CAPÍTULO 15
El agua caía tibia y suave por los cuerpos desnudos que iluminaban los primeros rayos de sol del amanecer. El murmullo de los besos, los pequeños gemidos y los jadeos llenaban el silencio mientras Jorge recorría con la boca cada centímetro de piel de Sofía. Su sabor era tan dulce como el almíbar.
¿Cómo podía un hombre no enamorarse de ella?
Las manos se cerraron en torno a sus pequeños pechos mientras le mordía sensualmente el lóbulo de la oreja por detrás.
—Te deseo… —musitó en su oído con voz voluptuosa.
Sofía sintió dispararse la adrenalina y recorrerle el interior de las venas como si fueran agujas. Miles de agujas.
La erección de Jorge, dura e imperiosa, le apremiaba por penetrarla, por inmiscuirse en ella, por embestirla. Allí mismo, contra la pared de azulejos grises y negros de la sofisticada ducha. Salvaje como un animal en celo. Sin embargo, debía de ser paciente. Tenía que asegurarse de que estuviera lista. A pesar de todo, él no dejaba de ser un desconocido.
Jorge fue deslizando los besos, los mordiscos y las caricias por el torso de Sofía hasta alcanzar el vientre, provocando que el vello de la piel se le erizara.
Sofía gimió. Sus dedos acariciaban los mechones de pelo empapados de Jorge mientras él le arrancaba con la lengua un intenso orgasmo que llegó de forma precipitada. Oírla gemir de placer lo excitó aún más, si cabía.
Se incorporó en toda su estatura, la cogió a horcajadas sin esfuerzo y la llevó a la cama. Sofía lo miraba exhausta, sin saber qué decir. No era capaz de articular palabra. Jorge la tendió cuidadosamente sobre las sábanas, sacó un preservativo de la mesilla de noche, se lo puso y se colocó encima de ella. Besos y pequeños mordiscos se fueron sucediendo unos tras otros a lo largo del cuello, de los pechos y del vientre sin darle una tregua, ni siquiera para respirar con normalidad. Su lengua trazó caminos de saliva y placer de un extremo a otro del cuerpo tembloroso de Sofía, que se retorcía sobre sí misma, sofocada.
Jorge alzó el rostro y la miró fijamente. Con los ardientes ojos oscuros clavados en ella, le abrió las piernas despacio y la fue penetrando poco a poco, suavemente, calibrando en todo momento su reacción.
Sofía frunció ligeramente los labios, pero no articuló ninguna queja. Jorge continuó entrando en ella despacio, sin dejar de observar su rostro, sonrojado por el placer y la vergüenza. Estaba cerradita, pero insistió una vez más hasta que su miembro se hundió completamente en Sofía, hasta el fondo.
—Ya, mi niña… —murmuró con voz envolvente.
Sofía sintió como el pene de Jorge se expandía más y más en su interior, invadiendo cada rincón de su vagina. La sensación era desconcertante, incluso impropia, pero le gustaba que la llamase «mi niña». Aunque no lo fuera; aunque ella fuera de Carlos.
Jorge se mantuvo un rato quieto dentro de Sofía, inmóvil, para que se acostumbrara a su miembro y a él mientras la miraba con toda la dulzura del mundo y hacia esfuerzos por no empujar con el inmenso deseo que había estado acumulando desde que la vio por primera vez en la terraza del Tartan Roof. No quería hacerle daño.
—Mi niña… —volvió a decir, como si le hubiera leído el pensamiento.
Y empezó de nuevo a besarla tiernamente. A hacerse sentir poco a poco. Pero al final las lenguas se entrelazaron con una pasión desenfrenada hasta casi hacerse un nudo.
Jorge notó entonces una cálida corriente alrededor de su erección. Sonrió. Sofía se había humedecido por la excitación de los besos y lo había empapado. Estiró los brazos y envolvió las manos de Sofía con las suyas. Los dedos se entrelazaron por encima de las cabezas y, despacio, comenzó a moverse sobre ella, primero en círculos y después entrando y saliendo suavemente de sus entrañas, sin quitarle los ojos de encima ni un segundo. Cuando las pelvis se acoplaron con la precisión de las piezas de un reloj y el rostro de Sofía se relajó, Jorge incrementó el ritmo, volviendo su respiración irregular.
Instintivamente, Sofía rodeó su cintura con las piernas, echó la cabeza hacia atrás y los cuerpos se unieron en una comunión perfecta. Jorge le estaba haciendo sentir algo que Carlos no le había hecho sentir nunca: deseada, incluso amada. ¿Cómo era posible? El señor Montenegro no era más que un desconocido. Estaba desconcertada y fascinada a partes iguales por tantas sensaciones que explotaban caóticamente como una bomba dentro de ella.
—Mírame —le pidió Jorge entre jadeos.
Sofía incorporó la cabeza y se encontró con su intensa mirada, que se mantenía fija en sus ojos mientras se movía cadenciosamente sobre ella, como si quisiera transmitirle un mensaje secreto. Gimió, excitada. Empezó a temblar por dentro cuando Jorge aceleró las embestidas. Instantes después su cuerpo se convulsionaba de placer con una corriente de calor irrefrenable. Sofía coreó el nombre de Jorge como un mantra mientras se dejaba ir. Él empujó unas cuantas veces más, aferrando con fuerza sus dedos entrelazados, hasta que estalló en un violento orgasmo que lo sació por completo.
—Mi niña… —dijo entrecortadamente, todavía dentro de ella—. Mi preciosa y dulce niña…
Sofía dejó caer la cabeza en la almohada, extenuada, mientras Jorge la bañaba a besos de manera incansable.