CAPÍTULO 12

 

 

Sofía pasó la tarde navegando por internet, viendo viejos videoclips de música y curioseando los tomos que presidían la estantería. Un repertorio de obras clásicas dignas de la biblioteca de Alejandría, que la mantuvo con la cabeza apartada del motivo que la había llevado hasta allí.

Tal y como había sugerido veladamente el señor Montenegro, se había metido en el jacuzzi envuelta en el aroma fresco y primaveral del azahar, después de que Nina le hubiera llevado una bandeja con café, zumo de naranja, pastas de té, fruta, pan y embutido, entre otras cosas, para que eligiera lo que quisiera como merienda.

Sofía se bebió el café e hizo un esfuerzo para comerse un par de las coquetas pastas de té que descansaban en un pequeño plato de porcelana verde. No tenía hambre.

El crepúsculo invadió el cielo con sus colores anaranjados y escarlatas mientras Sofía miraba el móvil frente a la pared de cristal. Esperaba en vano una llamada de Carlos, un whatsapp preguntándole cómo se encontraba, o diciéndole que todo iba a salir bien. Lo necesitaba. Sobre todo a medida que avanzaban las horas. Pero a pesar de necesitarlo como respirar no llegaba. Cada cinco minutos revisaba la lista de llamadas perdidas y los whatsapp, pero el nombre de Carlos no aparecía en ninguna de ellas.

«¿Con quién estará?», se preguntó.

La idea de que Carlos tenía una amante había dejado de ser una sospecha en los últimos tiempos para pasar a ser una certeza. Una dolorosa certeza que le arañaba el corazón. Carlos en brazos de otra… Pensar en ello la angustiaba.

Alguien tocó a la puerta.

—Adelante —dijo Sofía.

Nina entró en la habitación con una sonrisa cálida y una nueva bandeja llena de comida.

—Te he traído un poco de sopa de marisco y pollo asado —anunció mientras apoyaba la bandeja sobre la mesa.

Sofía se aclaró la garganta para aliviar la evidente tensión que tenía.

—No tenías que haberte molestado —dijo—. No tengo hambre.

—Me imagino —razonó Nina. Su voz sonaba amable—. Pero tienes que comer. Las cosas se llevan mejor con el estómago lleno.

Sofía mantuvo silencio sentada en la cama. Miró el reloj. Eran las nueve. La hora se acercaba.

—¿Me permites sentarme a tu lado? —dijo Nina.

—Sí, claro —respondió Sofía.

—El señor Montenegro es muy respetuoso —señaló—. No tienes nada que temer. Nada.

«Nada que temer…», repitió Sofía. Iba a tener sexo con un desconocido. ¿Cómo no lo iba a temer? Para ella el sexo era algo demasiado íntimo, demasiado personal, demasiado secreto para practicarlo de buenas a primeras con alguien a quien no había visto nunca. ¿Cómo no lo iba a temer?

—No puedo evitarlo —se atrevió a decir únicamente.

Nina movió la cabeza.

—Lo entiendo —dijo, mirándola detenidamente a los ojos—. Pero créeme: no tienes nada que temer.

Nina parecía muy segura de lo que decía, sin embargo Sofía no estaba nada convencida. Tanto ella como Walther eran sus empleados. No iban a hablar mal del nombradísimo señor Montenegro; les iba el puesto de trabajo en ello.

—Cena algo —sugirió Nina tras el silencio de Sofía—. Vendré a buscarte a las diez menos cuarto.

—¿Tengo que vestirme de alguna forma determinada para encontrarme con el señor Montenegro? —preguntó Sofía en tono suave.

—Cuando llegue el momento sabrás lo que tienes que hacer —indicó el ama de llaves—. Ahora come algo…

Sofía se limitó a asentir en silencio.

Nina se levantó de la cama y salió de la habitación. Sofía se acercó hasta la mesa y se sentó. Cogió la cuchara y removió la sopa. De pronto rompió a llorar. Las lágrimas bañaban sus mejillas como cuentas de diamante. Por milésima vez miró el teléfono móvil: Carlos seguía sin dar señales de vida. Negó con cabeza sin poder contener el llanto.

Sorbió un par de veces por la nariz y cuando logró serenarse se llevó una cucharada de sopa a la boca, pero los nervios le provocaron una arcada. Se fue al baño y se lavó la cara.

—Solo un fin de semana —se dijo mientras las gotas de agua se deslizaban por su rostro—. Solo un fin de semana y después todo volverá a ser como antes, como siempre…

Echaba de menos su rutina diaria, incluida la apatía casi congénita de Carlos.

 

 

 

Un reloj en alguna parte de la casa anunció las diez menos cuarto con unas campanadas suaves. El largo día de junio se despedía entre dos luces dando paso a la noche. La luna brillaba llena como un enorme medallón en lo alto de las cúspides de las montañas que daban forma a la sierra de Guadarrama.

Nina tocó la puerta.

—Ven conmigo —le indicó a Sofía.

Sofía la acompañó por el largo pasillo por el que habían accedido a su habitación. El corazón le había empezado a latir descontroladamente. Se detuvieron frente a una puerta blanca del otro extremo.

—Entra —le dijo después, cediéndole el paso. Sofía hizo lo que le pidió sin poner ninguna objeción. Lo único que quería es que lo que fuera a suceder, que sucediera cuanto antes—. ¿Ves el sobre que hay en esa mesa? —preguntó Nina apuntando con el índice un sobre de color rojo que había en una elegante mesa negra y gris situada enfrente.

—Sí —respondió Sofía. Tragó saliva.

—Ábrelo y lee su contenido. Son las instrucciones que el señor Montenegro ha dejado para ti. A las diez en punto tienes que estar lista.

—Vale.

—Y recuerda —dijo Nina mientras enfilaba los pasos hacia la puerta—: No debes temer nada.

La puerta se cerró con un chasquido sordo. Sofía se quedó mirando unos segundos el hueco por el que había salido el ama de llaves, con las palabras prendidas en la boca y los oídos inundados de un silencio que resultaba ensordecedor. Le hubiera gustado decirle a Nina que no se fuera, que se quedara con ella, que no la dejara sola…

Tenía miedo; más del que se atrevía a reconocerse a sí misma. Miedo al señor Montenegro y a sus caprichos. A esos a los que no se podía negar.

Miró el reloj. Faltaban doce minutos para las diez. Tenía que darse prisa.

Caminó por el parqué perfectamente encerado del suelo y se dirigió a la mesa, rodando la mirada por la habitación. Una estancia elegante, sobria y sofisticada, con muebles negros y grises y unas lámparas de diseño blancas que emitían una luz aterciopelada ocre que acariciaba el contorno de las cosas. Al igual que en la que había estado ella, la pared del fondo era de cristal, dejando ver la panorámica que ofrecía la sierra de Guadarrama. También contaba con jacuzzi y baño propio. Cuando alcanzó la mesa, tomó el sobre entre las manos, que le temblaban por los nervios, quitó el lacre como buenamente pudo y lo abrió.

Las indicaciones eran claras y concisas:

 

1.- Cámbiate de ropa y ponte lo que he dejado para ti encima de la cama.

2.- Permanece de pie, quieta y de espaldas a la puerta en el mismo punto donde estás ahora leyendo.

3.- Cuando entre en la habitación no te gires ni hables hasta que me acerque a ti.

 

Lo primero que hizo Sofía fue volver la cabeza. Sobre el edredón gris plata de la cama descansaba un precioso picardías de color negro. Sofía se inclinó y lo cogió. La prenda, sofisticada y exquisita, tenía una suavidad insólita al tacto, tanto que se le escurrió ligeramente entre los dedos. La tela era semitransparente con un finísimo encaje de rosas en el bajo y en el pecho. La braguita a juego estaba al lado, junto con unas medias oscuras y unos altísimos zapatos de tacón.

Volvió a mirar el reloj. Las diez menos diez.

Se deshizo de su vestido de flores y sus sandalias planas y se puso el picardías. Se preguntó cómo el señor Montenegro había acertado la talla de una manera tan concisa. Desde luego era un muy buen observador. Se sentó en la cama y se fue subiendo las medias lentamente hasta que el encaje se ajustó en mitad del muslo. Echó un vistazo a los zapatos. Eran un 37. Su número. Los cogió y durante unos instantes los contempló a la suave claridad de la luz. Eran preciosos. De blonda negra sobre fondo plata, al igual que el picardías y las braguitas. Tampoco se podía negar que el señor Montenegro tenía buen gusto.

A Carlos nunca se le hubiera ocurrido organizar algo así, pensó Sofía. Aparte de apático era poco imaginativo.

Se introdujo los zapatos, que le quedaban perfectos, y se puso en pie. El espejo de cuerpo entero que había al otro lado de la habitación reflejó su imagen entre la media luz ocre de las lámparas. Sofía no pudo evitar sorprenderse. Jamás se había visto tan sexy. Se miró de arriba abajo, como si por primera vez en su vida fuera consciente de su cuerpo. De pronto se sintió intimidada; cuando cayó en la cuenta de que era así como la iba a ver por primera vez el señor Montenegro… La segunda si contaba con que ya la había visto una vez quién sabe dónde. Sintió que se le secaba la garganta. Iba a morirse de vergüenza. Los ojos se deslizaron hasta el hematoma del costado. Se había tornado más negro si cabía. Sería imposible que el señor Montenegro no lo viera. Resopló.

Llevó de nuevo la vista hasta el reloj. Las diez menos tres. ¡Solo faltaban tres minutos! Se encaminó hasta la mesa y se puso frente a ella, de espaldas a la puerta, tal y como lo había indicado el señor Montenegro. El corazón le latía tan rápido que parecía querer salírsele del pecho. Las sienes le golpeaban como un martillo. Durante un segundo creyó que iba a desvanecerse. Respiró profundamente.

—Cálmate Sofía —se ordenó a sí misma con voz autoritaria—. Cálmate.

Cuando dejó de oír su propia voz la estancia se anegó de silencio. Un silencio absoluto y abrumador que le taladraba los oídos, hasta que en el pasillo empezaron a repiquetear unos zapatos de unos pasos que se aproximaban. Sofía se movió inquieta en el sitio, intentando mantener el equilibrio sobre los altísimos tacones que tenía puestos. Le temblaban las rodillas. El momento había llegado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Donde vuelan las mariposas
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