CAPÍTULO 48
Aquella mañana, después de la sesión de corrientes diadinámicas, encargadas de estimular el tejido muscular, le pusieron unas correas acolchadas por encima del bañador deportivo, que le cruzaban la cintura y la espalda y le sujetaban las ingles como si fuera un alpinista.
—¿Para que es esto? —preguntó Sofía ante la atenta mirada de Jorge, Rubén y María—. ¿Voy a ir de escalada? —bromeó.
—Ahora lo verás —contestó Rubén, sonriente.
Accionó un mando y acercó una grúa ortopédica, enganchó el arnés al gancho del brazo y con la ayuda de María fue incorporando poco a poco a Sofía, que quedó parcialmente suspendida en el aire en posición vertical, a un palmo del suelo.
—Mueve la pierna derecha hacia delante y hacia atrás —indicó el fisioterapeuta—. Primero despacio y después, si puedes, más rápido.
—Vale —dijo Sofía.
Respiró hondo y expulsó el aire lentamente. Después, con esfuerzo, desplazó la pierna unos centímetros hacia adelante. Jadeó. Parecía que tenía una tonelada de hormigón atada al tobillo. Se concentró y la movió hacia atrás.
—Otra vez —indicó Rubén.
Haciendo de nuevo un esfuerzo sobrehumano, Sofía desplazó la pierna hacia adelante y hacia atrás.
—Otra vez. —La voz de Rubén volvió a oírse, apremiante.
Sofía repitió el movimiento intentando que fuera más rápido. Primero adelante, después atrás, como le había indicado el fisioterapeuta.
—Otra vez —ordenó Rubén, tratando de marcar un ritmo más activo.
La pierna derecha de Sofía volvió a desplazarse adelante y atrás.
—Muy bien —dijo el fisioterapeuta.
Sofía giró el rostro y buscó la mirada de Jorge. Estaba con las piernas ligeramente separadas y las manos metidas en los bolsillos del chándal negro de Adidas que se ponía cuando acompañaba a Sofía a la rehabilitación. Sus ojos oscuros, y entornados en una mueca sutil, la observaban detenidamente mientras la boca de labios sensuales proyectaba una sonrisa de satisfacción.
—Ahora vas a hacer lo mismo, pero con las piernas metidas en el agua —anunció Rubén mientras terminaba de tomar unas anotaciones—. ¿Preparada?
—Sí —afirmó Sofía con contundencia. La sonrisa de Jorge la había alentado.
El brazo de la grúa se desplazó y comenzó a deslizarse lentamente hacia abajo, sumergiendo las piernas de Sofía en el agua. María se metió también en la piscina y se acercó hasta Sofía para seguir de cerca la ejecución del ejercicio.
—Debido a que la densidad del agua es mayor que la del aire, el esfuerzo a la hora de hacer el movimiento también lo es —comentó el fisioterapeuta—. Pero de este modo se fortalecen los músculos afectados. —Hizo una pausa en su explicación, se colocó la carpeta de los apuntes debajo del brazo y levantó los ojos para mirar a Sofía—. Comienza: adelante-atrás. Adelante-atrás —le fue marcando.
Sofía desplazó la pierna hacia adelante. Notaba la resistencia que hacia el agua en su extremidad y el esfuerzo extra que tenía que hacer para moverla unos cuantos centímetros.
—Lo estás haciendo muy bien —la animó María con una sonrisa.
Sofía respiró hondo, apretó los labios y movió la pierna hacia atrás.
—Muy bien —volvió a decir la enfermera.
—Otra vez —indicó Rubén.
Bajo las pautas de Rubén, Sofía repitió el ejercicio tantas veces que acabó poco menos que exhausta.
—Ahora, flexiónala. Arriba y abajo. Arriba y abajo… —dijo el fisioterapeuta mientras le mostraba la manera de hacerlo—. No dejes caer la pierna. Intenta mantener el control de ella todo lo posible, ¿vale?
—Vale —respondió Sofía.
La jornada fue agotadora, con una decena de ejercicios nuevos que Sofía trataba de hacer lo mejor que podía. Pero no siempre lo conseguía. Algunos le resultaban tan duros, que terminaba con los ojos anegados de lágrimas del dolor y de la frustración. Sin embargo, respiraba hondo un par de veces y trataba por todos los medios de contener el llanto. No quería que la vieran llorar. No quería que sintieran lástima por ella. Sobre todo, no quería que Jorge sintiera lástima por ella. Eso sí que no podría soportarlo.
En más de una ocasión se había preguntado si no estaría con ella precisamente por eso, por lástima. Intentaba no pensar en ello, pero la idea insistía en su cabeza más de lo necesario. ¿No estaría con ella por una especie de obligación moral? Aquel pensamiento la angustiaba y ejercía una presión en su pecho que a veces le impedía respirar. Jamás permitiría que alguien estuviera con ella por pena, compasión, o porque creyera tener una obligación de índole moral o ética. Eso estaba reñido con el amor. La pena y la compasión no eran amor.
¡Era tan desesperante! ¡Todo aquello era tan desesperante!, que en algunos momentos pensaba que iba a volverse loca.
Y casi se volvió loca unos días más tarde.
Los ejercicios que le ponía Rubén aumentaban su complejidad y su dificultad cada jornada. Aquella mañana, en que el sol entraba a raudales por los enormes ventanales de la sala de rehabilitación, colocó a Sofía al inició de unas barras paralelas entre las cuales tenía que andar. Al principio lo hizo ayudada por la grúa. Sofía había imitado el movimiento que las piernas hacen al caminar en una serie de ejercicios que el fisioterapeuta y la enfermera le habían mandado hacer los días anteriores. Solo tenía que ponerlo en práctica, pensó. Sin embargo, se vino abajo cuando vio que su cuerpo era incapaz de soportar su propio peso.
—Es normal —apuntó Rubén—. Tu lado derecho todavía está muy débil.
Sofía levantó los ojos y lo miró enfurecida.
—¡Eso ya lo sé! —explotó de pronto—. Lo sé desde que entré por esa maldita puerta.
—Sofía, cálmate —dijo Jorge con voz sosegada.
—¡No quiero calmarme! —gritó Sofía fuera de control—. ¡Lo que quiero es volver a caminar! ¡Lo que quiero es volver a ser la de antes!
—Y lo serás —intentó consolarla Jorge—. Ya lo verás...
—Rubén, quítame el arnés —ordenó Sofía.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó él con un viso de preocupación en la voz.
—A demostraros que puedo caminar por esas malditas barras —afirmó Sofía.
—Es muy pronto para eso —opinó Rubén.
—Sofía, tienes que tener paciencia… —terció Jorge.
—Qué me quitéis el maldito arnés —masculló Sofía entre dientes.
Rubén deslizó la mirada de ojos grises hasta María y asintió ligeramente con la cabeza. Lo mejor, dado el estado alterado en que se encontraba Sofía, era que fuera ella misma quien comprobara que aún era muy pronto para andar sin ningún tipo de ayuda.
—Sujétate a las barras —le aconsejó María. Sofía se cogió la mano derecha con la izquierda, la levantó y la colocó en la barra. Aunque el brazo afectado había mejorado bastante, seguía estando débil. Después, sostenida aún por la grúa, separó un poquito las piernas—. ¿Lista? —preguntó la enfermera.
Sofía asintió en silencio. María trasteó con el arnés hasta que finalmente lo soltó. Sofía se tambaleó ligeramente ante las miradas de expectación de los presentes, pero mantuvo el equilibrio.
—No me ayudéis —dijo, cuando vio que Rubén y Jorge se acercaban a ella.
—Sofía… —Jorge hacía todo lo posible por que entrara en razón.
—Que no me ayudéis —repitió Sofía.
Sofía sentía todo el peso de su cuerpo como una gran losa de mármol en la espalda, tirando de ella hacia abajo. Los brazos le temblaban del esfuerzo. Apenas podía sostenerse sobre unas piernas que parecían de gelatina. Pero solo tenía que dar un paso, y después otro. Mecánico. No era tan difícil. Es algo que todo el mundo hacía.
«Vamos», se dijo a sí misma.
Sin embargo, su cuerpo no respondía a la orden. ¿Por qué? Era un ejercicio que había hecho mil veces. Primero un pie, después otro. Con un esfuerzo sobrehumano arrastró la pierna derecha hacia delante. Apretó los dientes y bufó. Gotas de sudor resbalaban por sus sienes.
Cuando fue a adelantar la pierna izquierda, el lado derecho no soportó el peso del cuerpo y Sofía se desplomó como una muñeca de trapo. Jorge y Rubén, en un acto reflejo, salieron corriendo hacia ella. Pero fue Jorge quien entró en el pasillo que formaban las barras y la cogió en brazos antes de que cayera al suelo.
—No puedo… —sollozó Sofía, agarrándose a Jorge con fuerza—. No puedo… —decía llena de impotencia, de rabia y de tristeza.
—Ya, mi niña, ya… —Jorge se echó en el suelo con Sofía en el regazo y le acarició tiernamente la cabeza.
—No puedo… —seguía diciendo Sofía entre lágrimas amargas. Estaba derrotada.
—Shhh… Ya está, mi niña. Ya está… —Jorge se inclinó y le dio un beso protector en la frente.
Levantó el rostro e intercambió una mirada con Rubén, que cerró los ojos y asintió. Nadie mejor que Jorge para consolar a Sofía. Lo que menos necesitaba en esos momentos era una opinión profesional de lo que acababa de suceder.
Jorge la apretó más contra sí.