CAPÍTULO 39
Sofía preparó su pequeña maleta de viaje de coloridos dibujos con dos días de antelación. Estaba pletórica, como una niña con zapatos nuevos. Hacía seis meses que no veía a su madre. Una eternidad. Pero por fin iba a pasar todo un fin de semana con ella.
Carlos no se inmutó cuando se lo dijo. No le interesaba en absoluto, como nada de lo que hacía Sofía. Pero Sofía se había prometido a sí misma que no dejaría que nada ni nadie le estropeara ese momento.
El viernes, después de llegar del trabajo, comió, se duchó, comprobó que los billetes de avión estaban en su bolso y se fue hacia la plaza de la Emperatriz, donde la recogería Jorge para llevarla al aeropuerto.
—¿Estás contenta? —le preguntó Jorge de camino a la T4.
—Sí —respondió Sofía con ojillos brillantes, sin poder disimular su alegría.
—Me gusta tanto verte así —comentó Jorge—. Te ves tan hermosa…
Le pasó los dedos por la mejilla. Sofía se ruborizó. No acababa de acostumbrarse a los halagos de Jorge, que en esos momentos la miraba con infinita ternura.
—Que tengas buen viaje —dijo Jorge.
—Gracias.
—Disfruta mucho de Barcelona.
—Gracias.
—Relájate, descansa y recarga las pilas —le aconsejó.
—Gracias.
—Y dile a mi suegra que espero conocerla pronto. —Sofía frunció el ceño en un gesto divertido. Jorge sonrió—. ¿No te había dicho que un día voy a casarme contigo?
Sofía no pudo contenerse y lo abrazó. ¿Cómo podía Jorge alegrarle la vida de aquella manera? ¿Cómo podía proporcionarle aquella sensación de seguridad que sentía?
—Pásalo bien, mi niña —dijo Jorge, acariciándole la cabeza con dulzura. Le sujetó el rostro entre las manos, se inclinó y le dio un beso en la frente—. Avísame cuando llegues, ¿vale?
—Vale —contestó Sofía, asintiendo.
Cogió la maleta y fue hacia la zona donde se embarcaba bajo la atenta mirada de Jorge, que solo apartó los ojos cuando la perdió de vista mezclada entre el resto de los pasajeros.
«Primera clase… —se dijo Sofía dando un repaso al interior del avión—. Podría haber ido perfectamente en clase turista». No necesitaba tantas comodidades.
Se reclinó en el mullido asiento, sacó su iPod del bolso, se puso los cascos y se sumergió en la colección de música que tenía almacenada en el pequeño reproductor.
Cuando aterrizó en el aeropuerto El Prat de Barcelona, su madre la esperaba con una sonrisa que apenas le cabía en el rostro. Clara, que así se llamaba la madre de Sofía, y de quien había heredado parte de su belleza, era una mujer que, pese a que la vida le había golpeado con dureza, seguía manteniendo un optimismo inquebrantable.
—Mi pequeña… —dijo corriendo hacia ella y fundiéndose en un calurosísimo abrazo.
—Mamá… —dijo Sofía, con las lágrimas en los ojos.
—¿Cómo estás? —preguntó su madre, mirándola de arriba abajo también con ojos vidriosos por la emoción—. Estás muy delgada, Sofía. Tienes que comer más.
—Como bien, mamá —respondió ella—. Es que no paro mucho.
Clara le pasó el brazo por los hombros y la estrechó contra sí. Estaba tan feliz de que su pequeña hubiera ido a verla.
—¿Qué tal las cosas por Madrid? —se interesó Clara cuando iban en el coche camino de Barcelona.
—Bien —respondió Sofía.
—¿Qué tal Carlos? —Sofía apretó los labios—. ¿Las cosas no van bien con él? —sondeó Clara al ver el gesto de su hija.
—Las cosas nunca han ido bien con él —dijo Sofía.
Clara frunció el ceño, preocupada y desconcertada a partes iguales.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Después hablamos —fue la respuesta de Sofía—. Ahora quiero disfrutar un poquito de ti y de Barcelona.
—Está bien, mi pequeña.
Después de que Sofía se instalara en el pequeño piso que tenía su madre en El Raval, salieron a cenar juntas a una brasería cercana.
—Mamá, ¿pretendes cebarme? —preguntó Sofía cuando empezaron a llegar los platos de panceta, chorizo y torreznos.
—Tienes que comer —dijo de nuevo su madre.
Sofía no se lo pensó dos veces y le hincó el diente a un trozo de chorizo. Realmente estaba delicioso.
—¿Qué sucede con Carlos? —preguntó Clara.
—No sé… —se arrancó a decir Sofía, que no sabía muy bien cómo abordar el tema—. No me trata bien… Nunca me ha tratado bien.
Clara meneó la cabeza, confusa.
—¿Qué quieres decir, Sofía? —Sofía alzó la mirada y se mordió el labio, nerviosa. Su madre empezó a inquietarse—. ¿Sofía…? —De pronto, las sospechas que Clara tenía respecto a Carlos cristalizaron de golpe—. ¿Te maltrata?
Sofía trató de mantener la compostura. No quería preocupar a su madre. Pero últimamente le costaba horrores fingir y se echó a llorar. Su madre se levantó de inmediato, se sentó a su lado y la abrazó con fuerza.
—Por Dios, Sofía… —murmuró, acariciándole el pelo una y otra vez—. Por Dios… —Se imaginó al impresentable de Carlos pegando e insultando a su pequeña y se le revolvieron las tripas—. Tienes que dejarlo, Sofía —dijo entre lágrimas de dolor—. No puedes estar con alguien así.
—He conocido a un chico, mamá. —Los ojos de Sofía brillaron—. Se llama Jorge. Es… maravilloso. Simplemente maravilloso —dijo Sofía.
Clara observó atentamente a su hija. Su mirada resplandecía como nunca. ¿Había amor hacia ese chico en los ojos de su hija?
—¿Es bueno? —preguntó.
Sofía asintió enjugándose las lágrimas con la mano.
—Él ha sido quien me ha pagado el billete para poder venir a verte.
Clara suspiró.
—¿Por qué no me has dicho que te hacía falta dinero? —le reprendió su madre.
—Porque no quería preocuparte.
—Sofía, eres mi hija. Tengo que preocuparme por ti. Y si te hace falta dinero, tengo que saberlo.
—Ya, mamá —dijo Sofía, que no quería hablar más de ese tema.
—Está bien —condescendió Clara—. Dime, ¿te gusta ese chico? ¿Jorge? —dijo, cambiando de tema.
—Sí —afirmó entusiasmada Sofía —. Me ha cuidado, mimado y protegido en el poco tiempo que nos conocemos más que Carlos en siete años de relación. Si le vieras, mamá… Es guapo, atento, trabajador, y creo que… me quiere —concluyó a media voz.
—Entonces, ¿a qué estás esperando? —preguntó Clara.
—Tengo miedo…
—¿A qué?
—No lo sé… Miedo a que no salga bien. Miedo a que salga bien. No lo sé, mamá —señaló Sofía, confundida y abrumada—. No estoy acostumbrada a que la vida me trate bien. A que las cosas me salgan bien.
—Quien tiene miedo al miedo no vive —afirmó Clara—. El miedo paraliza, limita y no permite que avancemos.
—Tengo miedo a sufrir.
—¿Y no estás sufriendo ahora? Dime, Sofía, ¿no estás sufriendo ahora?
Sofía reflexionó unos instantes sobre la pregunta que le había planteado su madre.
—¿Prefieres seguir gastando tus palabras con quien no las escucha? ¿Malgastando tu vida con quien no te merece? Porque desde luego Carlos no te merece. ¡Despierta, pequeña! —exclamó Clara, chasqueando los dedos. Ahí fuera hay un mundo que te espera, un chico que te espera, una vida que quiere que la vivas. No renuncies a ser feliz, Sofía. Jamás renuncies a ser feliz. —Clara le acarició el rostro con un amor inmenso—. El trato que te da Carlos no habla de ti, sino de él. Tú no tienes la culpa. Tú no te mereces que te peguen, que te insulten, que te humillen. Aunque él te haya hecho creer que sí. ¿Queda claro?
Sofía inclinó la cabeza, afirmando.
—Te necesitaba tanto —dijo, abrazando a su madre.
—Y yo a ti, pequeña. Y yo a ti.