timidez.
Jorge sonrió. Se tomaría aquello como un cumplido.
—A mi madre le ha encantado el perfume —comentó—. Me ha dicho que te dé las gracias por tan acertada elección.
Sofía se ruborizó.
—Me alegro de que le haya gustado —dijo.
—De hecho, quiere darte las gracias personalmente. Así que vas a tener que venir a casa a probar su café y las maravillosas pastas de té que hace. —Sofía se quedó muda, como si le hubieran echado encima un jarro de agua fría. ¿La madre de Jorge Montenegro quería conocerla? ¿Jorge quería que ella y su madre se conocieran?—. ¿Estás ahí? —preguntó Jorge—. Tranquila, no pretende envenenarte. En serio… El perfume le ha encantado.
—Estooo… Sí, sí, claro —contestó Sofía cuando reaccionó—. Iré cuando quieras, o cuando quiera ella.
—Organizaré un encuentro para el sábado de la semana que viene. ¿Qué te parece? ¿Te viene bien?
—Sí, perfecto.
—Salgo hoy para Berlín —comentó Jorge—. Vuelvo el viernes de la semana que viene.
«¿El viernes?», se preguntó Sofía algo desilusionada. Sin saber por qué había pensado que quizá Jorge querría ir a verla leer poesía al recital que iba a tener lugar el jueves en el Marimba Café Bar. ¿Iba a estar más de una semana sin verlo?
—Que tengas buen viaje —le deseó Sofía, intentando que no se le notara la desilusión en el tono de voz.
—Gracias. ¿Qué vas a hacer tú esta semana? —preguntó Jorge.
—El jueves hay un recital especial en el Marimba Café Bar para conmemorar a los poetas muertos y me he apuntado para una de las lecturas de autor. Estaré ocupada peleándome con las musas —bromeó Sofía.
«¿El jueves?», se dijo Jorge. ¿No había otro día? ¿Por qué narices existían las casualidades de ese tipo? ¿Por qué el Ministerio de Cultura de Alemania se había empeñado en llamarle precisamente esa semana?
—Me encantaría ir, mi niña, pero me es imposible. No regreso a España hasta el viernes —dijo Jorge.
—No te preocupes. No pasa nada —lo disculpó Sofía—. Ya irás en otra ocasión.
¿Qué podía decirle? Le hubiera gustado mucho que fuera a verla. Le hacía ilusión. Pero lo entendía.
—Llámame si las musas no aparecen. Me encargaré personalmente de que se presenten —apuntó Jorge.
—Lo tendré en cuenta. —Sofía sonreía. Jorge siempre la hacía sonreír.
—¿Te llamo el viernes por la tarde para quedar el sábado? Tienes una cita pendiente con mi madre —le recordó Jorge.
—Sí —dijo Sofía.
—¿Me prometes que te vas a cuidar? —preguntó Jorge.
—Te lo prometo —respondió Sofía.
—Hablamos…
—Hablamos…
—Un beso, mi niña —dijo Jorge en un tono entre dulce y sensual, íntimo.
—Un beso —se despidió Sofía.
Sofía colgó y descansó el móvil sobre su regazo. ¿Un encuentro con la madre de Jorge Montenegro? Resopló. El corazón le tañía deprisa dentro del pecho.
El metro se detuvo. Sofía miró el monitor digital. Quedaban dos paradas para la suya, pero decidió apearse e ir andando hasta casa. Necesitaba que le diera el aire. Estaba emocionada de una manera extraña. Introdujo rápidamente el móvil en el bolso, se lo echó al hombro al tiempo que se levantaba del asiento y se bajó del vagón.
—¿Mi suegra? —murmuró con una voz apenas audible mientras sorteaba a la gente, que iba de un lado a otro. Jorge había dicho que un día se casaría con ella. Sofía sacudió la cabeza y se echó a reír. Jorge estaba loco y la estaba volviendo loca a ella.