CAPÍTULO 26
Sofía se lanzó escaleras abajo y corrió hacia el metro antes de que las puertas se cerraran. Miró a derecha y a izquierda del vagón y vio un asiento libre al fondo. Caminó hasta él y se sentó.
Antes de irse de la tienda había cogido una de las rosas del ramo y se aferraba a ella como si le fuera la vida. Sacó el móvil del bolso bandolera blanco que llevaba, entró en el whatsapp, buscó a Jorge y abrió el cuadro de diálogo. Tras borrar varios inicios de conversación que no la convencían, finalmente escribió:
—Gracias por la rosas. Son preciosas.
Dio a enviar con el dedo tembloroso mientras se acercaba la rosa a la nariz e inhalaba su aroma, y observó la doble palomita, que se mantenía gris. Ahora debía guardar el teléfono y esperar. La respuesta de Jorge llegó cinco minutos después.
—No tanto como tú
Sofía leyó el mensaje y contestó:
—Gracias también por alegrarme el día.
—¿Alegrarte el día? ¿Le tenías triste? —se interesó Jorge.
—Un poco bajo de ánimo, nada más. —Sofía trató de quitar hierro al asunto. No quería aburrir a Jorge con su montante de penas.
—¿Y ahora cómo estás? —Sofía reflexionó la pregunta.
—Perfectamente.
—¿Segura? —se preocupó Jorge.
—Sí, segurísima Y tú, ¿qué tal estás?
—Acabo de salir de una reunión con unos locos de los detalles. Necesito desesperadamente un Ibuprofeno :P —bromeó Jorge, añadiendo un emoticono con la lengua fuera.
—¿Te llevo uno? :P —Sofía siguió con la broma, sin pensar que Jorge le tomaría la palabra.
—Solo si me lo traes tú en persona.
Sofía dudó: ¿Lo decía en serio o en broma?
—¿Lo dices en serio? —le preguntó, expectante.
—Totalmente. —Después de unos segundos, Jorge dijo—: ¿Dónde estás?
—En el metro, camino a casa —respondió Sofía de inmediato.
—¿Qué tal te queda la Castellana?
—¿A qué altura?
—Llegando a la Plaza de Castilla —indicó Jorge—. Si te viene mal, voy a buscarte.
—No es necesario. Me bajo en Gregorio Marañón y voy andando.
—¿No quieres que te vaya a buscar? —insistió Jorge.
—No, de verdad. Seguro que el tráfico está imponente. Es mejor que vaya andando. En nada estoy allí.
—Ok. Pregunta en recepción por mí.
—Ok.
—Te espero impaciente… —se despidió Jorge.
Sofía guardó el móvil y la rosa en el bolso. Se levantó y esperó a que el metro se detuviera. Las puertas del vagón se abrieron y se apeó de él con prisa y una sonrisa en los labios tan bobalicona como inevitable.
Enfiló el Paseo de la Castellana tratando de tranquilizarse. Los nervios ya estaban haciendo de las suyas en el estómago y el corazón le latía apresuradamente en las sienes. ¿Por qué Jorge Montenegro la ponía siempre en ese estado que cualquier psicólogo describiría como frenético? Lanzó una exhalación.
Echó un vistazo al reloj. Las dos y veinte. No le daría tiempo a ir a casa; tendría que comer algo por ahí. El rostro de Carlos se asomó traicioneramente a su cabeza mientras esquivaba a la gente, que caminaba con rapidez de un lado a otro.
Se paró en seco en medio de la acera, a la altura de Nuevos Ministerios. Tenía que estar en casa cuando él llegara. ¿Qué iba a pensar si ese día iba a comer y no la encontraba en el piso? Frunció el ceño con gravedad. Alzó el rostro y miró a lo lejos, hacia la Plaza de Castilla, abrumadora como solo Madrid podía serlo. Los transeúntes pasaban a su lado, sorteándola.
«Seguro que ni siquiera va comer a casa —pensó en silencio—. Y, aunque fuera, no echaría en falta mi ausencia…»
Sin pensarlo mucho más y deshaciéndose de la imagen de Carlos, se arrancó de nuevo a caminar apretando el paso. Quince minutos más tarde llegó al edificio sobrio y rotundo de acero y acristalamiento azul cobalto en el que se alojaba la firma de Jorge Montenegro. Levantó la mirada a pie de calle. Nunca se había fijado en lo que podía imponer una construcción de aquella envergadura casi inabarcable con los ojos.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla? —dijo la recepcionista cuando Sofía se decidió finalmente a entrar. Era una chica pelirroja de unos treinta años, excesivamente maquillada, que llevaba puesta una ajustada americana azul celeste.
—¿El señor Montenegro? —preguntó Sofía.
—¿Jorge, Raúl o Adrián? —dijo la recepcionista.
Sofía cayó en la cuenta de que Jorge le había comentado que tenía dos hermanos pequeños.
—Jorge… Jorge Montenegro —especificó.
—Última planta. Pasillo de la derecha —le indicó amablemente la recepcionista.
—Gracias.
Sofía se dirigió a la fila de ascensores observando el espacio diáfano del hall y la elegancia del mobiliario. Mientras esperaba a que bajase alguno, advirtió que estaba hecha un manojo de nervios. Se introdujo en el ascensor repitiéndose como un estrambótico mantra que tenía que tranquilizarse, aunque su cabeza no parecía hacerle mucho caso.
Cuando llegó a la última planta, las puertas se abrieron y ante ella se extendió un área amplia, luminosa y de líneas depuradas con un sutil aire de confort. Se internó en el pasillo de la derecha y caminó por él hasta que llegó a una especie de antesala con una mesa en la que no había nadie. Al fondo, unas enormes puertas de doble hoja negra acaparaban casi toda la pared. Antes de nada, sacó del bolso la tableta de Ibuprofeno que siempre llevaba en un pequeño neceser.
Sofía se acercó a ellas y leyó la pulcra inscripción en letras plateadas que había en la madera.
Jorge Montenegro
Arquitecto
Alzó la mano y tocó sutilmente con los nudillos. Segundos después oyó los pasos firmes y cadenciosos de Jorge al otro lado.
—Mi niña… —dijo Jorge con voz cálida cuando abrió la puerta.
—Hola —alcanzó a decir Sofía, que se quedó sin aire al verlo.
Jorge llevaba un ajustado traje sastre negro que ponía de relieve la definición perfecta que poseían sus músculos y su aire regio. La americana estaba desabrochada y la corbata, negra al igual que la camisa, se notaba sensualmente aflojada. De pronto, una exacerbada timidez paralizó a Sofía.
—¿Vas a quedarte todo el rato en la puerta? —bromeó Jorge, mostrando una sonrisa pícara y felina.
—No, claro que no —respondió Sofía dando un par de pasos hacia adelante—. Tu Ibuprofeno —dijo, tendiendo la tableta a Jorge. Echó un rápido vistazo al despacho. Era diáfano, luminoso y enormemente sofisticado, como Jorge.
—Gracias —dijo él con una mirada seductora, al tiempo que cogía la tableta.
Sofía carraspeó. De nuevo estaba allí, acentuada, esa sensación que Jorge Montenegro ejercía sobre ella. Ese efecto magnético y sugestivo que no le permitía apartar la mirada de él. Aunque, haciendo un soberano esfuerzo, mantenía los ojos en la panorámica que se proyectaba al otro lado de la enorme cristalera del fondo del despacho.
—¿Te gustan las vistas? —le preguntó Jorge, intentando hacerla sentir cómoda.
—Sí —respondió Sofía.
Jorge había comenzado a sentir ese cosquilleo que le recorría el cuerpo nada más ver a Sofía con su faldita vaquera y aquella camiseta blanca informal que le caía por el hombro. ¿Cómo hacía para estar tan sensual con lo que se pusiera? Esa chica iba a volverlo loco.
Respiró hondo y trató de mantener a toda costa la compostura, pero la mirada le delataba. Sofía percibió en el aire una extraña tensión. Algo de índole sexual que apremiaba ser resuelto.
—Acércate —dijo Jorge, alargándole la mano para que la cogiera. Sofía la tomó y se aproximó a la cristalera—. Mira… —le susurró Jorge al oído—. Tienes Madrid a tus pies. ¿Lo ves?
El tacto de sus dedos y ese olor tan característico que desprendía la piel de Sofía aceleró las pulsaciones de Jorge, que no pudo controlarse más.
—Lo que necesito desesperadamente no es un Ibuprofeno, es a ti —afirmó estrechando apasionadamente a Sofía contra la cristalera—. Eso es lo único que necesito.
Sofía suspiró con fuerza mientras notaba el formidable cuerpo de Jorge haciendo presión sobre el suyo, que temblaba como una hoja.
Jorge buscó el botón de la falda, cuando lo encontró, lo desabrochó con la destreza de un maestro y dejó caer la prenda a los pies de Sofía. Sin perder tiempo le subió la camiseta por la espalda y se deshizo de ella.
—Mi preciosa y dulce niña… —murmuró al tiempo que le quitaba el sujetador.
Bajó el brazo, metió los dedos entre las braguitas y acarició el sexo de Sofía. Estaba mojadita; lista para él. Se desabrochó el pantalón y lo deslizó hasta la mitad de los muslos.
—Jorge… —farfulló Sofía.
De pronto sintió vergüenza. ¿Y si volvía la secretaria de Jorge y los escuchaba? o, peor aún, ¿y si los pillaba de esa guisa?
—Tranquila. Mi secretaria no regresa hasta las cinco —dijo Jorge, leyendo su pensamiento mientras tiraba las braguitas a un lado.
Cogió las manos de Sofía y apoyó las palmas contra el cristal, por encima de la cabeza. Metió ligeramente la rodilla entre sus piernas y le dio un ligero toque para que las separara. De ese modo su cuerpo quedaba expuesto a la ciudad como una maravillosa obra de arte.
—Quiero que todo Madrid vea como te hago el amor —aseveró Jorge en tono sugerente, entrelazando posesivamente sus dedos con los de Sofía y estrechándose más contra su cuerpo—. Así… —susurró, hundiéndose en ella sin control.
Sofía sintió vértigo, como si a sus pies se abriera un profundo abismo y estuviera a punto de caer. No sabía si por las decenas de metros que la separaban del suelo o por la pasión vehemente con que Jorge la embestía. Solo fue consciente de esa sensación de placer que llenaba cada recoveco de su ser y que la hizo correrse apresuradamente mientras Jorge buscaba un orgasmo en el calor que se alojaba entre sus piernas temblorosas.
—Así, mi niña… Te quiero corrida. Te quiero mía... —dijo Jorge entrecortadamente, sin detenerse ni darse un respiro—. Así…
Los jadeos de Jorge y sus embriagadores gemidos de placer abocados a su clímax final volvieron a ponerla en alerta. Sus entrañas se contrajeron de nuevo mientras Madrid se desplegaba completamente a sus pies y, de manera inesperada, como un relámpago que cruza el cielo, volvió a correrse al compás de Jorge, que se convulsionó con violencia sobre su espalda entre palabras que Sofía no alcanzó a entender. Exhausto, la envolvió con sus brazos y la apretó fuerte contra él.