CAPÍTULO 2

 

 

El sábado pasó tranquilo. Sofía aprovechó la mañana para hacer la compra y dedicó parte de la tarde a su afición favorita: escribir poesía. Género que la fascinaba sobremanera. Podía pasarse horas, incluso días enteros metida en casa, leyendo a Benedetti, a Neruda, o a Borges. Pero eran los llamados poetas malditos y, en especial, Charles Baudelaire, por cuya poesía sentía auténtica adoración, los que conseguían transportarla a ese mundo extremo de exacerbada sensibilidad que exhalaban las rimas de sus poemas.

En el fondo se identificaba con la existencia trágica y las tendencias autodestructivas que habían protagonizado sus vidas. Con aquella extraña maldición que los alejaba de las personas y la sociedad.

Ella también era una maldita, como Baudelaire, Gerard de Nerval, o el mismísimo Federico García Lorca. Romántica empedernida, sus sueños de niñez habían estado plagados de príncipes azules, caballos blancos y ramos de rosas rojas. Sin embargo, la realidad, poco amiga de la magia y la fantasía, le había ofrecido un hombre diametralmente opuesto a lo que alguna vez soñó, pero del que estaba enamorada desde la adolescencia.

Carlos le dejó claro que los príncipes azules no existían y que eso a lo que llamaban amor, estaba lejos de ser tan idílico como en las románticas historias que aparecían en los libros que devoraba cuando el dolor de los golpes no le dejaba dormir durante la madrugada. En su caso, las rosas y los bombones habían sido sustituidos por insultos y bofetadas que ella soportaba estoicamente. 

Garabateó los últimos versos del poema que leería en el próximo recital de poesía al que acudiría junto con el grupo de poetas que frecuentaba habitualmente y miró el reloj de la pared. Las manecillas afiligranadas negras marcaban las ocho pasadas. Tenía que comenzar a arreglarse, o de pronto haría tarde.

—Si no estoy lista cuando Carlos regrese se enfadará conmigo —musitó en voz baja.

Cerró su block de notas, recogió la mesa del salón rápidamente y se dio una ducha.

Escogió un vaporoso vestido de corte griego verde claro que le caía hasta las rodillas. Se onduló la melena castaña y se maquilló discretamente el rostro con una ligera sombra de ojos marrón, un toque de colorete en tono melocotón y un sutil brillo de labios.

«A Carlos le da igual como me vista —pensó desanimada mientras se ajustaba el cordoncillo que tenía el vestido en la cintura—. Nunca se fija en mí ni en lo que me pongo». 

Alzó la mirada y la fijó directamente en sus ojos, del mismo color que la prenda que vestía.

Él nunca le prestaba atención, nunca la cuidaba y casi nunca la trataba bien. La mayor parte del tiempo lo que Carlos le demostraba era indiferencia. Una rotunda indiferencia. Ese sentimiento era el único que Sofía conocía. Ni siquiera había un resquicio de pasión cuando hacían el amor. Si es que alguna vez le había hecho el amor. Quizá los primeros meses de relación. Después todo se quedó en un acto frío y mecánico carente de deseo y, por supuesto, de afecto. En rutina y monotonía.

Sofía reflexionó unos instantes. Carlos nunca la había enamorado, en el sentido de cortejarla, de seducirla, de atraerla. Ni siquiera lo había hecho al uso. Ella se había enamorado sola, y lo había hecho de la idea que se había forjado de él en sus años de adolescencia. Su mayor error había sido idealizarlo, como ocurre con los amores platónicos, y ahora se veía atrapada en una tela de araña como una mosca indefensa.

Y a veces se sentía tan sola, tan desprotegida, tan vulnerable frente a Carlos y a un mundo en el que no acababa de encontrar su lugar, que el corazón se le embriagaba de tristeza y desconsuelo. Aquella era una de esas veces. Las lágrimas afloraron a sus ojos, que brillaban como el cristal.

—¿Estás lista?

La voz de Carlos al otro lado de la habitación la sobresaltó. Lo miró a través de espejo, intentando contener el llanto. Respiró hondo.

—Sí —respondió Sofía desviando la mirada y fingiendo que se colocaba algunos mechones de pelo.

Como era de esperar, Carlos no reparó en nada. Ni en el hermoso vestido, ni en la melena ondulada, ni en la sutileza del maquillaje, ni en las lágrimas apunto de derramarse por las mejillas. En nada.

—Vámonos —ordenó escuetamente.

 

 

 

La terraza del Tartan Roof, en la azotea del Círculo de Bellas Artes, el edificio más alto y emblemático construido al borde de la calle Alcalá, era un lugar elegante y refinado con Madrid como telón de fondo. Un sueño, el de Elena y Oliver, amigos de Sofía y Carlos, hecho encanto. El área abierto tenía zonas de barra y estaba salpicado de espacios de Chill Out con pérgolas, sofás y sillones blancos y pequeñas mesitas de aire vintage en las que descansar las consumiciones y los aperitivos. El resplandor azul y violeta de los focos le confería un glamour de metrópoli moderna y la luz aterciopelada del crepúsculo teñía de romanticismo la atmósfera veraniega.

—Estás guapísima —halagó Elena a Sofía en cuanto la vio llegar.

Le agarró del brazo en un gesto cómplice y se adelantó unos pasos con ella, dejando atrás a Carlos y a Oliver, que también había salido a recibirlos.

—Gracias —dijo Sofía—. Tú también estás muy guapa —respondió guiñándole un ojo. Y realmente lo creía.

Elena era una chica esbelta con una melena negra por debajo de los hombros y unos ojos grandes.

—¿Todo bien?

—Sí, todo bien.

Sofía paseó la mirada por la amplia terraza.

—Es preciosa —le comentó a Elena.

—¿Te gusta?

—Mucho. Es elegante, glamurosa, romántica… Habéis hecho un gran trabajo. Estoy segura de que vais a tener mucha suerte.

—Ojalá… —dijo Elena con voz cautelosa—. Oliver y yo hemos puesto toda nuestra ilusión y todos nuestros ahorros aquí.

—Ya verás como todo va a salir bien —la animó Sofía con su habitual entusiasmo.

—Menos cháchara, señoritas —interrumpió divertido Oliver, poniendo una mano encima del hombro de cada una—. ¿Qué tal está la chica con los ojos más bonitos de Madrid? —preguntó a Sofía.

—Encantada de estar aquí esta noche, acompañándoos, y fascinada. ¡La terraza es preciosa!

—Entonces, ¿te gusta? —quiso saber Oliver. Un chico de pelo rubio y ojos azul celeste.

—¿A quién no va a gustarle? —dijo Sofía.

—Está genial —opinó Carlos—. No le falta detalle. Creo que me vais a tener aquí más de una noche.

—Serás bienvenido siempre —dijo Oliver mostrando una amplia sonrisa.

—¿Qué queréis tomar? —preguntó Laura—. La primera copa corre a cuenta de la casa, por supuesto.

—Un whisky doble sin hielos para mí —se adelantó a decir Carlos.

—Yo quiero un Martini con limón, gracias —dijo Sofía.

—Poneos cómodos —señaló Laura—. Enseguida os lo traigo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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