CAPÍTULO 13
La puerta se abrió silenciosamente y Jorge Montenegro entró en la habitación con su porte majestuoso, sigiloso como un gato. Impoluto con su traje sastre negro. Sofía escuchaba nerviosa como sus pasos se acercaban a ella mientras el corazón le trepaba por la tráquea y hacía intentos de salirse por la boca. Cerró los ojos y tragó saliva.
—Bienvenida —dijo Jorge Montenegro.
Sofía abrió los ojos a la voz grave y profunda que le había hablado. Delante de ella, a escasos centímetros, la mano grande de dedos largos y elegantes de Jorge le ofrecía una rosa, roja como la sangre. Sofía carraspeó intentando aclararse la garganta, cerrada por los nervios.
—Gracias —agradeció en un tono apenas audible, al tiempo que tomaba la flor entre las manos.
El instinto la impulsó a girar el rostro, pero se detuvo a mitad de camino. Tenía que seguir las instrucciones que había dentro del sobre rojo. Nada de girarse. Volvió a tragar saliva.
—¿Estás bien? —le preguntó Jorge Montenegro.
Su voz firme y al mismo tiempo llena de calidez produjo un escalofrío a Sofía que le recorrió de arriba abajo la columna vertebral.
—Sí —respondió.
Fue la única palabra capaz de articular.
Jorge sonrió para sí. Le gustaba su timidez. Imaginó que tenía las mejillas ruborizadas, y no se equivocó en absoluto. Desde hacía un rato el rostro de Sofía se había teñido de un sonrojo adorable. Se dio la vuelta, se alejó unos pasos y se recostó en el borde de la cómoda con las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. La perspectiva era espectacular. El cuerpo menudo de Sofía era precioso. Durante un rato la contempló como si fuera la escultura más cara y preciada del mundo.
—Gírate, por favor —le pidió amablemente.
Sofía se mordió el labio y con apocamiento se dio la vuelta. Cuando sus ojos verdes se encontraron con la figura de Jorge, un nuevo golpe de rubor ascendió hasta sus mejillas. El señor Montenegro no era ningún viejo rico. Era un atractivo hombre de treinta y dos años de porte imponente y distinguido y aire de galán. Tenía el pelo de color azabache peinado de manera informal y unos ojos oscuros y profundos enmarcados en un abanico de larguísimas pestañas negras que la miraban de forma insistente y penetrante.
—Me llamo Jorge —se presentó.
—Yo… Yo me llamo Sofía.
—Lo sé —aseveró Jorge Montenegro con el amago de una sonrisa en los labios.
—Claro… —dijo Sofía, cayendo en la cuenta. Apretó la boca.
¡Qué tonta! Aunque no la conociera en persona, por lo menos tendría que saber su nombre.
—Ven —pidió Jorge, colocando frente a él un pequeño sillón de cuero negro.
Sofía avanzó lentamente por la habitación, tratando de mantener intacta la poca serenidad que le quedaba. Pero las piernas le seguían temblando. Aquel hombre alto de rasgos marcados y rotundos y talante de modelo de Armani la imponía, más teniendo en cuenta que solo llevaba puesto un escueto picardías que con esfuerzo le tapaba las caderas.
—Gracias —dijo al tiempo que se sentaba.
Las uñas jugueteaban nerviosas con la rosa, raspando el tallo de arriba abajo.
—¿Quieres que dejemos la rosa aquí? —preguntó Jorge Montenegro al advertir sus nervios.
—Sí —respondió Sofía de forma automática. Las manos le sudaban copiosamente.
Jorge alargó el brazo, cogió la rosa de los dedos de Sofía y la dejó sobre la cómoda. No quería hacerle pasar peor rato del que ya estaba pasando.
—Es muy bonita —apuntó Sofía, que no sabía muy bien qué decir ni qué hacer en esos momentos.
—Me alegra que te haya gustado —anotó Jorge esbozando media sonrisa en los labios perfectamente delineados, mientras seguía manteniendo una actitud serena—. ¿Te gustan las rosas?
—Sí.
—¿Y qué más cosas te gustan?
La pregunta pilló desprevenida a Sofía. No esperaba que el señor Montenegro tuviera interés en sus gustos.
—¿Qué cosas me gustan? —repitió extrañada.
—Sí… Qué hobbies tienes, qué aficiones, qué es lo que haces cuando no trabajas en la perfumería…
Le sorprendió que supiera que trabajaba en una perfumería. Se preguntó en silencio que más cosas sabría de ella. Carraspeó y, nerviosa, se colocó el pelo detrás de la oreja.
—Bueno, me gusta pasear, leer… Hace tiempo que ya no practico, pero me encanta patinar, y escribir.
—¿Escribir? —Jorge alzó ligeramente las cejas.
El gesto no pasó desapercibido para Sofía.
—Sí —confirmó—. Escribo poesía.
Pensó que seguro que al señor Montenegro esa afición suya a la poesía le parecía estúpida, como a Carlos.
—¿Neruda, Borges, Bukowski, Baudelaire…?
Sofía se sorprendió de que al menos supiera el nombre de cuatro poetas.
—Baudelaire —respondió sin pensarlo ni un solo segundo—. Tengo debilidad por los poetas malditos —añadió bajando la mirada.
—Que curioso… —señaló Jorge Montenegro, acariciándose parsimoniosamente la barbilla.
—Me gusta su irreverencia —explicó Sofía—. Su atrevimiento…
—Su talento los convirtió en malditos —dijo Jorge, mirando fija y atentamente a Sofía. Sus ojos claros eran aún más bonitos entre la semipenumbra de la habitación.
—Así es. Fue su propia genialidad la que los apartó de un mundo que no entendían y contra el que se revelaban a través de su virtuosa prosa.
El silencio sobrevoló la estancia.
—Me has dicho que te encanta patinar, ¿por qué ya no lo practicas? —quiso saber Jorge.
—A mi novi… —Sofía se interrumpió súbitamente. Sin saber por qué se sintió violenta al hablar de Carlos. Iba a decir que a su novio no le gustaba que patinara, pero prefirió cambiar la respuesta—. No salgo mucho de casa —dijo, encogiéndose de hombros.
—Entiendo… —dijo Jorge—. ¿Qué tal en la perfumería? ¿Estás contenta?
Sofía estaba confundida. Nadie nunca se había interesado tanto por ella. Ni siquiera Carlos. De pronto se sintió… importante.
—No es el trabajo de mi vida —contestó con sinceridad—. Pero me ayuda a pagar las facturas.
Jorge se puso en pie y cambió de posición.
«Que alto es —pensó Sofía para sus adentros—. Y que guapo».
Su último comentario, inesperado, por otro lado, la desconcertó. Desde que salía con Carlos no se había fijado en ningún otro chico que no fuera él, y de eso hacía ya unos cuantos años.
Jorge clavó su mirada de almendrados ojos negros en Sofía.
—No voy a obligarte a hacer nada que no quieras hacer —dijo sin entrar en preámbulos—. No estás obligada a nada.
Sofía notó que el rostro se le sonrojaba violentamente. Las mejillas le ardían como si debajo de la piel tuviera ascuas incandescentes.
—Haré lo que me pidas —dijo con la voz cargada de pudor—. Todo lo que me pidas.
Jorge continuó mirándola en silencio unos instantes. Su expresión era inquietantemente tranquila. Sofía, con las pupilas vibrantes, le sostuvo la mirada, hasta que finalmente la apartó y bajó la cabeza.
—Eso es lo que te ha dicho tu novio que digas, ¿verdad? —soltó Jorge, que no pudo reprimir el comentario. Estaba indignado. ¿Cómo un hombre, si es que se le podía llamar así a ese hijo de puta, podía ser tan inconsciente?
—Carlos necesita dinero —dijo Sofía—. Mucho dinero. Tiene una deuda que saldar… —Hizo una pequeña pausa tratando de mantenerse templada—. No puedo defraudarlo. Si te quejas a él…
—No voy a quejarme —interrumpió Jorge, cuya indignación seguía creciendo como la espuma—. ¿Cómo iba a ser tan poco caballeroso para hacer algo así? —Bufó ligeramente—. ¿Sabes que ni siquiera me preguntó quién era o qué intenciones tenía? ¿Que no se molestó en preguntarme el nombre, la edad o a qué me dedico?
Sofía escuchaba atentamente mientras observaba el rostro de Jorge, que mostraba una evidente expresión de enfado.
—Necesita dinero… —lo justificó Sofía.
—¿Dinero? —repitió Jorge. Casi le daba asco pronunciar la palabra—. ¿Y para conseguirlo vende a su novia al primer postor que paga por ella?, ¿sin informarse de quién es? Así, ¿sin más? —Bufó de nuevo—. ¿Y si yo fuera un depravado, un violador, o un psicópata?
Sofía no quería pensar en aquellas aterradoras posibilidades, pero tenía que reconocer que lo que había hecho Carlos no tenía justificación. Había jugado con su seguridad, con su vida. Lo que no entendía es por qué al señor Montenegro le preocupaba tanto. Él ya había conseguido lo que quería.
—A mí jamás se me ocurriría ceder, prestar o vender a mi novia… Jamás —ratificó rotundo Jorge, sancionando la conducta de Carlos—. ¿Te hubieras dejado meter un puño por el ano si yo te lo hubiera pedido?
Sofía alzó la mirada, compungida.
—Carlos necesita dinero… —volvió a decir por tercera vez como respuesta. La voz le temblaba—, y yo no quiero decepcionarlo.
Los ojos de Sofía se advertían vidriosos. Jorge suspiró con una mezcla de impotencia y resignación. Se acercó a ella, la asió la mano y la levantó suavemente del sillón. A esas alturas, su expresión se había dulcificado.
—Shhh… Tú no tienes la culpa —dijo mientras la abrazaba con fuerza—. No tienes la culpa de nada. De nada. —Le acarició la cabeza.
Sofía se fundió en la calidez de los brazos de Jorge y en el agradable olor a recién duchado que desprendía su cuerpo y, haciendo un esfuerzo, se tragó las lágrimas. No quería que la viera llorar. Era demasiado orgullosa para dejar entrever que estaba mal.