CAPÍTULO 3
—Hacía mucho tiempo que no mirabas a una mujer del modo en que estás mirándola a ella.
La voz de Ernesto sacó a Jorge de sus pensamientos, devolviéndolo de golpe a la realidad. La mano se tendía con una copa.
—No te he oído llegar —se limitó a decir Jorge, cogiendo la copa entre los largos y estilizados dedos.
Ernesto, un treintañero de nariz aguileña, ojos pequeños y expresión perpetuamente optimista, esbozó una ligera sonrisa en los labios finos.
—No me extraña, pareces hipnotizado…
—¿Sabes quién es? —preguntó Jorge con los ojos enigmáticamente entornados, sin dejar de mirar un solo instante a Sofía.
—Se llama Sofía —respondió Ernesto—. Es amiga de Elena y, como puedes comprobar, una auténtica preciosidad.
«Es más que una auténtica preciosidad», se dijo Jorge para sus adentros. El pensamiento le resultaba desconcertante.
Jorge Montenegro era un reputado arquitecto madrileño, de rasgos angulosos, tez morena, almendrados ojos negros y casi un metro noventa de estatura. Poseedor a todas luces de un extraordinario atractivo, que a pocas mujeres dejaba indiferente. A lo largo de su carrera profesional había ganado los premios nacionales e internacionales más prestigiosos del gremio, convirtiéndose en uno de los arquitectos más afamados del país.
Había estado observando silenciosamente a Sofía casi desde que la había visto llegar. Y por alguna inexplicable razón que no alcanzaba a comprender, no había podido quitarle los ojos de encima. Contemplaba, más bien, como si fuera una hermosa obra de arte, sus gestos. Se había fijado en cómo sonreía, cómo se colocaba el pelo detrás de la oreja, cómo movía las manos al hablar y cómo miraba de vez en cuando al tipo del fondo, que de pronto le había empezado a caer mal.
—Desgraciadamente está comprometida —continuó Ernesto—. ¿Ves a ese de allí? —dijo señalando discretamente con el índice a Carlos, que se encontraba hablando con Oliver. Jorge asintió con la cabeza—. Es el hijo de puta de su novio. Según me ha contado Oliver —siguió diciendo Ernesto en tono confidente—, ese muerto de hambre tiene la mano muy larga.
Jorge se giró hacia su amigo como si hubiera recibido una descarga eléctrica en el cuello.
—¿Le pega? —preguntó con cierta nota de alarma en la voz grave.
—Sí —afirmó Ernesto contundentemente—. Ahí donde lo ves, tan poca cosa, es un cabrón malnacido.
—Hijo de puta… —musitó Jorge.
¿Cómo podía pegarle? Con lo dulce que parecía Sofía, con lo dulce que seguramente era. ¿Cómo podía ser capaz de ponerle un dedo encima? De pronto, inesperadamente, sintió una punzada de ira y algo parecido a impotencia, en el pecho. No hallaba una razón aparentemente coherente, pero le jodía que aquel cabrón maltratara a esa chica a la que sin saber por qué, no podía dejar de mirar.
—Por si no fuera poco, también es un crápula —comentó Ernesto—. Demasiado habitual de los antros de Madrid. —Jorge arqueó las cejas en un gesto elocuente—. El único oficio que se le conoce es el trapicheo. Rara es la vez que no anda metido en líos. Siempre hay alguien detrás de él dispuesto a partirle las piernas.
—Yo me añadiría de buena gana a la lista de esos buenos amigos que quieren partirle las piernas —dijo Jorge con una seriedad solemne.
—Al parecer, anda loco tratando de conseguir dinero para pagar su último pufo.
—Es todo un dechado de virtudes —afirmó Jorge con ironía.
—Mientras Sofía le es fiel hasta las trancas, él sería capaz de vendérsela al mejor postor, y ella, por su devoción a él, se dejaría comprar si así se lo pidiese.
Jorge miró de reojo a Ernesto, astuto como un lobo.
—¿A cuánto asciende su deuda? —preguntó, seguro de que Ernesto estaba al tanto de esa información, porque Ernesto estaba al tanto de todo cuanto acontecía en Madrid. Después la mirada volvió a Sofía, que en esos momentos sonreía como una niña pequeña con una de las ocurrencias de Elena.
—Las malas lenguas dicen que a cincuenta mil euros.
Jorge pareció no inmutarse. Continuaba observando —o estudiando— a Sofía. Su silueta, menuda y torneada, se recortaba contra el azul oscuro de la noche como la figura de un ángel bajado del cielo.
—Me pregunto de dónde va a sacar semejante cantidad —comentó Ernesto, ajeno a los pensamientos que viraban de un extremo a otro de la cabeza de su amigo—. Tal vez por fin acabe con los huesos rotos, o tirado en el fondo de una cuneta.
A Jorge Montenegro le gustaba cualquiera de las dos ideas. No podía negarlo. Aquel hijo de puta no se merecía menos, desde luego. Estaba convencido de que más tarde o más temprano alguien acabaría ajustándole las cuentas, pero no iba a ser en aquella ocasión.
—¿Podrías hacerme con su teléfono? —preguntó a Ernesto, que volvió el rostro hacia Jorge con una ceja levantada en un gesto indiscutible de interrogación. Pero Jorge permaneció imperturbable a su expresión de asombro, sin apartar la mirada de Sofía.
—No me irás a decir que estás pensando hacer tratos con ese crápula —dijo Ernesto.
—De pronto ese crápula de ahí tiene algo que me interesa —refutó Jorge.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Ernesto, más sorprendido aún si cabía. No terminaba de entender muy bien dónde quería ir a parar Jorge.
—De Sofía.
Ernesto abrió los ojos de par en par mientras ataba cabos en su cabeza vertiginosamente. No podía dar crédito a lo que estaban escuchando sus oídos. Jorge Montenegro era por voluntad propia uno de los solteros de oro de la ciudad. Las mujeres se lo rifaban como si fuera una preciada reliquia. Pero desde que Paula, su novia de toda la vida, había fallecido en un desafortunado accidente de tráfico cuyo coche conducía Jorge, el arquitecto se había vuelto una persona introvertida y casi intratable en lo que a cuestiones de amor se refería. El sentimiento de culpa, que lo machacaba cada día y cada noche, había hecho que se encerrara en sí mismo y desde hacía casi cinco años no había estado con ninguna mujer, alimentando el halo de misterio y enigma que lo rodeaba constantemente. Y, ahora, de repente, estaba interesado en Sofía, una chica preciosa, sí, pero comprometida con un hombre de dudosa reputación y, por lo que Ernesto intuía, Jorge pretendía ¿comprarla?
—¿Qué demonios tienes pensado hacer? —dijo únicamente, tratando por todos los medios de mantener la calma.
—Le daré a ese desgraciado el dinero que necesita para pagar su deuda si permite que Sofía pase un fin de semana conmigo.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Ernesto.
—Probablemente —respondió escueto Jorge con su acostumbrada templanza.
—No dudo de que ese muerto de hambre te la preste, por decirlo de alguna manera —dijo Ernesto, que no lograba salir de su perplejidad—. Pero te has parado a pensar lo qué va a decir ella. Estamos en pleno siglo veintiuno. Los hombres no van por ahí comprando a las mujeres. O al menos no de una manera tan directa.
—No voy a comprarla —arguyó Jorge, aunque en ningún momento pretendía justificarse. Había tomado una decisión e iba a llevarla a cabo con todas sus consecuencias.
—¿Ah, no? Entonces, ¿cómo llamas a lo que vas a hacer?
—Las mujeres como Sofía son fieles a sus sentimientos y a los hombres con los que están, hasta la muerte, aunque sean sus propios verdugos —empezó a explicar Jorge—. De otro modo será imposible conocerla. No es difícil imaginarse cómo tiene que tener la autoestima. Las mujeres maltratadas terminan creyéndose que son las culpables de los golpes que reciben, incluso los justifican. Es una espiral enfermiza de la que no consiguen salir fácilmente.
—Pero…
—Necesito conocerla, Ernesto —interrumpió Jorge, mirándolo fijamente sin titubear un solo segundo. Después se volvió de nuevo hacia Sofía—. Aunque solo sea eso, conocerla… Tenerla exclusivamente para mí durante un fin de semana.
En ese mismo instante Sofía alzó el rostro y se topó con los persistentes ojos de Jorge, que la observaban con una fijeza contemplativa desde el fondo de la terraza, imponente y elegante con su traje y camisa negros de corte perfecto. Algo intimidada por la seguridad que derrochaba aquel desconocido, apartó rápidamente la mirada con súbita timidez en las mejillas, mientras la suave brisa que corría en la cúspide del edificio le aleteaba los mechones de pelo a ambos lados del rostro.
Ernesto posó la mirada en uno y en otro y soltó el aire que tenía contenido en los pulmones, dándose por vencido.
—Te conseguiré el teléfono de ese crápula. No te preocupes —concluyó, consciente de que no sería capaz de ninguna manera de disuadir a Jorge de su idea. Y, bien pensado, ¿para qué iba a hacerlo? Era la primera vez en años que su amigo mostraba interés por una mujer. Hasta ese entonces había estado guardando un silencioso luto por Paula, culpabilizándose de su muerte. Ya era tiempo de que dejara atrás el pasado y volviera a ilusionarse de nuevo.