No me convencí hasta años más tarde de que Alendi era el Héroe de las Eras. El Héroe de las Eras, al que llamaban Rabzeen en Khlennium, el Anamnesor.
Salvador.
12
Una fortaleza se alzaba entre las sucias brumas de la noche.
Se hallaba al fondo de una gran depresión del terreno. El empinado valle en forma de cráter era tan ancho que incluso a plena luz del día Sazed apenas hubiera podido ver el otro lado. Con el inminente crepúsculo, oscurecido por la bruma, el lejano borde del enorme agujero era solo una profunda sombra.
Sazed sabía muy poco de táctica y estrategia; aunque sus mentes de metal contenían docenas de libros sobre esos temas, había olvidado su contenido para crear los archivos almacenados. Por lo poco que sabía, esa fortaleza, el convento de Seran, no era fácil de defender. No tenía la ventaja de la altura, y los bordes del cráter eran excelentes para que las máquinas de asedio lanzaran rocas contra las murallas.
Sin embargo, la fortaleza no había sido construida para defenderse de soldados enemigos. Había sido construida para favorecer el aislamiento. El cráter hacía difícil encontrarla, pues una leve elevación del terreno en torno al borde la hacía prácticamente invisible a menos que uno se acercara. No había carreteras ni senderos que marcaran el camino, y los viajeros tenían muchas dificultades para bajar por las empinadas faldas.
Los inquisidores no querían visitantes.
—¿Bien? —preguntó Marsh.
Sazed y él se hallaban en el borde septentrional del cráter, ante un precipicio de varios metros. Sazed recurrió a su mentestaño de visión, aprovechando parte del sentido de la vista que había acumulado en su interior. Su campo visual se volvió borroso en los bordes, pero todo lo que tenía directamente ante los ojos pareció mucho más cercano. Aumentó un poco la visión, ignorando la náusea que le provocaba tanta intensidad.
La visión aumentada le permitió estudiar el convento como si lo tuviera delante. Distinguió cada marca en las oscuras paredes de piedra… lisas, anchas, impresionantes. Vio cada una de las grandes placas de acero oxidado atornilladas a las piedras exteriores de la muralla. Pudo ver cada rincón cuajado de líquenes y cada borde manchado de ceniza. No había ninguna ventana.
—No sé —dijo Sazed lentamente, liberando su mentestaño de visión—. No sé decir si la fortaleza está habitada o no. No hay movimiento, ni luz. Pero tal vez los inquisidores estén escondidos dentro.
—No —dijo Marsh, su inflexible voz molestamente fuerte en el aire de la tarde—. Se han ido.
—¿Por qué querrían irse? Este es un lugar de gran fuerza. No se puede defender contra un ejército, pero es grande contra el caos de los tiempos.
Marsh negó con la cabeza.
—Se han ido.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Lo sé.
—¿Adónde han ido, entonces?
Marsh lo observó, luego se dio la vuelta y miró por encima de su hombro.
—Al norte.
—¿Hacia Luthadel? —preguntó Sazed, frunciendo el ceño.
—Entre otras cosas —respondió Marsh—. Vamos. No sé si regresarán, pero deberíamos aprovechar esta oportunidad.
Sazed asintió. Habían ido allí para eso, después de todo. Sin embargo, una parte de él vaciló. Era un hombre de libros. Recorrer el país visitando aldeas ya le resultaba lo suficientemente extraño como para ser incómodo. Colarse en la fortaleza de los inquisidores…
A Marsh obviamente no le importaba la pugna interna de su compañero. El inquisidor se dio la vuelta y echó a andar por el borde del cráter. Sazed se cargó la mochila al hombro y lo siguió. Llegaron poco más tarde junto a un artilugio en forma de caja, cuya función era evidentemente descender hasta el fondo por medio de cuerdas y poleas. La jaula estaba en su caja, en el saliente, y Marsh se detuvo a su lado, pero no entró en ella.
—¿Qué? —preguntó Sazed.
—El sistema de poleas —respondió Marsh—. La jaula debe bajar cuando la activan desde abajo.
Sazed asintió, comprendiendo que así era. Marsh avanzó y tiró de una palanca. La jaula cayó. Las cuerdas empezaron a humear y las poleas chirriaron cuando la enorme jaula se precipitó al fondo del abismo. Un golpe sordo resonó entre las rocas.
Si hay alguien allá abajo ahora ya sabe que estamos aquí, pensó Sazed.
Marsh se volvió hacia él, las cabezas de los clavos de sus ojos brillando levemente al sol poniente.
—Sígueme como te parezca —dijo. Entonces se agarró a la cuerda del contrapeso y empezó a bajar.
Sazed se acercó al borde de la plataforma a mirar cómo Marsh se deslizaba por la soga hacia el oscuro abismo. Luego se arrodilló y abrió su mochila. Se quitó los grandes brazaletes de metal de los antebrazos, sus principales mentecobres. Contenían los recuerdos de un guardador, el conocimiento almacenado de siglos. Los colocó reverentemente a un lado y sacó un par de brazaletes mucho más pequeños: uno de hierro, otro de peltre. Mentes de metal para un guerrero.
¿Comprendía Marsh la poca habilidad que tenía Sazed en aquellos menesteres? Una fuerza sorprendente no hace a un guerrero. De cualquier forma, Sazed se colocó los dos brazaletes en los tobillos. A continuación, sacó dos anillos, de estaño y cobre. Se los puso en los dedos.
Cerró la mochila y se la echó al hombro, y luego recogió sus mentecobres principales. Buscó con cuidado un buen escondite (un agujero apartado entre dos peñascos) y las guardó dentro. Pasara lo que pasase allá abajo, no quería arriesgarse a que los inquisidores se apoderaran de ellas y las destruyeran.
Para llenar una mentecobre de recuerdos, Sazed había escuchado a otro guardador recitar su colección entera de historias, datos y anécdotas. Sazed había memorizado cada frase y había almacenado esos recuerdos en la mentecobre para recuperarlos más adelante. Recordaba muy poco de aquella experiencia, pero podía recuperar cualquier libro o ensayo que deseara, devolviéndolo a su mente, y recordarlo con tanta claridad como cuando lo había memorizado. Solo tenía que ponerse los brazaletes.
No llevar encima sus mentecobres lo llenó de ansiedad. Sacudió la cabeza y se acercó de nuevo a la plataforma. Marsh bajaba muy rápidamente hacia el fondo del abismo; como todos los inquisidores, tenía los poderes de un nacido de la bruma. Aunque cómo había conseguido esos poderes, y cómo conseguía vivir a pesar de los clavos que le atravesaban el cerebro, era un misterio. Marsh nunca había respondido a las preguntas de Sazed sobre ese tema.
Llamó a Marsh para atraer su atención, luego asomó al precipicio la mochila y la dejó caer. Marsh extendió la mano y la mochila se abalanzó, tirada por sus metales, hacia la mano de Marsh. El inquisidor se la echó al hombro antes de continuar su descenso.
Sazed asintió, agradecido, y luego saltó de la plataforma. Cuando empezaba a caer buscó el poder almacenado en su mentehierro. Servirse de una mente de metal tenía un precio: para acumular vista, Sazed se había visto obligado a pasarse semanas casi ciego. Durante ese tiempo había llevado puesto un brazalete de estaño que almacenaba la capacidad visual para usarla posteriormente.
El hierro era un poco distinto. No almacenaba vista, fuerza, resistencia… ni siquiera recuerdos. Almacenaba algo completamente diferente: peso.
Sazed no decantó el poder almacenado en la mentehierro; simplemente hubiese pesado más. Lo que hizo fue llenar la mentehierro, dejando que absorbiera su peso. Sintió una familiar sensación de ligereza, la sensación de que su cuerpo no pesaba tanto.
Su caída se frenó. Los filósofos de Terris tenían mucho que decir sobre el uso de una mentehierro. Explicaban que el poder no cambiaba en realidad la masa ni el tamaño de una persona, sino que cambiaba de algún modo la forma en que el suelo tiraba de ella. La caída de Sazed no se frenó porque hubiese menguado su peso, sino porque de pronto tenía una superficie relativamente grande expuesta al viento en su caída, pero un cuerpo más liviano.
Los finos brazaletes de metal de sus tobillos eran lo más pesado de su cuerpo, y mantenían sus pies apuntando hacia abajo. Abrió los brazos y dobló un poco el cuerpo, dejando que el viento lo empujara. Su descenso no fue terriblemente lento como el de una pluma. Sin embargo, tampoco cayó a plomo. Lo hizo de manera controlada, casi placentera. Con la ropa aleteando y los brazos abiertos, adelantó a Marsh, que se lo quedó mirando con expresión de curiosidad.
Cuando ya llegaba al suelo, Sazed abrió su mentepeltre, extrayendo una diminuta cantidad de fuerza para prepararse. Golpeó la tierra, pero como su cuerpo era tan liviano el impacto fue mínimo. Apenas necesitó doblar las rodillas para absorber la fuerza del choque.
Dejó de llenar la mentehierro, soltó su peltre y esperó tranquilamente a Marsh. La jaula de transporte estaba a su lado, destrozada. Sazed vio incómodo que había dentro varios grilletes de hierro. Al parecer, algunos de los que habían visitado el convento no lo habían hecho por voluntad propia.
Cuando Marsh llegó al fondo, las brumas se habían espesado en el aire. Sazed había convivido con ellas toda la vida y nunca se había sentido incómodo. Sin embargo, en aquel momento temía que empezaran a estrangularlo. Que quisieran matarlo, como parecían haber hecho con el viejo Jed, el desafortunado granjero cuya muerte había investigado.
Marsh recorrió los últimos tres metros, aterrizando con la agilidad ampliada de un alomántico. Incluso después de pasar tanto tiempo con un nacido de la bruma, a Sazed seguían impresionándolo los dones alománticos. Naturalmente, nunca le habían dado envidia. Cierto, la alomancia era mejor para luchar; pero no podía expandir la mente ni dar acceso a los sueños, esperanzas y creencias de un millar de años de cultura. No aportaba los conocimientos necesarios para tratar una herida, ni ayudaba a enseñar a la gente de una pobre aldea a usar las modernas técnicas de fertilización. Las mentes de metal de la ferruquimia no eran deslumbrantes, pero tenían un valor mucho más duradero para la sociedad.
Además, Sazed conocía unos cuantos trucos de ferruquimia capaces de sorprender incluso al más preparado de los guerreros.
Marsh le tendió la mochila.
—Vamos.
Sazed asintió, se echó la mochila al hombro y siguió al inquisidor por el rocoso terreno. Caminar junto a Marsh era extraño, pues Sazed no estaba acostumbrado a estar con gente tan alta como él. Los terrisanos eran altos por naturaleza, y Sazed aún más: sus brazos y piernas eran un poco demasiado largos para su cuerpo, una consecuencia de su castración siendo muy joven. Aunque el lord Legislador estaba muerto, la cultura de Terris sufriría largamente los efectos de sus programas de reproducción y servicio, los métodos con los que había intentado robar los poderes ferruquimistas a la gente de Terris.
El convento de Seran se alzaba en la oscuridad, todavía más ominoso ahora que Sazed estaba dentro del cráter. Marsh se dirigió hacia las puertas principales, y Sazed lo siguió. No tenía miedo, en realidad. El miedo nunca había sido una motivación poderosa en la vida de Sazed. Sin embargo, estaba preocupado. Quedaban muy pocos guardadores; si moría, habría una persona menos que viajara restaurando verdades perdidas y enseñando a la gente.
No es que ahora lo esté haciendo, de todas formas…
Marsh contempló las enormes puertas de acero. Luego lanzó su peso contra una, obviamente quemando peltre para tener más fuerza. Sazed lo imitó, empujando con fuerza. La puerta no cedió.
Lamentando el despilfarro de poder, Sazed recurrió a su mentepeltre y extrajo fuerza. Usó mucha más que cuando había aterrizado, así que sus músculos inmediatamente aumentaron de tamaño. A diferencia de la alomancia, la ferruquimia a menudo tenía efectos directos sobre el cuerpo de una persona. Bajo la ropa, Sazed adquirió la constitución musculosa de un soldado entrenado, por lo menos el doble de fuerte que un momento antes. Aunando esfuerzos, los dos consiguieron abrir la puerta a empujones.
No crujió. Se deslizó despacio pero regularmente hacia dentro, revelando un pasillo largo y oscuro.
Sazed liberó su mentepeltre, regresando a su constitución normal. Marsh entró en el convento, espantando con los pies la bruma que había empezado a filtrarse por la puerta abierta.
—¿Marsh? —preguntó Sazed.
El inquisidor se volvió.
—No podré ver ahí dentro.
—Tu ferruquimia…
Sazed negó con la cabeza.
—Me permite ver en la oscuridad, pero solo si hay un poco de luz. Además, recurrir a tanta vista agotaría mi mentestaño en cuestión de minutos. Necesitaré una linterna.
Marsh vaciló, luego asintió. Se volvió hacia la oscuridad y desapareció rápidamente de la vista de Sazed.
Vaya, así que los inquisidores no necesitan luz para ver, pensó Sazed. Era de esperar: los clavos llenaban por completo las cuencas de Marsh y habían destruido sus globos oculares. Fuera cual fuese el extraño poder que empleaban los inquisidores para ver, al parecer funcionaba igual en completa oscuridad que a plena luz del día.
Marsh regresó unos instantes más tarde con una linterna. Por las cadenas que Sazed había visto en la jaula de descenso, sospechaba que los inquisidores tenían un número considerable de esclavos y sirvientes para atender sus necesidades. Si ese era el caso, ¿adónde habían ido? ¿Habían huido?
Sazed encendió la linterna con un pedernal que sacó de su mochila. La luz espectral de la lámpara iluminó un pasillo vacío e intimidatorio. Entró en el convento con la lámpara en alto, y empezó a llenar el pequeño anillo de cobre de su dedo, transformándolo en una mentecobre.
—Habitaciones grandes —susurró—, sin adornos.
No necesitaba decirlo en voz alta, en realidad, pero había descubierto que hablar le ayudaba a formar recuerdos claros. Entonces podía guardarlos en la mentecobre.
—A los inquisidores, obviamente, les gustaba el acero —continuó—. No es sorprendente si se tiene en cuenta que su religión era conocida a veces como el Ministerio de Acero. De las paredes cuelgan enormes placas de acero sin manchas de óxido, al contrario que las del exterior. Muchas no son completamente lisas, sino que tienen algunas pautas interesantes grabadas en su superficie.
Marsh frunció el ceño y se volvió hacia él.
—¿Qué estás haciendo?
Sazed levantó la mano derecha, mostrando el anillo de cobre.
—Debo tomar nota de esta visita. Tendré que repetir esta experiencia a otros guardadores cuando tenga ocasión. Creo que hay mucho que aprender en este lugar.
Marsh se dio la vuelta.
—No deberías preocuparte por los inquisidores. No son dignos de que dejes constancia de su existencia.
—No es una cuestión de indignidad, Marsh —dijo Sazed, alzando la lámpara para estudiar una columna cuadrada—. El conocimiento de todas las religiones es valioso. Debo asegurarme de que estas cosas se conserven.
Sazed contempló la columna un momento, luego cerró los ojos y formó una imagen mental de ella que añadió a la mentecobre. Los recuerdos en imágenes, sin embargo, eran menos útiles que las palabras. Las visualizaciones se difuminaban rápidamente cuando se sacaban de la mentecobre, sufriendo la distorsión de la mente. Además, no podían ser transmitidas a otros guardadores.
Marsh no respondió al comentario de Sazed sobre la religión; tan solo se dio la vuelta y continuó adentrándose en el edificio. Sazed lo siguió a ritmo más lento, hablando para sí, registrando las palabras en su mentecobre. Era una experiencia interesante. En cuanto hablaba, sentía que los pensamientos eran absorbidos de su mente, donde dejaban un blanco vacío. Tenía dificultades para recordar los detalles concretos de lo que acababa de decir. Sin embargo, cuando terminara de llenar su mentecobre, podría decantar de nuevo esos recuerdos con nitidez.
—La habitación es alta —dijo—. Hay unas cuantas columnas, también recubiertas de acero. Son gruesas y cuadradas, en vez de redondas. Tengo la sensación de que este lugar fue creado por personas a las que importaban poco las sutilezas. Se desentendían de los detalles en favor de las líneas anchas y las formas geométricas.
»A medida que avanzamos, el estilo decorativo continúa siendo el mismo. No hay pinturas en las paredes, ni adornos de madera, ni suelos de loza. Solo hay pasillos largos y anchos de líneas bruscas y superficies brillantes. El suelo está hecho de cuadrados de acero de unos palmos de lado. Son… fríos al tacto.
»Es extraño no ver los tapices, las vidrieras ni las piedras esculpidas tan comunes en la arquitectura de Luthadel. No hay cúpulas ni agujas. Solo cuadrados y rectángulos. Líneas… tantas líneas. Nada aquí es suave. No hay alfombras, ni esteras, ni ventanas. Es un lugar para gente que no ve el mundo de la misma manera que la gente corriente.
»Marsh ha echado a andar por este enorme pasillo, sin prestar atención a la decoración. Iré tras él y seguiré registrando más tarde. Parece que está siguiendo algo… algo que no percibo. Tal vez sea…
Sazed guardó silencio cuando dobló una esquina y vio a Marsh de pie en la puerta de una gran cámara. La luz de la lámpara fluctuó vacilante cuando el brazo de Sazed tembló.
Marsh había encontrado a los criados.
Llevaban tanto tiempo muertos que Sazed no notó el olor hasta que estuvo cerca. Tal vez era eso lo que había estado siguiendo Marsh: los sentidos de un hombre que quemaba estaño podían llegar a ser muy agudos.
Los inquisidores habían hecho su trabajo a conciencia. Aquello eran los restos de una matanza. La habitación era grande, pero solo tenía una salida, y los cuerpos estaban apilados al fondo. Los habían matado a hachazos o golpes de espada. Los criados se habían acurrucado contra la pared del fondo mientras los aniquilaban.
Sazed se dio la vuelta.
Marsh, sin embargo, permaneció en la puerta.
—Hay mal ambiente en este lugar —dijo por fin.
—¿Y ahora te das cuenta? —preguntó Sazed.
Marsh se volvió a mirarlo.
—No deberíamos pasar mucho tiempo aquí. Hay escaleras al fondo del pasillo que tenemos detrás. Subiré: ahí es donde estarán las habitaciones de los inquisidores. Si la información que busco está aquí, la encontraré en ellas. Puedes quedarte o puedes bajar. Pero no me sigas.
Sazed frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Debo estar solo. No puedo explicártelo. No me importa que seas testigo de las atrocidades de los inquisidores. Es que… no deseo estar contigo cuando lo hagas.
Sazed bajó la linterna, apartando su luz de la horrible escena.
—Muy bien.
Marsh se volvió, dejó atrás a Sazed y desapareció en el oscuro pasillo. Y Sazed se quedó solo.
Trató de no pensar mucho en ello. Regresó al pasillo principal, describiendo la masacre a su mentecobre antes de dar una descripción más detallada de la arquitectura y la decoración… si podían considerarse decorativas las diferentes pautas de las placas murales.
Mientras trabajaba y su voz resonaba suavemente en la rígida arquitectura, con la lámpara como una débil gota de luz reflejada en el acero, sus ojos fueron atraídos hacia el fondo del pasillo. Allí había una mancha oscura. Una escalera que descendía.
Mientras continuaba describiendo una de las paredes, supo que acabaría caminando hacia esa oscuridad. Era lo mismo de siempre: la curiosidad, la necesidad imperiosa de entender lo desconocido. Esa sensación lo había impulsado como guardador, lo había llevado a Kelsier. Su búsqueda de verdades no podía terminar nunca, pero tampoco podía ser ignorada. Así que al final se dio media vuelta y se acercó al hueco de la escalera con sus propios susurros como única compañía.
—Las escaleras son similares a las que vi en el pasillo. Los peldaños son anchos, como los que conducen a un templo o un palacio. Pero estos bajan y se pierden en la oscuridad. Son grandes, probablemente de piedra forrada de acero. Son altos, hechos para subirlos a paso decidido.
»Mientras camino, me pregunto qué secretos consideraron los inquisidores dignos de esconder bajo tierra, en el sótano de su fortaleza. El edificio entero es un secreto. ¿Qué hacían aquí, en estos enormes pasillos y estas habitaciones tan grandes y vacías?
»La escalera termina en otra gran sala cuadrada. Me he dado cuenta de una cosa… no hay puertas. El interior de cada habitación se ve desde fuera. Mientras camino, asomándome a estas salas subterráneas, encuentro cámaras cavernosas con pocos muebles. No hay bibliotecas, ni salones. Varias contienen grandes bloques de metal que podrían ser altares.
»Hay… algo distinto en esta última sala, al fondo del rellano principal. No estoy seguro de cómo interpretarlo. ¿Una cámara de tortura, tal vez? Hay mesas, mesas metálicas clavadas al suelo. Están manchadas de sangre, aunque no hay cadáveres. Manchas de sangre y polvo a mis pies… Un montón de hombres han muerto en esta sala, creo. No parece que haya instrumentos de tortura aparte de…
»Clavos. Como los de los ojos de los inquisidores. Enormes, pesados… como los que podrían clavarse en el suelo con una maza muy grande. Algunos están manchados de sangre, aunque no creo que pueda con ellos. Estos otros… sí, son indiferenciables de los que tiene Marsh en los ojos. Sin embargo, algunos son de metales diferentes.
Sazed dejó el clavo sobre una mesa, y el metal resonó contra el metal. Se estremeció y volvió a observar la sala. ¿Un lugar para crear nuevos inquisidores, tal vez? Tuvo una súbita visión horripilante de las criaturas, antaño apenas varias docenas, después de haber engrosado sus filas durante los meses pasados en el convento.
Eran un grupo secreto y exclusivo. ¿Dónde habrían encontrado suficientes hombres dignos de unirse a sus filas? ¿Por qué no convertir en inquisidores a los sirvientes de arriba en vez de matarlos?
Sazed siempre había sospechado que había que ser alomántico para ser transformado en inquisidor. La experiencia del propio Marsh apoyaba esa hipótesis. Antes de su transformación, Marsh había sido buscador, un hombre que podía quemar bronce. Sazed contempló de nuevo la sangre, los clavos y las mesas, y decidió que no estaba seguro de querer saber cómo se creaba un nuevo inquisidor.
Estaba a punto de salir de la habitación cuando su lámpara reveló algo al fondo. Otra puerta.
Avanzó, tratando de ignorar la sangre seca del suelo, y entró en una cámara que no pegaba con el resto de la intimidatoria arquitectura del convento. Estaba excavada directamente en la piedra y se curvaba en una escalera muy estrecha. Curioso, Sazed bajó los gastados escalones. Por primera vez desde que había entrado en el edificio se sintió oprimido por el espacio, y tuvo que agacharse cuando llegó al pie de la escalera y entró en una pequeña cámara. Se irguió y alzó la lámpara para revelar…
Una pared. La habitación terminaba bruscamente y la luz se reflejaba en una pared. Contenía una placa de acero como las de arriba. Esa medía metro y medio de anchura y casi lo mismo de altura. Y estaba escrita. Súbitamente interesado, Sazed soltó la mochila y avanzó, alzando la lámpara para leer las palabras de la parte superior de la placa.
El texto estaba escrito en terrisano.
Era un antiguo dialecto, cierto, pero Sazed lo entendía sin necesidad de recurrir a su mentecobre de lenguaje. La mano le tembló mientras leía el texto:
Escribo estas palabras en acero, pues todo lo que no esté grabado en metal es indigno de confianza.
He empezado a preguntarme si soy el único hombre cuerdo que queda. ¿Es que los demás no se dan cuenta? Llevan tanto tiempo esperando la llegada de su héroe (el que se menciona en las profecías de Terris) que se apresuran a sacar conclusiones, convencidos de que cada historia y cada leyenda se refiere a ese hombre.
Mis hermanos ignoran los otros hechos. No pueden relacionar las otras extrañas cosas que están teniendo lugar. Son sordos a mis objeciones, están ciegos a mis descubrimientos.
Tal vez ellos tengan razón. Tal vez estoy loco, o soy celoso o simplemente un necio. Me llamo Kwaan. Filósofo, erudito, traidor. Soy quien descubrió a Alendi y quien lo proclamó Héroe de las Eras. Soy el que dio comienzo a todo esto.
Y yo soy el que traicionó a Alendi, pues ahora sé que no debe permitírsele que lleve a cabo su misión.
—Sazed.
Sazed dio un respingo y estuvo a punto de soltar la lámpara. Marsh estaba en la puerta, detrás de él. Imperioso, intimidatorio y muy sombrío. Encajaba en aquel lugar de líneas rectas y aristas duras.
—Las habitaciones de arriba están vacías —dijo Marsh—. Este viaje ha sido una pérdida de tiempo…, mis hermanos se llevaron consigo todo lo que era útil.
—No ha sido una pérdida de tiempo, Marsh —dijo Sazed volviéndose hacia la placa con el texto. No lo había leído entero ni mucho menos. El texto estaba escrito con letra apretujada y pequeña, y cubría toda la pared. El acero había preservado las palabras a pesar de su indudable antigüedad. El corazón de Sazed latió un poco más rápido.
Era un fragmento de un texto anterior al reinado del lord Legislador. Un fragmento escrito por un filósofo de Terris… un hombre santo. A pesar de transcurrir diez siglos de búsqueda, los guardadores nunca habían conseguido cumplir el objetivo original de su creación: nunca habían descubierto su propia religión terrisana.
El lord Legislador había aplastado las enseñanzas religiosas de Terris poco después de su llegada al poder. Su persecución de los terrisanos, su propio pueblo, había sido la más implacable de su largo reinado, y los guardadores nunca habían encontrado más que vagos fragmentos acerca de las antiguas creencias de su pueblo.
—Tengo que copiar esto, Marsh —dijo Sazed, echando mano a su mochila. Tomar una imagen visual no hubiera servido de nada: ningún hombre podía contemplar una pared con tanto texto y recordarlo palabra por palabra. Tal vez pudiera introducirlo en su mentecobre. Sin embargo, quería un archivo físico, que conservara la estructura de las líneas y la puntuación.
Marsh negó con la cabeza.
—No nos quedaremos aquí. Creo que ni siquiera tendríamos que haber venido.
Sazed vaciló y alzó la cabeza. Luego sacó varias grandes hojas de papel de la mochila.
—Muy bien, entonces —dijo—. Lo calcaré frotando. Creo que será mejor, de todas formas. Me permitirá ver el texto exactamente como fue escrito.
Marsh asintió, y Sazed sacó su carboncillo.
Este descubrimiento… será como el libro de Rashek. ¡Nos estamos acercando!, pensó, entusiasmado.
Sin embargo, mientras empezaba a frotar y sus manos se movían con cuidado y precisión, se le ocurrió otra idea. Estando en posesión de un texto como aquel, su sentido del deber ya no le permitiría deambular por las aldeas. Tenía que regresar al norte para compartir su hallazgo, no fuera a ser que muriese y el texto se perdiera. Tenía que ir a Terris.
O… a Luthadel. Desde allí podría enviar mensajes al norte. Tenía una excusa válida para regresar al centro de la acción, para ver a los otros miembros de la banda.
¿Por qué eso le hacía sentirse aún más culpable?