CAPÍTULO 23
Se asomó a la ventana del salón del piso y vio que el BMW gris de Jorge torcía por la calle que salía a la izquierda. Sofía pareció desinflarse como un globo cuando desapareció de su vista definitivamente.
—Adiós —dijo en un hilo de voz con las palmas de las manos apoyadas en el cristal.
Se dio la vuelta con los hombros caídos. Se sentía extraña. En una casa que de pronto se le antojaba vacía y solitaria. Demasiado vacía y demasiado solitaria.
Miró a su alrededor y olfateó el ambiente; estaba enrarecido. En el aire flotaban las notas marchitas de un perfume que no era el suyo. Un perfume pesado y penetrante; barato, que se resistía a irse y que desafiaba a su fresca y chispeante fragancia de flores silvestres. ¿A quién había llevado Carlos al piso?
Se encaminó hacia el dormitorio y abrió la puerta. La cama estaba totalmente deshecha y las sábanas revueltas como si hubiera pasado un tornado. Se le encogió el corazón. Carlos había aprovechado su ausencia para estar con otra mujer. ¿Con una prostituta?, ¿o con una amante? Sofía paseó la mirada por la habitación buscando más pistas, como si las necesitara. Abrió el armario y algunos cajones de la cómoda en los que guardaba su ropa. Todo parecía estar en su sitio.
Agarró las sábanas y tiró de ellas. Estaba llena de rabia, de ira, de impotencia mientras las arrancaba de la cama con los ojos anegados de lágrimas. ¿Cómo podía Carlos ser tan atrevido?, ¿tan desleal? ¿Cómo podía tener tan poco tacto? ¿Es que acaso su desvergüenza no tenía límite?
Las arrebujó en una bola y las metió directamente en el cubo de la basura. Por nada del mundo iba a dormir en unas sábanas en las que Carlos hubiera estado follando con otra.
Se apoyó en la pared, se dejó resbalar hasta el suelo y lloró amargamente sentada sobre la frialdad de las baldosas de la cocina, hasta que llegó la hora de irse a trabajar.
—No tienes muy buena cara —dijo Sara a Sofía cuando la vio entrar en la perfumería. Sara era su compañera de trabajo. Una chica de rasgos aguileños, pelo rizado moreno y cuerpo desgarbado—. Parece que has llorado… ¿No ha sido un buen fin de semana?
Sofía desvió la mirada del rostro con expresión inquisitiva de Sara. No estaba de humor para hacer frente a sus siempre agotadores e inoportunos interrogatorios. Sara quería saberlo todo, aunque no le concerniera nada.
—No he dormido bien —se justificó Sofía, que no tenía ningunas ganas de darle explicaciones.
Sin mediar más palabras, se fue a las taquillas y se puso el uniforme.
Adrián entró radiante en el enorme despacho minimalista de Jorge, situado en la cúspide de uno de los edificios de la sin par Castellana. Acababa de aterrizar de su viaje a Nueva York y vestía de manera informal, con unos vaqueros y una camisa de lino blanca.
—Enhorabuena —dijo Jorge.
Salió de detrás del escritorio, atestado de planos y futuros proyectos y dio a su hermano pequeño un afectuoso abrazo.
—Gracias —respondió Adrián.
—Pero, cuéntame… Cuéntame cómo ha sucedido todo —pidió Jorge, dibujando una amplia sonrisa en los labios.
Ambos se dirigieron a la mesa alargada, negra y rectangular que poseía el despacho, y se sentaron en las sillas de cuero. Adrián estuvo más de tres cuartos de hora relatando pormenorizadamente a su hermano mayor los detalles de la presentación del proyecto a los directivos de O´Neal Enterprise Consulting, y como finalmente se lo habían concedido a él. Jorge volvió a felicitarlo por su hazaña.
—¿Qué tal te fue en la reunión con los norcoreanos? —se interesó Adrián.
—Bien —respondió Jorge con voz entusiasmada—. Creo que mi proyecto les convenció.
Adrián le dio unas palmaditas en el hombro.
—¡Eres un crack, hermanito! —exclamó.
—Todavía falta mucho camino por andar… Pero creo que finalmente será nuestro.
—¡Sí! —prorrumpió Adrián con los puños cerrados. Se calmó y miró a Jorge con gesto cómplice—. ¿Y qué tal el fin de semana con Sofía? —dijo en tono confidencial.
Jorge alzó los ojos. Su expresión se había ensombrecido.
—Demasiado bien —afirmó.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara? —quiso saber Adrián.
—No creo que vuelva a verla… —aseveró Jorge—. A no ser que pague de nuevo a su novio, y no quiero que pase otra vez por algo así.
Adrián movió la cabeza. No entendía nada. ¿Por qué si había ido tan bien como Jorge exponía, no iban a volver a verse? ¿Sería por Paula? ¿Su fantasma seguía atormentándolo?
—Sofía ha estado sorprendentemente receptiva a mí durante todo el fin de semana —dijo Jorge, adelantándose a la pregunta de Adrián, que lo miraba con rostro circunspecto—. Pero era por la presión a la que le ha sometido Carlos.
—¿Su novio?
—Sí. Para que yo no me queje de «su servicio», por llamarlo de alguna manera —dijo Jorge—. Si yo no hubiera quedado conforme, Sofía tendría que haber hecho frente a las represalias de Carlos. Y ya me imagino en qué consisten…
—Entiendo… —dijo Adrián—. ¿Cómo puede ser alguien tan hijo de puta?
—Me duele que Sofía esté con un hombre así —comentó Jorge, apesadumbrado. Me duele que esté con cualquier hombre que no sea yo, pero sobre todo me duele que esté con un hombre de la calaña de Carlos. Me duele y me da miedo… —dejó la frase colgando—. Todos sabemos cómo acaban algunas de las víctimas de la violencia de género y las vejaciones por las que sus verdugos les hacen pasar. —Hizo una pausa y apretó las mandíbulas con fuerza. Los rasgos se le endurecieron—. De buena gana mataría a ese cabrón con mis propias manos.
—Tienes que tranquilizarte —dijo Adrián, haciendo gala de sensatez—. Me hago una idea de la impotencia que sientes, de la rabia, pero no vas a arreglar el problema tomándote la justicia por tu mano. ¿No le has planteado la posibilidad de denunciarlo?
Jorge se llenó los pulmones de aire y los soltó de golpe.
—Sofía está enamorada de Carlos hasta las trancas —afirmó muy a su pesar—. Vive por y para él. Hubiera hecho cualquier cosa y se hubiera dejado hacer cualquier cosa con tal de no decepcionarlo, de no defraudarlo.
—Entonces solo puedes hacer una cosa… —dijo Adrián con los ojos brillantes. Jorge frunció el ceño, extrañado—. Enamorarla —aclaró rotundo Adrián. Sonrió, astuto—. Vamos, hermanito… Cualidades no te faltan. Tienes a tus pies a la mitad de las mujeres de Madrid y, si me apuras, del país. Eres el soltero de oro de España.
—Sofía no es de esas… —se adelantó a decir Jorge.
—Lo sé —interrumpió Adrián—. Si lo fuera, tú no te habrías fijado en ella. —Rio—. ¿No me digas que a estas alturas voy a tener que enseñarte a ligar? Quizá, después de tantos años, has perdido práctica. Pero ligar es como montar en bici: nunca se olvida.
Jorge levantó una ceja en un elocuente gesto. Estaba realmente sorprendido.
—No es necesario que me des clases sobre como cortejar a una mujer —ironizó—. Creo que me las apañaré bien solo.
—Pues desempolva tus armas de seducción y a por Sofía —le aconsejó—. Quítasela a ese hijo de puta —dijo en tono serio—. Eres un Montenegro... Que se note que eres el galán de la familia.
Jorge meneó la cabeza reflejando una expresión de resignación en el rostro. Adrián era imposible. No harían carrera de él, pero tenía razón. Era la única alternativa que le quedaba. No había nada que le impidiera conquistar a Sofía. Absolutamente nada. Y lo haría de la manera que él sabía: como un caballero.