CAPÍTULO 25

 

—A ver qué le parece este —preguntó Sofía a una señora de avanzada edad con el pelo blanco y corto que había entrado en la perfumería a comprarse una colonia. La mujer extendió el brazo y le ofreció la muñeca—. Es fresco y a la vez sofisticado… —dijo Sofía al tiempo que le rociaba un poco en la piel.

—No está mal —respondió—. Pero me gusta más el primero.

—¿Este? —se aseguró Sofía, señalando con el dedo un frasco de cristal con forma de busto de mujer que descansaba sobre el mostrador.

—Sí. Su fragancia es mucho más sutil…

La puerta de la perfumería se abrió, interrumpiendo la conversación, y un chico de veintipocos años, repeinado y con un uniforme de la floristería Bourguignon entró en la tienda con un enorme ramo de rosas rojas.

—Dios mío… —se oyó decir a Sara desde el fondo. Corrió hacia la puerta, esperanzada de que fuera para ella, y se detuvo frente al repartidor—. ¿Es para mí? —interrogó.

—No lo sé —dijo él. Miró el papel de entrega y preguntó—: ¿Eres Sofía?

—No —contesto Sara, desanimada y con los hombros caídos.

Sofía, que no había dudado un momento de que el ramo fuese para Sara, levantó los ojos, que se advertían brillantes y asombrados, y miró hacia el chico. Un golpe de rubor le invadió las mejillas.

—¿Eres Sofía?

—Sí —afirmó ella boquiabierta mientras se acercaba al repartidor. 

—Entonces esto es para ti —anunció él, tendiéndole el enorme ramo de rosas con una sonrisa afable. Sofía lo cogió como si fuera una bomba de relojería a punto de explotar—. Si eres tan amable de echarme una firmita aquí —indicó el repartidor.

Sofía dejó el ramo encima del mostrador, cogió el resguardo y firmó en el recuadro que le había señalado el chico.

—Gracias —dijo.

—Que tengáis buena mañana —se despidió el repartidor.

Sofía se volvió y contempló las rosas unos instantes. Eran preciosas, de un rojo vibrante, casi vivo. Estaban lozanas y frescas como si las acabaran de cortar, y parecían de terciopelo. Se inclinó lentamente hacia ellas y las olió. El aroma que desprendían era inspirador. Después cogió la tarjeta, la abrió y la leyó.

 

Gracias por todo lo que me has dado.

Porque he vuelto a ser gracias a ti,

durante las horas que

has estado conmigo.

Porque muero por llevarte

a ese lugar secreto

donde vuelan las mariposas.

 

Jorge Montenegro.

 

«Donde vuelan las mariposas…»

Sofía pasó cuidadosamente el dedo por la tarjeta, como si temiera que las letras desaparecieran al contacto con las yemas cuando releyó esa frase.

«¿Qué lugar será ese?», se preguntó, y sonrió cómplice con el mensaje de Jorge.

—Y luego te quejas de que Carlos no es romántico. —La voz de Sara se escuchó detrás de Sofía, que emergió de golpe a la realidad.

—¿Carlos…?

—Sí, Carlos —dijo Sara—. Porque es Carlos quien te lo ha enviado, ¿no?

—Sí, claro que sí —mintió Sofía algo titubeante, aunque podían pasar por ser los nervios de la emoción—. ¿Quién me lo va a enviar sino?

Volvió a sonreír para sus adentros y se metió la tarjeta en el bolsillo de la camisa del uniforme. Sara, que había vuelto a sus quehaceres, se moriría si supiera que realmente quién le había mandado aquel impresionante ramo de rosas rojas era Jorge Montenegro, el arquitecto más prestigioso del país y uno de los hombres más guapos del panorama nacional.

—Siento haberla hecho esperar —se disculpó Sofía con la mujer de avanzada edad a la que estaba atendiendo antes de que entrara el repartidor de flores—. ¿Finalmente se lleva esta? —preguntó, intentando retomar su trabajo.

—Sí —confirmó la señora—. ¿Me la puedes envolver para regalo?

—Por supuesto, ahora mismo —dijo Sofía, que trataba de concentrarse por todos los medios.

Se dirigió al mostrador, cortó un trozo de papel de regalo y envolvió la colonia.

—Son diecisiete euros —dijo cuando terminó.

La mujer abrió la cartera, sacó un billete de veinte euros y se lo dio a Sofía para que cobrara.

—¿Me permites un consejo? —le dijo en tono confidencial. Sofía asintió mientras le daba los tres euros de vuelta—. Sea quien sea el que te ha enviado este precioso ramo —dijo, mirando las rosas—, no lo dejes escapar. La manera en que te han brillado los ojos cuando has terminado de leer la tarjeta dice más que mil palabras.

La señora le dedicó una cálida sonrisa y Sofía le devolvió el gesto, agradecida.

—Gracias —dijo.

La mujer inclinó la cabeza, satisfecha, y se marchó.

Sofía extrajo la tarjeta del bolsillo de la camisa y volvió a leerla.

—¿Cómo puedes decir que Carlos no es romántico? ¿Cómo? ¿Has visto bien el ramo de rosas que te ha enviado? Casi no entra por la puerta.

Sofía puso los ojos en blanco y meneó la cabeza con cierta exasperación. ¿Podía ser Sara más pesada de lo que era? ¿De dónde le nacía esa curiosidad por querer saber todo de todo? ¿Era congénito? Seguro que sí.

—La gente cambia —dijo únicamente Sofía, y por decir algo—. Voy a buscar un jarrón.

—¿No te las vas a llevar a casa?

—No —respondió Sofía—. Con el calor que hace en la calle y la condensación del metro no llegaría ni una sana. Durarán más si las dejo aquí.

—Tienes razón —dijo Sara, que pareció conformarse con la explicación de Sofía.

El resto de la mañana pasó volando. De vez en cuando, Sofía contemplaba el ramo de rosas con un indisimulado embeleso en la mirada e, irremediablemente, como las nubes de tormenta que ves llegar a lo lejos, aparecían en su mente fragmentos de imágenes de los momentos vividos en el fin de semana que había pasado con Jorge. Recordaba sus besos, sus ardientes caricias, sus palabras susurradas al oído, la fogosidad con que la hacía suya…, y se ruborizaba con la vergüenza e inexperiencia de una adolescente que hace por primera vez el amor.

 

Donde vuelan las mariposas
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