CAPÍTULO 37

 

 

—¿Dónde vuelan las mariposas? —preguntó Sofía.

—En el cielo —respondió Jorge.

—¿En el cielo? —volvió a decir Sofía.

—Sí, en esa parte del cielo donde las corrientes de aire son suaves y les permite avanzar hacia su destino, donde pueden mantener el vuelo sin caer, donde el viento no las arrastra.

Sofía sonrió. Entendía el símil. Jorge quería que ella mantuviera el vuelo, que no fuera a contracorriente, que el viento no la arrastrara, que no la hiciera caer y que pudiera avanzar hacia su destino.

—¿Me llevarás allí? —dijo.

—Cada minuto, de cada hora, de cada día —le aseguró Jorge—. Será un lugar secreto que tú y yo crearemos, que solo tú y yo conoceremos y al que solo tú y yo podremos ir. ¿Quieres que te muestre dónde vuelan las mariposas?

—Sí —afirmó Sofía, ampliando la sonrisa en el rostro—. Cada minuto, de cada hora, de cada día.

Jorge la besó tiernamente envuelto en la magia que los envolvía y que solo surgía cuando estaba con Sofía.

—Tengo que irme, mi niño —dijo ella, rompiendo el silencio que reinaba desde hacía un largo rato en el lugar.

Jorge echó un vistazo a  su Rolex Daytona. Eran las diez de la noche.

—¿Tan pronto? —preguntó haciendo un mohín de disgusto con los labios. Estaba tan bien en esos momentos, con el cuerpo desnudo de Sofía acurrucado contra el suyo en el viejo sofá columpio que tenía dentro del garaje.

—Quiero que te quedes —afirmó Jorge—. Quiero dormir contigo.

Sofía le rozó cariñosamente la nariz con la suya.

—No puedo —dijo únicamente.

Jorge exhaló, resignado.

—Lo sé —dijo, pasándole la mano por el rostro—. Lo sé…

Sofía se levantó del sofá, recogió la ropa del suelo y se vistió. Ella también quería quedarse. También quería dormir con Jorge. Pero tenía que irse. Debía irse. Carlos podría llegar a casa en cualquier momento y si no estaba se enfadaría.

Jorge observó a Sofía mientras se ponía las bragas, el sujetador y el vaporoso vestido blanco. Tenía el pelo alborotado y el rostro con un sonrojo natural y encantador. Fue deslizando lentamente los ojos por la curva de sus pechos, de sus caderas y por la línea de sus piernas.

—¿Qué? —dijo Sofía con timidez cuando advirtió que Jorge la estaba mirando—. ¿Quéeee? —repitió al ver que no contestaba.

—La próxima vez no voy a dejar que te vayas —dijo al fin, encerrando en sus palabras todos los pecados que le sugería el cuerpo de Sofía.

—Jorge…

—Lo digo muy en serio, Sofía. —Y realmente hablaba en serio—. La próxima vez no voy a dejar que te vayas.

 

 

 

Jorge dejó a Sofía en Joaquín Turina, esquina con la calle Polvoranca, como la anterior vez.

—¿Dónde demonios has estado? —preguntó Carlos con voz pastosa cuando entró Sofía en casa.

Estaba sentado en el sofá del salón, fumando, ebrio y con cara de pocos amigos.

—Tomándome un café con Eva —respondió.

—¿Y no sabes que tienes que estar aquí cuando yo llegue? ¿Quién me va a hacer sino la cena? —inquirió Carlos. Tenía los ojos vidriosos.

—Últimamente nunca vienes a cenar…

—¡Pero hoy he venido! —exclamó con los ojos enormes y enrojecidos, dando un fuerte puñetazo en la mesa.

Sofía se sobresaltó.

—Lo siento… —dijo, metiéndose nerviosamente el pelo detrás de la oreja.

—Lo sientes, lo sientes, lo sientes… —repitió Carlos con burla, elevando cada vez más el tono de voz.

Sofía retrocedió un paso cuando vio que Carlos se levantaba del sofá, tambaleante, y que se dirigía a ella.

—He dejado preparada una ensalada de pasta —comentó Sofía, tratando de calmar a Carlos—. Enseguida estará lista.

Se dirigía a la cocina cuando Carlos la agarró bruscamente del brazo y la detuvo. Sofía ahogó un grito de dolor en la garganta.

—¡No quiero comerme tu mierda de ensalada! —espetó Carlos muy cerca de su rostro.

—No te preocupes. Te haré otra cosa —dijo Sofía con voz dulce.

—Sí, si me preocupo —continuó Carlos sin soltarla del brazo—. Porque resulta que tengo una novia que es una buena para nada.

—Carlos, por favor…

—Por favor, ¿qué? —El aliento le apestaba a alcohol.

—Eres una inútil, una imbécil… ¿Quién crees que estaría contigo si no estuviera yo? ¿Quién crees que cargaría contigo? ¿Eh? ¿Quién?

—Carlos, me haces daño. —Sofía habló con un hilo de voz mientras la zarandeaba.

—Carlos, Carlos, Carlos… —dijo socarrón—. ¿Qué harías tú sin mí? ¿Adónde irías sin mí?

—Por favor, ya… Déjame, por favor.

—¡No quiero dejarte! Tienes que aprender, y parece que solo lo haces a golpes.

Sin soltarla, le dio varias bofetadas rápidas en la mejilla.

—Ya, Carlos…

Sofía intentaba aguantar las lágrimas y el dolor. Dio un fuerte tirón para soltarse, pero no lo consiguió. Los dedos de Carlos aferraban su brazo como una garra.

—No eres más que una zorra, que una maldita zorra —gritó dándole un fuerte empujón. Sofía trastabilló y cayó estrepitosamente al suelo—. Ahí es donde deberías estar siempre, en el suelo. Besando por donde piso. —Carlos se inclinó hacia ella y le escupió con saña la cara—. Ni se te ocurra dormir hoy conmigo —aseveró. Después caminó hasta el dormitorio con pasos tambaleantes y cerró de un portazo.

Sofía flexionó las piernas, se las cogió con las manos y se quedó en posición fetal parte de toda la noche, llorando amargamente.

 

 

 

Frente al espejo, Sofía sacó el bote de maquillaje del neceser, se echó un poquito en la mano y lo extendió por la mejilla. Las bofetadas que le había dado Carlos le habían provocado un hematoma en la parte alta del pómulo. No podía presentarse así a trabajar o comenzaría la batería de preguntas, en este caso, justificada. Nadie va por la calle con cardenales en la cara. Vertió otro poco de maquillaje y se dio una segunda capa. Tenía los ojos rojos e hinchados de las largas horas que había estado llorando durante el resto del fin de semana. Había estado sola en casa. Así que no había peligro de que Carlos la viera y volviese a pegarle por estar llorando.

Jorge le había enviado un par de whatsapp cariños, pero Sofía no había contestado. No la podía ver en ese estado, o se preocuparía.

 

 

 

—Está bien, mejórate —le dijo Sofía a Sara, que había llamado a la tienda para decir que no iría. Al parecer, tenía una gastroenteritis de caballo que la obligaba a estar en cama.

A Sofía no le importó quedarse sola en la perfumería y sacar el trabajo de Sara adelante. Lo prefería. Así estaría entretenida y mantendría la cabeza lejos de la tristeza y el dolor que le embriagaban el alma.

Terminó de hacer la caja, colocó unos últimos perfumes que habían llegado por la mañana y cerró la tienda. Fuera la esperaba Jorge.

—¿Qué haces…. aquí? —le preguntó Sofía, que pese a que quería evitar un encuentro con él, la alegró inmensamente verlo allí, plantado en la acera, galante como siempre, esperando que ella saliera de trabajar.

—Necesitaba verte —dijo Jorge con voz entrañable. En el fondo sospechaba que algo no iba bien. Lo intuía—. ¿Te acerco a casa?

—No hace falta, Jorge. Es mejor que vaya en metro —respondió Sofía.

—¿Está todo bien? —sondeó Jorge en un tono algo suspicaz.

—Sí, sí. Todo está bien. —Sofía trató por todos los medios que el pelo le tapara la mejilla—. Estoy un poco cansada. Nada más. Sara tiene gastroenteritis y no ha venido a trabajar…

Jorge le alzó la barbilla para obligarla a que lo mirara. Necesitaba ver en sus ojos qué estaba pasando. Cuando Sofía levantó el rostro, Jorge advirtió el hematoma atenuado por el maquillaje que tenía su mejilla.

—¿Ha vuelto a pegarte? —dijo entre dientes. Aunque no era una pregunta sino una dolorosa afirmación.

Sofía bajó la cabeza y se cubrió de nuevo la mejilla con el pelo.

—Todos está bien, Jorge. De verdad.

—¡Maldito hijo de puta! —exclamó, dando un puñetazo a la pared—. Voy a matarlo.

—Jorge, no… Por favor. —Los ojos de Sofía se llenaron de lágrimas—. Por favor… —repitió.

—Sofía…

—Jorge… —dijo Sofía como una súplica—. Solo serían problemas para mí.

Jorge se pasó la mano por el pelo, tratando de apaciguarse. Le hervía la sangre dentro de las venas. Sentía rabia, impotencia, dolor. Cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza. Quería abrazar a Sofía, estrecharla entre sus brazos, consolarla, pero no podía. ¡Maldita sea, no podía! ¡Ni siquiera eso podía! Estaban en plana calle y cualquiera podría verlos.

—No voy a consentir que vuelva a pegarte —aseveró con una seriedad estremecedora en la voz—. Me da igual lo que me pase, pero no voy a consentir que ese cabrón vuelva a pegarte.

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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