Rashek debe intentar guiar a Alendi en la dirección equivocada, para desanimarlo o, de lo contrario, hacerlo fallar en su búsqueda. Alendi no sabe que ha sido engañado, que todos hemos sido engañados, y ahora no quiere escucharme.
55
Straff despertó con el frío de la mañana e inmediatamente echó mano a una hoja de fraín negro. Empezaba a ver los beneficios de su adicción. Lo despertaba rápida y fácilmente, haciendo que su cuerpo se sintiera cálido a pesar de lo intempestivo de la hora. En vez de estar listo en media hora lo estaba en diez minutos, vestido y dispuesto para enfrentarse al día.
Y un día glorioso iba a ser.
Janarle se reunió con él ante su tienda y los dos recorrieron el agitado campamento. Las botas de Straff crujían sobre la nieve y el hielo mientras se acercaba a su caballo.
—Los incendios se han extinguido, mi señor —explicó Janarle—. Probablemente debido a la nieve. Los koloss habrán terminado su saqueo y se habrán resguardado del frío. Nuestros exploradores temen acercarse demasiado, pero dicen que la ciudad parece un cementerio. Silenciosa y desierta, a excepción de los cadáveres.
—A lo mejor se han matado entre sí —dijo Straff alegremente, montando a caballo, el aliento condensándose en el frío aire de la mañana. A su alrededor, su ejército estaba en formación. Cincuenta mil soldados ansiosos ante la perspectiva de tomar la ciudad. No solo habría saqueo por delante, sino que mudarse a Luthadel significaría un techo y paredes para todos ellos.
—A lo mejor —respondió Janarle, montando.
Eso sí que sería conveniente, pensó Straff con una sonrisa. Todos mis enemigos muertos, la ciudad y sus riquezas mías, y ningún skaa por el que preocuparse.
—¡Mi señor! —exclamó alguien.
Straff alzó la cabeza. El terreno que se extendía entre su campamento y la ciudad era gris y blanco, el color de la nieve manchada de ceniza. Y reunidos en su extremo más alejado estaban los koloss.
—Parece que están vivos a pesar de todo, mi señor —dijo Janarle.
—En efecto —respondió Straff, frunciendo el ceño. Todavía quedaban un montón de criaturas. Salían por la puerta oeste, sin atacar de momento, reuniéndose en un gran cuerpo.
—Los exploradores dicen que hay menos que antes —dijo Janarle tras una pausa—. Quizá dos tercios del número original, quizás un poco menos. Pero siguen siendo koloss…
—Pero están abandonando sus fortificaciones. —Straff sonrió. El fraín negro calentaba su sangre como si estuviera quemando metales—. Y vienen hacia nosotros. Que ataquen. Esto debería terminar muy rápido.
—Sí, mi señor —contestó Janarle, un poco menos seguro. Frunció entonces el ceño y señaló hacia la parte sur de la ciudad—. ¿Mi… señor?
—¿Qué pasa ahora?
—Soldados, mi señor. Humanos. Parece que son varios miles.
Straff frunció el ceño.
—¡Todos deberían estar muertos!
Los koloss atacaron. El caballo de Straff corcoveó cuando los monstruos azules cruzaron a la carrera el campo gris y las tropas humanas se organizaban detrás.
—¡Arqueros! —gritó Janarle—. ¡Preparad la primera descarga!
Tal vez no debería estar en primera línea, pensó Straff de repente. Volvió grupas, y entonces advirtió algo. Una flecha salió disparada de pronto de entre las filas de koloss al ataque.
Pero los koloss no usaban arcos. Además, los monstruos estaban todavía muy lejos y aquel objeto era demasiado grande para ser una flecha, en cualquier caso. ¿Una roca, tal vez? Parecía más grande que…
Empezó a descender hacia el ejército de Straff. Absorto en el extraño objeto, Straff contempló el cielo. A medida que caía, fue viéndolo más claro. No era una flecha, ni una roca.
Era una persona… una persona con una aleteante capa de bruma.
—¡No! —gritó Straff. ¡Se suponía que se había marchado!
Vin gritó mientras descendía de su salto impulsado por el duralumín. La enorme espada koloss apenas pesaba en sus manos. Golpeó a Straff directamente en la cabeza y luego continuó hacia abajo, hasta hundirse en el suelo levantando nieve y tierra helada con la potencia de su impacto.
El caballo cayó partido en dos. Lo que quedaba del antiguo rey se desplomó con el cadáver del equino. Vin miró los restos, sonrió torvamente y se despidió de Straff.
Elend, después de todo, le había advertido lo que le sucedería si atacaba la ciudad.
Los generales y ayudantes de Straff se quedaron sin habla a su alrededor. Tras ella, el ejército koloss avanzaba, y la confusión en las filas de Straff hacía que las andanadas de los arqueros fueran irregulares y menos efectivas.
Vin agarró con fuerza su espada, luego se empujó, siempre impelida por el duralumín. Los jinetes cayeron, las herraduras de las bestias resbalaron y los soldados fueron apartados en un círculo de varias docenas de metros. Los hombres gritaban.
Bebió otro frasco, restaurando acero y peltre. Entonces saltó, incitando a los generales y otros oficiales al ataque. Sus tropas de koloss alcanzaron las primeras filas del ejército de Straff, y comenzó la auténtica carnicería.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Cett, arrebujándose en su capa mientras lo colocaban y ataban a la silla.
—Parece que atacan —dijo Bahmen, uno de sus ayudantes—. ¡Mira! ¡Luchan con los koloss!
Cett frunció el ceño, abrochándose la capa.
—¿Un tratado?
—¿Con los koloss? —preguntó Bahmen.
Cett se encogió de hombros.
—¿Quién va a ganar?
—Es imposible decirlo, mi señor. Los koloss son…
—¿Qué es esto? —preguntó Allrianne, subiendo a caballo la cuesta, acompañada por un par de abatidos guardias. Cett, naturalmente, les había ordenado que la retuvieran en el campamento… pero también esperaba, claro, que ella superara ese contratiempo.
Al menos puedo contar con que se haya retrasado acicalándose por la mañana, pensó divertido. Ella llevaba uno de sus vestidos impolutos, el pelo bien peinado. En un edificio ardiendo, Allrianne se hubiese detenido a comprobar su maquillaje antes de escapar.
—Parece que ha empezado la batalla —dijo Cett, indicando la lucha.
—¿Fuera de la ciudad? —preguntó Allrianne, acercándose a él. Entonces sonrió—. ¡Están atacando la posición de Straff!
—Sí —dijo Cett—. Y eso deja la ciudad…
—¡Tenemos que ayudarlos, padre!
Cett puso los ojos en blanco.
—Sabes que no vamos a hacer nada de eso. Esperaremos a ver quién gana. Si están lo bastante débiles, cosa que espero, los atacaremos. No he traído a todos mis hombres, pero tal vez…
Guardó silencio al advertir la mirada de Allrianne. Abrió la boca para hablar, pero antes de que pudiera hacerlo, ella espoleó su caballo.
Los guardias maldijeron y trataron, demasiado tarde, de agarrar sus riendas. Cett permaneció quieto, desconcertado. Aquello era una locura, incluso para ella. No se atrevería…
Allrianne galopó colina abajo hacia la batalla. Entonces se detuvo, como Cett esperaba. Se volvió a mirarlo.
—¡Si quieres protegerme, padre, será mejor que ataques!
Se dio media vuelta sin más y empezó a galopar de nuevo. Su caballo levantaba la nieve del suelo.
Cett no se movió.
—Mi señor —dijo Bahmen—. Esas fuerzas parecen casi igualadas. Cincuenta mil hombres contra unos doce mil koloss y unos cinco mil hombres. Si añadimos nuestra fuerza a cualquiera de los dos bandos…
¡Maldita muchacha estúpida!, pensó Cett, viendo alejarse a Allrianne.
—¿Mi señor? —preguntó Bahmen.
¿Por qué vine a Luthadel, para empezar? ¿Porque de verdad pensaba que podía tomar la ciudad? ¿Sin alománticos, con una revuelta en mi propia tierra? ¿O fue porque estaba buscando algo? Una confirmación de las historias. Un poder como el que vi aquella noche cuando ella estuvo a punto de matarme.
¿Cómo han conseguido exactamente que los koloss luchen con ellos?
—¡Agrupa a nuestras fuerzas! —ordenó Cett—. Vamos a marchar a la defensa de Luthadel. ¡Y que alguien envíe jinetes tras esa loca hija mía!
Sazed cabalgaba en silencio. Su caballo avanzaba despacio sobre la nieve. Ante él la batalla se recrudecía, pero se hallaba lo suficientemente alejado para estar fuera de peligro. Había dejado la ciudad atrás, donde las mujeres y los ancianos supervivientes observaban desde las murallas. Vin los había salvado de los koloss. El verdadero milagro sería que pudiera salvarlos de los otros dos ejércitos.
Sazed no se unió a la lucha. Sus mentes de metal estaban casi vacías y su cuerpo casi tan cansado como su mente. Simplemente detuvo el caballo, que resoplaba en el frío, mientras contemplaba la llanura nevada.
No sabía cómo enfrentarse a la muerte de Tindwyl. Se sentía… vacío. Deseaba poder dejar de sentir. Deseaba volver atrás y defender la puerta de ella en vez de la suya propia. ¿Por qué no había ido a buscarla cuando se enteró de su caída? Ella todavía estaba viva entonces. Podría haberla protegido…
¿Por qué seguía preocupándose? ¿Por qué molestarse?
Pero los que tenían fe no se equivocaban, pensó. Vin volvió para defender la ciudad. Yo perdí la esperanza, pero ellos no lo hicieron nunca.
Espoleó de nuevo su caballo. Los sonidos de la batalla se oían a lo lejos. Trató de concentrarse en cualquier cosa que no fuera Tindwyl, pero no podía quitarse de la cabeza las cosas que había estudiado con ella. Los datos e historias se volvieron más preciosos, pues eran un eslabón con Tindwyl. Un eslabón doloroso, pero no podía soportar descartarlo.
El Héroe de las Eras no era simplemente un guerrero, pensó, todavía cabalgando lentamente hacia el campo de batalla. Era una persona que unía a las demás, que las acercó. Un líder.
Sabía que Vin pensaba que era el Héroe. Pero Tindwyl tenía razón: era demasiada coincidencia. Y él ni siquiera estaba seguro de seguir creyendo ya.
El Héroe de las Eras surgió del pueblo de Terris, pensó, viendo atacar a los koloss. No pertenecía a la realeza, pero acabó perteneciendo a ella.
Sazed detuvo su caballo en el centro del campo despejado y desierto. Las flechas sobresalían de la nieve a su alrededor, y el terreno estaba cubierto de huellas. En la distancia, oyó un tambor. Se volvió y vio un ejército de hombres que marchaba sobre una colina, al oeste. Llevaban el estandarte de Cett.
Capitaneaba las fuerzas del mundo. Los reyes cabalgaban en su ayuda.
Las fuerzas de Cett se unieron a la batalla contra Straff. Hubo un choque de metal contra metal y cuerpos gimiendo mientras un nuevo frente era atacado. Sazed permaneció inmóvil entre la ciudad y los ejércitos. Las fuerzas de Vin seguían estando en desventaja, pero el ejército de Straff empezaba a retroceder. Se dividió en grupos, cuyos miembros lucharon sin dirección. Sus movimientos indicaban el terror que sentían.
Está matando a sus generales, pensó Sazed.
Cett era un hombre astuto. Cabalgaba a la batalla, pero permaneció en la retaguardia: sus enfermedades lo obligaban a estar atado a la silla y le costaba combatir. A pesar de todo, sumándose a la lucha se aseguraba de que Vin no volviera a sus koloss contra él.
Pues Sazed no tenía ninguna duda de quién vencería en ese conflicto. De hecho, antes de una hora, los hombres de Straff empezaron a rendirse en grandes grupos. Los sonidos de la batalla se apagaron, y Sazed hizo avanzar a su caballo.
Sagrado Primer Testigo, pensó. No me lo creo. Pero, sea como sea, debo estar allí para lo que pase a continuación.
Los koloss dejaron de luchar y permanecieron inmóviles y silenciosos. Se separaron para dejar paso a Sazed. Al cabo de un rato, vio a Vin de pie, ensangrentada, con la enorme espada koloss sobre un hombro. Unos koloss trajeron a un hombre, un noble elegante con un peto plateado. Lo dejaron caer al suelo, delante de Vin.
Penrod se acercó por detrás con una guardia de honor capitaneada por un koloss. Nadie habló. Los koloss, poco después, volvieron a abrir paso a alguien, y esta vez un receloso Cett avanzó a caballo, rodeado por un gran grupo de soldados dirigido por un koloss.
Cett miró a Vin, luego se rascó la barbilla.
—No ha sido una gran batalla —dijo.
—Los soldados de Straff tenían miedo —respondió Vin—. Tienen frío y no sienten ningún deseo de luchar contra los koloss.
—¿Y sus mandos? —preguntó Cett.
—Los maté. Excepto a este. ¿Tu nombre?
—Lord Janarle —dijo el hombre de Straff. Tenía una pierna rota y los koloss lo sujetaban por cada brazo.
—Straff está muerto —dijo Vin—. Tú controlas este ejército ahora.
El noble inclinó la cabeza.
—No, yo no. Lo controlas tú.
Vin asintió.
—Ponte de rodillas —dijo.
Los koloss lo dejaron caer. Janarle gruñó de dolor, pero inclinó la cabeza.
—Te entrego mi ejército bajo juramento —susurró.
—No —dijo Vin bruscamente—. A mí no: al legítimo heredero de la Casa Venture. Él es ahora tu señor.
Janarle vaciló.
—Muy bien. Como desees. Juro lealtad al hijo de Straff, Elend Venture.
Los distintos grupos esperaron en medio del frío. Sazed se volvió cuando Vin lo hizo, mirando a Penrod. Señaló al suelo. Penrod desmontó en silencio y se arrodilló.
—Yo también juro —dijo—. Ofrezco mi lealtad a Elend Venture.
Vin se volvió hacia lord Cett.
—¿Esperas esto de mí? —dijo el hombre de la barba, divertido.
—Sí.
—¿Y si me niego?
—Entonces te mataré —dijo Vin tranquilamente—. Trajiste ejércitos para atacar mi ciudad. Amenazaste a mi pueblo. No mataré a tus soldados, ni les haré pagar por lo que hiciste, pero a ti te mataré, Cett.
Silencio. Sazed se volvió a contemplar las filas de inmóviles koloss, de pie en la nieve ensangrentada.
—Eso es una amenaza, ¿sabes? —dijo Cett—. Tu Elend nunca permitiría una cosa así.
—Él no está aquí.
—¿Y qué crees que diría? Me diría que no ceda a una exigencia así… El honorable Elend Venture nunca cedería porque alguien estuviera amenazando su vida.
—Tú no eres la clase de hombre que es Elend —dijo Vin—. Y lo sabes.
Cett vaciló antes de sonreír.
—No. No lo soy. —Se volvió hacia sus ayudantes—. Ayudadme a desmontar.
Vin contempló en silencio cómo los guardias desataban las piernas de Cett y luego lo bajaban al suelo nevado. Se inclinó.
—Muy bien, pues. Juro lealtad a Elend Venture. Es bienvenido a mi reino… suponiendo que pueda recuperarlo de ese maldito obligador que ahora lo controla.
Vin asintió y se volvió hacia Sazed.
—Necesito tu ayuda, Sazed.
—Lo que tú ordenes, señora.
—Por favor, no me llames así.
—Como desees.
—Eres el único en quien confío, Sazed —dijo Vin, ignorando a los tres hombres que tenía arrodillados delante—. Con Ham herido y Brisa…
—Haré lo que esté en mi mano —respondió Sazed, inclinando la cabeza—. ¿Qué quieres que haga?
—Asegura Luthadel —dijo Vin—. Que la gente quede a cubierto, y manda traer suministros de los almacenes de Straff. Sitúa los ejércitos para que no se maten entre sí y luego envía un pelotón a traer a Elend. Viene de camino por la carretera del canal.
Sazed asintió, y Vin se volvió hacia los tres hombres arrodillados.
—Sazed es mi segundo. Lo obedeceréis como me obedeceréis a mí u obedeceréis a Elend.
Cada uno de ellos asintió.
—Pero ¿dónde estarás tú? —preguntó Penrod, alzando la cabeza.
Vin suspiró y de pronto pareció enormemente débil.
—Durmiendo —dijo, y dejó caer la espada. Entonces se empujó contra ella y salió disparada de espaldas al cielo, hacia Luthadel.
Él dejó ruinas a su paso, pero fueron olvidadas, pensó Sazed, volviéndose para verla volar. Él creó reinos, y luego los destruyó mientras creaba el mundo de nuevo. Nos equivocamos con su género.
FIN DE LA QUINTA PARTE