CAPÍTULO 47
Los días siguientes, la rehabilitación se convirtió en un sinfín de ejercicios que agotaban a Sofía. El fisioterapeuta le decía que tuviera paciencia. Su madre le decía que tuviera paciencia. Jorge le decía que tuviera paciencia, incluso su amiga Eva, abriendo mucho los ojos, y Elena y Oliver, que iban a visitarla asiduamente, le decían que tuviera paciencia. Pero a Sofía cada vez se le hacía más complicado. Sobre todo cuando veía que le costaba horrores sujetar un simple vaso de agua. Respiraba hondo, contaba hasta diez y volvía a intentarlo. Se pasaba horas y horas apretando una pelota de goma para que la mano cogiera agilidad y fuerza.
Había aprendido a comer y a peinarse con la izquierda y, aunque era más lenta, acabó adquiriendo destreza con la siniestra.
Y ante la desesperación que sufría en ciertos momentos, las risas que le provocaba Jorge mientras la ayudaba a hacer los ejercicios. A veces le hacía reír tanto que le dolía la tripa.
—Para, para ya… —pedía Sofía sin poder contenerse cuando le hacía cosquillas.
—Venga, tienes que seguir —la instaba Jorge, fingiendo seriedad mientras reprimía la risa.
—¡Jorge!
—Deja de reírte y haz el ejercicio.
—No puedo —decía Sofía, echando la cabeza de un lado a otro y retorciéndose sobre sí misma para evitar las cosquillas que le hacían los inquietos y maquiavélicos dedos de Jorge Montenegro.
—¿Cómo que no puedes?
—Para… Así no puedo.
—¿Así, cómo?
—Si me haces cosquillas no puedo —balbuceaba sin fuerzas.
—Yo no te estoy haciendo cosquillas. Eres tú que no paras de moverte sobre mis dedos. Pareces una lagartija.
—Ya, para… Por favor… —rogaba Sofía, rendida.
Cuando Sofía acababa exhausta, Jorge tiraba de ella y la ponía sobre su regazo; inclinaba la cabeza y la besaba tiernamente. Y la tensión desaparecía.
Los ejercicios fueron haciéndose más complejos, exigiendo una mayor atención de Sofía, que ponía toda su fuerza de voluntad en hacerlos bien, pero a veces era imposible. Cada día, Rubén valoraba la fortaleza y resistencia que iban adquiriendo los miembros afectados ——siempre insuficiente para Sofía—, evaluaba las anomalías que todavía se tenían que corregir, la resistencia, los movimientos y el déficit sensorial que presentaba su lado derecho.
—Paciencia —repetían unos y otros—. Paciencia.
Sofía había comenzado a detestar aquella palabra.
—¿Recuerdas qué es lo más importante en cualquier tipo de rehabilitación? —le preguntó Rubén después de una jornada tan intensa como frustrante.
—Constancia, paciencia y persistencia —respondió Sofía, agotada.
—La práctica repetitiva y persistente de los ejercicios — redundó el fisioterapeuta—. Tiene que entrarte eso en la cabeza para que se reduzca el nivel de frustración que sientes.
—Lo intento —dijo Sofía, cabizbaja. De pronto, tenía ganas de llorar—. De verdad que lo intento.
—Sé que lo intentas, pero no es suficiente —aseveró Rubén—. Si no logras entender que este proceso es sumamente lento, no avanzarás. Porque antes de empezar, te habrás dado por derrotada.
Sofía se mordió el labio.
—Ahora mismo eres como un bebé. Tienes que aprender… Aprender a andar, a correr, a coger las cosas sin caerlas, a coordinar los movimientos. Y para eso estoy yo aquí; y María; y Jorge. —Sofía alzó el rostro. Había conseguido mantener las lágrimas a raya—. Tienes que dejar que te ayudemos. Tienes que aceptar nuestra ayuda.
Rubén arqueó sus cejas de color rubio ceniza en un gesto de interrogación. Esperaba una respuesta. Sofía asintió en silencio mientras continuaba mordiéndose el labio compulsivamente.
—¿Vas a dejar que te ayudemos? —insistió Rubén. Sus cejas seguían curvadas.
—Sí —respondió Sofía.
—Bien. Por hoy hemos terminado.
Durante la noche tibia de aquel día, bajo las tenues y polvorientas luces de Madrid que entraban por la ventana del hospital, y pese a los agotadores ejercicios de la mañana, que no habían conseguido que se rindiera al sueño, Sofía lloró amargamente con el rostro hundido en la almohada. Lloró por el sacrificio de su madre, que había pedido una excedencia en el trabajo (justo cuando, después de años de dedicación, estaban a punto de ascenderla) y que se había trasladado a vivir a Madrid, donde había alquilado un pequeño bajo en el barrio de El Pilar, para que ella no tuviera problemas cuando le dieran el alta médica. Lloró por la abnegación de Jorge, que siempre que las obligaciones se lo permitían, lo que se traducía en la mayoría de los días según él, iba a quedarse con ella, a hacerle compañía. Sofía era consciente de que estaba descuidando los proyectos que le habían encargado y que se apilaban en el más absoluto de los olvidos en la mesa de su despacho. Pero parecía darle igual. Lo importante era ella. Siempre ella. Y aquello le pesaba en la espalda como una enorme losa de granito. Y lloró por ella misma, por esa chica de veinticinco años a la que nunca acababan de salirle bien las cosas. Aquella maldita, como Baudelaire, a la que la vida no quería sonreírle, ni siquiera un poquito. ¿Por qué todo era tan difícil? ¿Por qué le costaba más esfuerzo que a los demás conseguir las cosas? ¿Por qué el precio que tenía que pagar era más alto que el del resto?
Se revolvió en la dura cama del hospital, tratando de ahogar las lágrimas, para que su madre, que se había quedado con ella esa noche, no la oyera.
Sofía tenía miedo a que la historia, su historia, no tuviera un final feliz, como el de las novelas románticas que leía. En las que los protagonistas se casaban, eran felices y comían perdices. Sofía tenía miedo de que las perdices se le atragantaran en la garganta.
Su madre tenía derecho a ese merecidísimo ascenso por el que llevaba años luchando, a continuar con su vida en Barcelona. Y Jorge tenía derecho a estar con alguien con quien pudiera salir a pasear, ir al cine, comer un helado, o viajar a París, y no con ella, para quien el mundo parecía haberse reducido a los escasos centímetros de una silla de ruedas.