CAPÍTULO 6

 

 

El Marimba Café Bar era un lugar íntimo y acogedor donde el último miércoles de cada mes se celebraba el Conflicto Sentido, un recital de poesía al que Sofía acudía encantada cuando su trabajo en una de las perfumerías de la cadena Miramoud se lo permitía.

Sin embargo, aquella tarde apenas estaba prestando atención a nada de cuanto acontecía a su alrededor, y cuando le tocó el turno de leer las dos poesías que había escrito para la ocasión, lo hizo de una manera mecánica, sin emoción, como un ser autómata. Su cabeza divagaba sin parar entre una extraña serie de sentimientos encontrados, ajena a lo que ocurría en el Marimba Café Bar. Decenas de preguntas se arremolinaban en su mente formando un torbellino confuso. ¿Quién sería ese hombre que quería pasar un fin de semana con ella? ¿Dónde la había conocido? Ella casi no salía de casa.

Levantó los ojos del block de notas que descansa sobre sus rodillas y al que se aferraba con fuerza y miró a un lado y a otro.

«Quizá es alguien del grupo de poesía…», teorizó para sus adentros.

Era el lugar al que iba con más asiduidad. Paseó la mirada con timidez por los rostros de los que se habían reunido en el recital Conflicto Sentido. Ninguno parecía contar con el dinero suficiente para abordar la deuda de Carlos de un modo solvente. Ignoraba a cuánto ascendía exactamente, pero sabía que era varios miles de euros. Notó un pellizco en el corazón. Carraspeó discretamente, nerviosa. Lo que iba a hacer tenía un nombre. Un nombre que no se atrevía a pronunciar, ni siquiera en voz baja. Sintió una opresión en el pecho que no le dejaba respirar con normalidad y notó  algunas gotas de sudor deslizándose suavemente por la frente. Sacó un pañuelo de papel del pequeño bolso que se había llevado y se las enjugó.

—Tengo que irme —le dijo de repente a Eva, la amiga que siempre que podía la acompañaba a los recitales de poesía. Una chica bonachona de carnes abundantes, cara redonda como una hogaza de pan y pelo lacio rubio que gesticulaba sin parar.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Eva—. Estás muy pálida.

—Sí, sí —afirmó Sofía en tono apremiante—. Es que tengo calor. Nada más. Solo necesito que me dé un poco el aire.

—¿Quieres que te acompañe afuera? —Eva se mostraba preocupada.

—No. Estoy bien, de verdad —dijo Sofía tratando de sonar convincente. Esbozó una leve sonrisa—. Prefiero irme a casa. Tú quédate disfrutando del recital.

—Como quieras —dijo Eva—. Pero si necesitas algo no dudes en decírmelo.

Sofía asintió mecánicamente.

—¿Nos vemos el próximo miércoles? —preguntó Eva mientras Sofía cogía su block de notas y se levantaba del asiento.

—Sí, te llamo para quedar, ¿ok?

—Ok —confirmó Eva con una sonrisa, moviendo teatralmente la cabeza de arriba abajo.

Sofía se despidió con un beso y salió del Marimba Café Bar sin rumbo determinado. La brisa soplaba caliente, como si hubieran abierto una ventana en el desierto. El termómetro de pie que había situado en la acera de enfrente al café punteaba veintinueve grados. Iba a ser un verano muy caluroso. Respiró hondo intentando calmar los nervios que habían empezado a serpentearle en el estómago.

Decenas de interrogantes la perseguían como si de un enjambre de abejas se tratara. ¿Qué edad tendría el hombre? ¿Sería joven o viejo? El latido del corazón le martilleaba las sienes.

—Tenía que haber dicho que no —musitó en voz en baja mientras caminaba a toda prisa por la calle—. Tenía que haberme negado…

¿Cómo la trataría aquel hombre? Él tampoco la conocía de nada. Seguro que con frialdad. Iba a pagar por tener sexo con ella. Por tanto, podía exigir. Y eso le dio miedo, mucho miedo, porque podía exigir lo que se le antojase… Un escalofrío le bajó por la espalda. De pronto se sintió como un mero objeto sexual. Se sintió agobiada, con ganas de llorar. Se paró en un parque y se sentó en un banco de madera.

¿Y si hablaba con Carlos? Puede que comprendiera que ella no estaba preparada para algo de ese calibre. Ella era mujer de un solo de hombre, de él. Eso debería ser una prueba de amor para Carlos. Ya encontrarían el modo de conseguir el dinero para pagar la deuda.

Negó con la cabeza en silencio.

Carlos no le permitiría echarse atrás. Mucho menos ahora que había aceptado. Se enfadaría y probablemente la dejaría. Aquella idea la aterraba, más incluso que la posibilidad de acostarse con un desconocido.

Suspiró, cansada, y llevó la vista al frente. Una avenida de sauces llorones se abría delante de ella formando un camino de cuento que parecía no tener fin. La claridad de la media tarde se filtraba por el entramado de ramas y hojas dibujando un abanico de haces de luz en el aire.

—Estoy entre la espada y la pared —susurró angustiada.

¿Qué aspecto tendría? ¿Cómo serían sus manos? ¿Cómo la acariciarían? ¿Cómo la besaría? ¿Cómo…? No se atrevió a terminar la frase. Cerró los ojos y agitó la cabeza, intentando que desaparecieran las imágenes que asomaban a su mente, pero no lo consiguió. ¿Tendría cuidado? ¿La trataría con delicadeza? La espiral incombustible de preguntas seguía hostigándola sin descanso.

Quizá se había precipitado al aceptar. Tenía que haberlo pensado detenidamente antes de haber dicho que sí. No se sentía preparada para algo así. Bajó la mirada y la descansó en el suelo.

«Hazlo por mí —le había pedido Carlos—. Hazlo por mí». Las palabras resonaban en el interior de su cabeza como el sonido cadencioso de un tambor. «Hazlo por mí».

Tal vez su sacrificio mereciera la pena. Tal vez le hiciera abrir los ojos respecto a ella y darse cuenta de lo que era capaz de hacer por él, de todo lo que lo amaba. Tal vez lo hiciera cambiar. Eso la animó de manera fugaz.

Llegó a casa cuando el crepúsculo caía sobre Madrid, barnizando los edificios de un iridiscente color cobrizo que los hacía parecer caramelos gigantes. No había nadie. Carlos no había llegado, y tal vez tampoco llegara. El silencio se volvió pesado como una losa de mármol.

Sofía se acercó a la ventana del salón, descorrió las cortinas y contempló la calle a través de los cristales. La ciudad se mantenía inmersa entre dos luces, confiriéndole un halo que por momentos parecía mágico. Se sentía tan sola, desprotegida, vulnerable e insignificante, que apenas era capaz de articular palabra sin romper a llorar. Aquella sensación tan conocida como desoladora le calaba el alma de una tristeza tan profunda que apenas encontraba palabras para describirla. Ni todos los poemas del mundo serían capaces de definir lo que sentía.

Volvió el rostro y miró el reloj. Eran las diez. Quedaban menos de cuarenta y ocho horas para que tuviera lugar la cita. Menos de cuarenta y ocho horas. Se preguntó dónde se encontraría y qué estaría haciendo a esas horas el viernes. Los nervios comenzaron de nuevo a apoderarse de Sofía, y con ellos, las decenas de interrogantes que su cabeza no parada de formular. ¿Dónde pasarían el fin de semana? ¿En un hotel? ¿En la casa del desconocido? ¿Y si era un hombre casado?

Respiró hondo y trató de calmarse.

—Carlos no va a venir a cenar… —se dijo desanimada.

Se dio la vuelta, enfiló los pasos hacia la cocina y se preparó un sándwich de jamón y queso del que solo dio dos bocados. Tenía un espeso nudo en el estómago. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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