CAPÍTULO 9
El portero automático repicó puntualmente cuando las agujas del reloj señalaban las cuatro. El corazón de Sofía dio un brinco dentro del pecho. Se encaminó hacia la puerta y lo descolgó.
—¿Sí? —preguntó en tono tembloroso.
—¿Señorita Sofía?
La voz que habló al otro lado era madura y firme y Sofía pensó que demasiado formal. Tragó saliva.
—Sí, soy yo.
—Soy Walther, el chófer del señor Montenegro. He venido a recogerla.
«Montenegro», pensó Sofía. Pero no le vino a la mente nada relacionado con ese apellido, aunque le resultaba vagamente familiar.
—Enseguida bajo —dijo.
—¿Necesita que la ayude con la maleta? —le preguntó Walther.
—No, no es necesario. Gracias.
Sofía no pudo evitar sorprenderse ante aquella amabilidad. Pero desde luego, no le desagradó en absoluto.
—¿Señorita Sofía? —volvió a decir Walther cuando Sofía alcanzó finalmente la calle arrastrando la pequeña maleta detrás de ella.
—Sí, soy yo —le dijo al hombre alto y delgado que en esos momentos extendía el brazo para darle la mano.
—Soy Walther, el chófer del señor Montenegro —se presentó.
Sofía le estrechó la mano.
Walther tenía el pelo blanco corto y unas gafas estrechas apoyadas en el pronunciado tabique de la nariz que le hacían parecer un político. La voz era firme y suave a un tiempo y hablaba con una cordialidad que animaba a confiar en él. Vestía un impoluto traje negro con camisa blanca y corbata también negra.
—Déjeme que la ayude con la maleta —dijo.
—Gracias —agradeció Sofía.
Walther abrió con el mando a distancia el maletero del impresionante BMW gris aparcado en la acera y metió la pequeña maleta. Sofía paseó disimuladamente la mirada de un lado a otro del coche abarcando toda su envergadura.
—Si es tan amable… —indicó Walther con una sonrisa afable en los labios, abriéndole al mismo tiempo la puerta del BMW y dándole paso.
Sofía asintió ligeramente con la cabeza y se introdujo en el coche con un cierto apocamiento que no pudo disimular. Se sentía intimidada a pesar de la indiscutible cortesía con que la trataba Walther.
Cuando el chófer cerró la puerta, el mundo pareció desaparecer, como si hubiera traspasado los límites de otra dimensión. Los ruidos de Madrid eran apenas un susurro huidizo entre los asientos de cuero negro y la carrocería de lujo de ese BMW solo apto para economías solventes.
—Póngase cómoda —dijo Walther cuando arrancó.
Sofía trató de seguir el consejo del chófer sin mucha suerte. No había forma de tranquilizarse. Respiró hondo. Sacó del bolso de mano unas gafas de sol y se las puso. Pensamientos de todo tipo viajaban por su mente sin tregua.
Alguien con chófer propio y un coche de aquellas características debía de tener también una edad respetable. Tenía que ser un señor, como lo nombraba Walther. Sintió una punzada de angustia en el corazón mientras contemplaba los altos edificios de la capital a través de los cristales tintados.
«Un fin de semana. Solo un fin de semana —pensó Sofía con tristeza—. Después todo volverá a ser como antes», se dijo.
Walther volvió a hablar.
—El señor Montenegro quería venir a recogerla personalmente —comentó, girando a la derecha para tomar la Gran Vía madrileña—. Pero le ha surgido un imprevisto en el trabajo y le ha sido imposible venir.
—Entiendo —dijo Sofía.
—La verá esta noche —añadió el chófer.
Claro que lo entendía. Seguramente el señor Montenegro era uno de esos hombres encopetados, engreídos y presuntuosos para los que el trabajo y la fiesta lo era todo. Sabía cómo se las gastaban esos millonetis a los que la vida parecía sonreír siempre. Juerguistas, mujeriegos, inconscientes, libertinos, caprichosos… Acostumbrados a conseguir todo lo que querían, aunque fuera pagando. ¿Por qué uno había tenido que poner sus ojos precisamente en ella? Ella, que detestaba hasta la médula ese tipo de vida y de comportamiento.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Estaba aterrada. Intentó reprimir el llanto por todos los medios posibles. No era el momento ni el lugar, pero fue absurdo. Una inoportuna lágrima se deslizó por su mejilla; Sofía se la secó apresuradamente con los dedos. Walther alzó la mirada y la posó en el espejo retrovisor. Ver a aquella chica de vivos y preciosos ojos verdes y rostro angelical llorando le encogió el corazón.
—El señor Montenegro es todo un caballero —afirmó, tratando de disipar la angustia que pensó tenía que estar sintiendo Sofía—. No tiene de qué preocuparse.
Sofía sorbió por la nariz y se enjugó el resto de lágrimas que rodaban por su rostro con un pañuelo de papel que había sacado del bolso.
Podía preguntarle a Walther qué edad tenía el señor Montenegro, si era joven o mayor, si era buena persona… Pero no se atrevió y, de todas formas, ¿qué iba a responderle? Era su jefe; trabajaba para él. No hablaría mal de la persona que le daba de comer y menos con una desconocida.
Dejaron el bullicioso centro de Madrid atrás, entre los toques de claxon y las largas caravanas de coches, y tomaron la autovía A-6 dirección norte, hacia Las Rozas. Sofía miraba el paisaje por las ventanillas del BMW mientras los nervios le seguían haciendo nudos en el estómago. Nudos que no podía deshacer. Las manecillas del reloj se deslizaban por la esfera blanca demasiado deprisa. ¿Por qué el tiempo no se paraba? Necesitaba un alto, unos minutos… Necesitaba volver a casa, acurrucarse en el sofá tranquilamente y leer una de esas novelas románticas que tanto le gustaban.
Respiró hondo y cerró los ojos unos instantes. Cuando los abrió segundos después, entraban en una urbanización de lujo próxima a la sierra de Guadarrama. Tras pasar el control rutinario, Walther condujo el coche por una amplia avenida de chalets pareados. Al llegar al final se detuvo, apretó un mando a distancia y unas puertas macizas de hierro se deslizaron hacia los lados.
—Ya hemos llegado —dijo el chófer mientras circulaban por un pequeño camino que se abría paso por una explanada de césped perfectamente cuidado.