Está acostumbrado a renunciar a su propia voluntad por el bien mayor, tal como él lo entiende.

49

Eres un necio, Elend Venture —lo acusó Tindwyl con los brazos cruzados, los ojos muy abiertos por el enfado.

Elend ajustó la cincha a su silla de montar. El vestuario que Tindwyl había encargado para él incluía un uniforme de montar negro y plata, que llevaba puesto en aquel momento, además de unos guantes de cuero y una capa oscura para protegerse de la ceniza.

—¿Me estás escuchando? —exigió Tindwyl—. No puedes marcharte. ¡No ahora! ¡No cuando tu pueblo corre peligro!

—Los protegeré de otra manera —dijo él, comprobando las alforjas.

Se encontraban en las caballerizas de la fortaleza. Vin estaba montada en su propio caballo, envuelta casi por completo en su capa, sujetando con tensión las riendas. Tenía poca experiencia como amazona, pero Elend se había negado a dejarla ir corriendo. Con peltre o sin él, las heridas de su pelea en la Asamblea aún no habían sanado por completo, por no mencionar el daño que había sufrido la noche anterior.

—¿Otra manera? —dijo Tindwyl—. Deberías estar con ellos. ¡Eres su rey!

—No, no lo soy —replicó Elend, volviéndose hacia la terrisana—. Me rechazaron, Tindwyl. Ahora tengo que preocuparme de cosas más importantes a una escala mayor. ¿Querían un rey tradicional? Bueno, ahí tienen a mi padre. Cuando regrese de Terris, tal vez se hayan dado cuenta de lo que han perdido.

Tindwyl sacudió la cabeza y dio un paso adelante, hablando en voz baja.

—¿Terris, Elend? Vas al norte. Por ella. Sabes por qué quiere ir allí, ¿verdad?

Él callaba.

—Ah, así que lo sabes —dijo Tindwyl—. ¿Qué te parece, Elend? No me digas que crees en esas fantasías. Ella piensa que es el Héroe de las Eras. Supone que encontrará algo en las montañas, algún tipo de poder, o alguna revelación, que la transformará en una divinidad.

Elend miró a Vin. Ella miró al suelo con la capucha cubriéndole la cara, a lomos del caballo, en silencio.

—Está tratando de seguir a su maestro, Elend —susurró Tindwyl—. El Superviviente se convirtió en un dios para esta gente, así que cree que tiene que hacer lo mismo.

Elend se volvió hacia Tindwyl.

—Si eso es lo que ella cree, yo la apoyo.

—¿Apoyas su locura?

—No hables de mi esposa de ese modo —dijo Elend, y su tono hizo que Tindwyl diera un respingo. Montó a caballo—. Confío en ella, Tindwyl. Creer forma parte de la confianza.

Tindwyl hizo una mueca.

—No puedes creer que es un mesías profetizado, Elend. Te conozco: eres un erudito. Puede que hayas jurado fidelidad a la Iglesia del Salvador, pero no crees en lo sobrenatural más que yo.

—Creo que Vin es mi esposa —dijo él con firmeza— y que la amo. Todo lo que es importante para ella lo es para mí… y todo lo que ella crea tiene al menos el mismo peso de la verdad para mí. Vamos al norte. Regresaremos cuando hayamos liberado el poder que hay allí.

—Bien. Entonces serás recordado como el cobarde que abandonó a su pueblo.

—¡Déjanos! —ordenó Elend, alzando el dedo y señalando hacia la fortaleza.

Tindwyl se dio media vuelta y se acercó a la puerta. Cuando entraba señaló la mesa de suministros, donde previamente había colocado un paquete del tamaño de un libro envuelto en papel marrón y atado con una cuerda gruesa.

—Sazed te pide que entregues esto al Sínodo de los guardadores. Los encontrarás en la ciudad de Tathingdwen. Disfruta de tu exilio, Elend Venture —dijo, y se marchó.

Elend suspiró. Acercó su caballo al de Vin.

—Gracias —dijo ella en voz baja.

—¿Por qué?

—Por lo que has dicho.

—Lo decía en serio, Vin —respondió Elend, apoyando una mano sobre su hombro.

—Puede que Tindwyl tenga razón, ¿sabes? A pesar de lo que dijo Sazed, yo podría estar loca. ¿Te acuerdas que te conté que había visto un espíritu en las brumas?

Elend asintió lentamente.

—Bien, lo he vuelto a ver —dijo Vin—. Es como un fantasma, formado a partir de las pautas de la bruma. Lo veo constantemente, vigilándome, siguiéndome. Y oigo esos ritmos en mi cabeza…, golpes majestuosos, poderosos, como pulsos alománticos. Pero no necesito bronce para oírlos.

Elend le apretó el hombro.

—Te creo, Vin.

Ella alzó la cabeza, reservada.

—¿De verdad, Elend? ¿De verdad?

—No estoy seguro —admitió él—. Pero lo intento con todas mis fuerzas. Sea como sea, creo que ir al norte es lo adecuado.

Ella asintió lentamente.

—Creo que con eso me basta.

Él sonrió y se volvió hacia la puerta.

—¿Dónde está Fantasma?

Vin se encogió de hombros bajo su capa.

—Supongo que Tindwyl no vendrá con nosotros, entonces.

—Seguramente no —sonrió Elend.

—¿Cómo encontraremos el camino a Terris?

—No será difícil —dijo Elend—. Seguiremos el canal imperial hasta Tathingdwen. —Hizo una pausa, pensando en el mapa que les había proporcionado Sazed. Conducía directamente a las montañas de Terris. Tendrían que conseguir suministros en Tathingdwen, y la capa de nieve espesa, pero…, bueno, ese era un problema para otro momento.

Vin sonrió, y Elend se acercó a recoger el paquete que había dejado Tindwyl. Parecía una especie de libro. Un instante después llegó Fantasma. Vestía su uniforme de soldado e iba cargado con unas alforjas. Saludó a Elend, le tendió a Vin una bolsa grande y se acercó a su propio caballo.

Parece nervioso, pensó Elend mientras el muchacho colgaba las alforjas.

—¿Qué hay en la bolsa? —preguntó, volviéndose hacia Vin.

—Polvo de peltre —respondió ella—. Creo que lo vamos a necesitar.

—¿Estamos listos? —preguntó Fantasma, mirándolos.

Elend miró a Vin, quien asintió.

—Supongo que sí…

—Todavía no —dijo una nueva voz—. Yo no estoy lista aún.

Elend se volvió para ver cómo Allrianne llegaba a la caballeriza. Vestía una elegante falda de montar marrón y roja, y llevaba el cabello recogido bajo un pañuelo. ¿De dónde ha sacado eso?, se preguntó Elend. Dos criados la seguían, cargados de bultos.

Allrianne se detuvo, mordiéndose el labio, pensativa.

—Creo que voy a necesitar un caballo de carga.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Vin.

—Voy con vosotros —respondió Allrianne—. Brisi dice que tengo que salir de la ciudad. Es un hombre muy tonto en ocasiones, pero puede ser muy testarudo. Se pasó toda la conversación aplacándome… ¡como si yo no reconociera su contacto a estas alturas!

Allrianne hizo una seña a uno de los criados, que corrió a traer a un mozo de cuadras.

—Va a ser un viaje duro —dijo Elend—. No creo que puedas mantener el ritmo.

Allrianne puso los ojos en blanco.

—¡Vine a caballo desde el Dominio Occidental! Creo que podré conseguirlo. Además, Vin está herida, así que no iréis tan rápido.

—No te queremos —dijo Vin—. No nos fiamos de ti… y no nos gustas.

Elend cerró los ojos. Querida, brusca Vin.

Allrianne soltó una risita mientras el criado regresaba con dos caballos y empezaba a cargar uno.

—Tonta Vin —dijo—. ¿Cómo puedes decir eso después de todo lo que hemos compartido?

—¿Compartido? Allrianne, fuimos de compras juntas una vez.

—Y noté que nos llevábamos muy bien —dijo Allrianne—. ¡Vaya, prácticamente somos hermanas!

Vin dirigió a la muchacha una mirada de ira.

—Sí —dijo Allrianne—, y tú decididamente eres la hermana mayor, la hermana aburrida.

Sonrió dulcemente y montó sin problemas en su silla, demostrando una considerable habilidad como amazona. Un criado acercó el caballo de carga y le ató las riendas a la silla de Allrianne.

—Muy bien, Elend querido —dijo—. Estoy lista. Vamos.

Elend miró a Vin, quien sacudió la cabeza con expresión sombría.

—Podéis dejarme atrás si queréis —dijo Allrianne—, pero os seguiré y me meteré en líos, y entonces tendréis que venir a salvarme. ¡Y no intentéis fingir que no lo haréis!

Elend suspiró.

—Muy bien. Vamos.

Salieron lentamente de la ciudad, Elend y Vin delante, con Fantasma guiando sus caballos de carga y Allrianne cabalgando a su lado. Elend mantuvo la cabeza alta, pero eso solo le permitió ver las caras que asomaban a las ventanas y puertas cuando pasaban. Pronto, una pequeña multitud empezó a seguirlos, y aunque no podía oír lo que susurraban imaginaba lo que decían.

El rey. El rey nos abandona…

Sabía que muchos de ellos seguían sin comprender que lord Penrod estuviera en el trono. Elend apartó la mirada de un callejón, donde vio muchos ojos observándolo. Había miedo en aquellos ojos. Esperaba ver acusación, pero en cierto modo su fatalista resignación era aún más descorazonadora. Esperaban que huyera. Esperaban que los abandonara. Era uno de los pocos lo suficientemente rico, y lo suficientemente poderoso, para poder escapar. Pues claro que huía.

Cerró los ojos, tratando de tragarse los remordimientos. Deseó haberse podido marchar de noche por el paso en la muralla que había seguido la familia de Ham. Sin embargo, era importante que Straff viera que Elend y Vin se marchaban, para que comprendiera que podía tomar la ciudad sin atacar.

Volveré, le prometió Elend al pueblo. Os salvaré. Por ahora, es mejor que me marche.

Ante ellos aparecieron las enormes Puertas de Estaño. Elend espoleó su caballo y se adelantó a la silenciosa corte de seguidores. Los guardias de las puertas ya tenían sus órdenes. Elend los saludó con la cabeza, refrenando su caballo, y los hombres abrieron las puertas. Vin y los demás se reunieron con él en la salida.

—Dama Heredera —preguntó en voz baja uno de los guardias—. ¿Tú también te marchas?

Vin se volvió a mirarlo.

—Paz —dijo—. No os abandonamos. Vamos a buscar ayuda.

El soldado sonrió.

¿Cómo puede confiar en ella tan fácilmente?, pensó Elend. ¿O es que solo le queda la esperanza?

Vin obligó a su caballo a darse la vuelta y se encaró a la multitud mientras se bajaba la capucha.

—Regresaremos —prometió. No parecía tan nerviosa como cuando se enfrentaba a la gente que la reverenciaba.

Desde anoche, algo ha cambiado en ella, pensó Elend.

Los soldados saludaron. Elend les devolvió el saludo; luego le hizo un gesto a Vin. Abrió la marcha al galope, hacia la carretera que conducía al norte…, un camino que les permitiría bordear el ala oeste del ejército de Straff.

No habían llegado muy lejos cuando un grupo de jinetes los interceptó. Elend se encogió en su caballo, dirigiendo una mirada a Fantasma y los animales de carga. La que le llamó la atención, sin embargo, fue Allrianne: cabalgaba con sorprendente eficacia, con una expresión decidida en el rostro. No parecía nerviosa en lo más mínimo.

A su lado, Vin se quitó la capucha y sacó un puñado de monedas. Las lanzó al aire, y echaron a volar hacia delante a una velocidad que Elend no había visto imprimir nunca, ni siquiera a otros alománticos. ¡Lord Legislador!, pensó con sorpresa mientras las monedas zumbaban y desaparecían más rápido de lo que podía seguirlas con la vista.

Los soldados cayeron, y Elend apenas oyó el tintineo del metal contra el metal por encima del sonido del viento y los cascos de los caballos. Cabalgó directamente hacia el centro del caótico grupo de hombres, muchos de los cuales habían sido derribados y estaban moribundos.

Las flechas empezaron a caer, pero Vin las dispersó sin agitar siquiera una mano. Elend advirtió que había abierto la bolsa de peltre y soltaba polvo tras ella, empujando parte del mismo hacia los lados.

Las siguientes flechas no tendrán la punta de metal, pensó Elend, nervioso. Los soldados recomponían la formación, gritando.

—Os alcanzaré —dijo Vin, y saltó del caballo.

—¡Vin! —gritó Elend, haciendo volverse a su montura. Allrianne y Fantasma pasaron de largo, cabalgando a toda velocidad. Vin aterrizó y, sorprendentemente, ni siquiera se detuvo antes de echar a correr. Tragó un frasco de metal y luego miró a los arqueros.

Volaron las flechas. Elend maldijo, pero espoleó su caballo para entrar en acción. Poco podía hacer. Cabalgó encogido, rodeado por una lluvia de flechas. Una le pasó a centímetros de la cabeza.

Y de repente las flechas dejaron de caer. Elend miró hacia atrás con los dientes apretados. Vin tenía delante una nube de polvo. El polvo de peltre, pensó Elend. Se está empujando en él…, empuja los copos por el suelo, levantando polvo y ceniza.

Una enorme ola de polvo, metal y ceniza chocó contra los arqueros, barriéndolos. Revoloteó en torno a los soldados, que maldijeron y se cubrieron; algunos cayeron al suelo llevándose las manos a la cara.

Vin volvió a montar y se alejó al galope de la agitada masa de partículas impulsadas por el viento. Elend refrenó su montura para que pudiera alcanzarlo. El ejército era un caos tras ellos, con hombres dando órdenes y gente corriendo por todas partes.

—¡Acelera! —dijo Vin mientras se acercaba—. ¡Casi estamos fuera del alcance de sus flechas!

No tardaron en unirse a Allrianne y Fantasma. No estamos fuera de peligro…, mi padre todavía puede decidir perseguirnos.

Pero los soldados no podían haber confundido a Vin. Si Elend no se equivocaba, Straff los dejaría escapar. Su principal objetivo era Luthadel. Podía perseguir a Elend más tarde; de momento se contentaría con ver marchar a Vin.

—Muchísimas gracias por ayudarme a escapar —dijo de repente Allrianne, observando al ejército—. Me marcho.

Con eso, se desvió con sus dos caballos hacia las colinas del oeste.

—¿Qué? —preguntó Elend, sorprendido, deteniéndose junto a Fantasma.

—Déjala —dijo Vin—. No tenemos tiempo.

Bueno, eso resuelve un problema, pensó Elend, dirigiendo su caballo hacia el camino del norte. Adiós, Luthadel. Volveré por ti más adelante.

—Bueno, eso resuelve un problema —comentó Brisa desde la cima de la muralla mientras contemplaba al grupo de Elend desaparecer tras una colina. Al este, una enorme columna de humo, de origen todavía desconocido, se alzaba en el campamento koloss. Al oeste, el ejército de Straff se agitaba, azuzado por la huida.

Al principio, a Brisa le había preocupado la seguridad de Allrianne, pero luego se dio cuenta de que, incluso con el ejército enemigo a las puertas, no había lugar más seguro para ella que junto a Vin. Mientras Allrianne no se alejara demasiado de los demás, estaría a salvo.

Un grupo silencioso acompañaba a Brisa en la muralla, y por una vez apenas tocó sus emociones. Su solemnidad le parecía apropiada. El joven capitán Demoux se encontraba junto al viejo Clubs, y el pacífico Sazed junto a Ham el guerrero. Juntos contemplaban la semilla de esperanza que habían lanzado a los vientos.

—Esperad —dijo Brisa, frunciendo el ceño—. ¿No se suponía que Tindwyl iba a acompañarlos?

Sazed negó con la cabeza.

—Decidió quedarse.

—¿Y por qué? —preguntó Brisa—. ¿No la oí farfullar algo sobre no entrometerse en las disputas locales?

Sazed volvió a negar.

—No sé, lord Brisa. Es una mujer difícil de comprender.

—Todas lo son —murmuró Clubs.

Sazed sonrió.

—Sea como sea, parece que nuestros amigos han escapado.

—Que el Superviviente los proteja —dijo Demoux en voz baja.

—Así sea —dijo Sazed.

Clubs bufó. Con un brazo apoyado en las almenas, se volvió a mirar a Sazed con gesto torcido.

—No lo animes.

Demoux se puso rojo, luego se dio la vuelta y se marchó.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Brisa, curioso.

—El chico ha estado predicando su fe a mis soldados —respondió Clubs—. Le dije que no quería que esa tontería les nublara la mente.

—No es ninguna tontería, lord Cladent —dijo Sazed—. Es fe.

—¿De verdad crees que Kelsier va a proteger a esa gente?

Sazed vaciló.

—Ellos lo creen, y eso es lo que…

—No —lo cortó Clubs con una mueca—. Eso no es suficiente, terrisano. La gente se engaña a sí misma al creer en el Superviviente.

—Tú creías en él —dijo Sazed. Brisa estuvo tentado de aplacarlo para que la discusión fuera menos tensa, pero Sazed ya parecía completamente calmado—. Le seguiste. Creíste lo suficiente en el Superviviente para derrocar el Imperio Final.

Clubs puso mala cara.

—No me gusta tu ética, terrisano, nunca me ha gustado. Nuestra banda, la banda de Kelsier, luchó por liberar a este pueblo porque era lo adecuado.

—Porque creíais que era lo adecuado.

—¿Y qué crees tú que es lo adecuado, terrisano?

—Eso depende —dijo Sazed—. Hay muchos sistemas diferentes con muchos valores dignos diferentes.

Clubs asintió y luego le dio la espalda, como si la discusión hubiera terminado.

—Espera, Clubs —dijo Ham—. ¿No vas a responder a eso?

—Ha dicho suficiente —respondió Clubs—. Su fe depende de la situación. Para él, incluso el lord Legislador era una deidad porque el pueblo lo adoraba… o estaba obligado a adorarlo. ¿Tengo razón, terrisano?

—En cierto modo, lord Cladent —dijo Sazed—. Aunque el lord Legislador podría haber sido una excepción.

—Pero sigues conservando archivos y recuerdos de las prácticas del Ministerio de Acero, ¿no? —preguntó Ham.

—Sí —admitió Sazed.

—La situación —escupió Clubs—. Al menos ese necio de Demoux tuvo el sentido común de elegir una cosa en la que creer.

—No desprecies la fe de alguien simplemente porque tú no la compartas, lord Cladent —dijo Sazed, sin alterarse.

Clubs volvió a bufar.

—Todo es muy fácil para ti, ¿no? Creer en todo, y no tener que elegir.

—Yo diría que es más difícil creer como yo lo hago pues hay que aprender a incluir y a aceptar.

Clubs hizo un gesto despectivo con la mano y se dispuso a bajar cojeando las escaleras.

—Como prefieras. Tengo que ir a preparar a mis muchachos para morir.

Sazed lo vio marchar, con el ceño fruncido. Brisa lo aplacó a fondo, calmando su malestar.

—No le hagas caso, Sazed —dijo Ham—. Todos estamos un poco nerviosos últimamente.

Sazed asintió.

—Aun así, plantea buenos argumentos…, argumentos a los que no había tenido que enfrentarme antes. Hasta este año, mi deber era recopilar, estudiar y recordar. Me sigue resultando muy difícil poner una creencia por detrás de otra, aunque esa creencia se basara en un hombre que sé que era mortal.

Ham se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Tal vez Kell esté por ahí en alguna parte, cuidando de nosotros.

No, pensó Brisa. Si lo estuviera no habríamos acabado aquí, esperando la muerte, encerrados en la ciudad que tendríamos que haber salvado.

—De todas maneras —dijo Ham—, sigo queriendo saber de dónde sale ese humo.

Brisa contempló el campamento koloss. La oscura columna estaba demasiado en el centro para proceder de las hogueras que usaban para cocinar.

—¿De las tiendas?

Ham negó con la cabeza.

—Elend dijo que solo había un par de tiendas, muy pocas para tanto humo. Ese fuego lleva ardiendo un buen rato.

Brisa sacudió la cabeza. Supongo que en realidad ya no importa.

Straff Venture volvió a toser, encogido en su silla. Tenía los brazos sudorosos y las manos le temblaban.

No estaba mejorando.

Al principio había creído que los escalofríos se debían al nerviosismo. Había sido una noche difícil. Había enviado a los asesinos tras Zane, y luego se había librado de morir a manos del loco nacido de la bruma. Sin embargo, durante la noche los temblores de Straff no habían disminuido sino todo lo contrario. No se debían solo al nerviosismo; tenía alguna enfermedad.

—¡Majestad! —llamó una voz desde el exterior.

Straff se incorporó, tratando de parecer lo más digno posible, a pesar de lo cual el mensajero se detuvo a la entrada de la tienda, pues advirtió la piel pálida y los ojos cansados del rey.

—Mi… señor —dijo el mensajero.

—Habla, hombre —lo cortó Straff, tratando de aparentar un aplomo que no sentía—. Acaba de una vez.

—Jinetes, mi señor. ¡Han abandonado la ciudad!

—¿Qué? —Straff apartó la manta y se levantó. Consiguió incorporarse a pesar del mareo—. ¿Por qué no se me ha comunicado?

—Pasaron muy deprisa, mi señor —dijo el mensajero—. Apenas tuvimos tiempo de enviar una partida para interceptarlos.

—Los capturasteis, supongo —dijo Straff, apoyándose en la silla.

—Lo cierto es que han escapado, mi señor —dijo lentamente el mensajero.

—¿Qué? —Straff se dio la vuelta, iracundo. Con el movimiento el mareo le nubló la vista. Se tambaleó, tuvo que sujetarse a la silla y consiguió desplomarse en ella en vez de en el suelo.

—¡Traed al médico! —oyó gritar al mensajero—. ¡El rey está enfermo!

No, pensó Straff, aturdido. No, esto ha sido demasiado rápido. No puede ser una enfermedad.

Las últimas palabras de Zane. ¿Cuáles habían sido? «Un hombre no debe matar a su padre».

Mentiroso.

—Amaranta —croó Straff.

—¿Mi señor? —preguntó una voz. Bien. Había alguien con él.

—Amaranta —repitió—. Tráela.

—¿Tu amante, mi señor?

Straff se obligó a permanecer consciente. Poco a poco, recuperó la capacidad visual y el sentido del equilibrio. Tenía al lado a uno de los guardias de la puerta. ¿Cómo se llamaba? Grent.

—Grent —dijo Straff, tratando de imponerse—. Tienes que traerme a Amaranta. ¡Ahora!

El soldado vaciló, luego salió corriendo de la tienda. Straff se concentró en su respiración. Inspiró, espiró. Inspiró, espiró. Zane era una serpiente. Inspiró, espiró. Inspiró, espiró. Zane no había querido usar el cuchillo…, no, eso era de esperar. Inspiró, espiró. Pero ¿cuándo había tomado el veneno? Straff se había sentido enfermo todo el día anterior.

—¿Mi señor?

Amaranta se encontraba en la puerta. Antaño había sido hermosa, antes de que la edad la alcanzara… como les pasaba a todas. Parir destruía a la mujer. Tan suculenta como había sido, con sus pechos suaves y firmes, su piel inmaculada…

Estás divagando, se dijo Straff. Concéntrate.

—Necesito… antídoto —logró decir, concentrándose en la Amaranta actual: la mujer de treinta años, aquella vieja todavía útil que lo mantenía vivo a pesar de los venenos de Zane.

—Naturalmente, mi señor —dijo Amaranta, acercándose a su mueble de las medicinas para sacar los ingredientes necesarios.

Straff se acomodó, concentrándose en su respiración. Amaranta debía de haber notado su urgencia, pues ni siquiera había tratado de hacer que se acostara con ella. La vio trabajar, sacar su hornillo y sus ingredientes. Tenía que… encontrar… a Zane.

Amaranta no lo estaba haciendo bien.

Straff quemó estaño. El súbito destello de sensibilidad casi lo cegó, incluso en la penumbra de la tienda, y sus dolores y escalofríos se volvieron agudos y agónicos. Pero la mente se le despejó como si de pronto se hubiera bañado en agua helada.

Amaranta no estaba preparando los ingredientes adecuados. Straff no sabía mucho de la fabricación de antídotos. Se había visto obligado a delegar esa función y concentrar sus esfuerzos en aprender a reconocer los detalles de los venenos, sus aromas, sus sabores, sus decoloraciones. Sin embargo, había visto a Amaranta preparar su antídoto en numerosas ocasiones. Y aquella vez lo estaba haciendo de manera distinta.

Se obligó a levantarse de la silla, avivando estaño, aunque eso le arrancaba lágrimas de los ojos.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, acercándose a ella con paso inestable.

Amaranta alzó la cabeza, sorprendida. La culpa que destelló en sus ojos fue suficiente confirmación.

—¡Qué estás haciendo! —gritó Straff. El miedo le dio fuerzas mientras la agarraba por los hombros y la sacudía. Estaba débil, pero seguía siendo mucho más fuerte que ella.

La mujer agachó la cabeza.

—Tu antídoto, mi señor…

—¡Lo estás haciendo mal!

—Me ha parecido que estabas fatigado y que podía añadir algo para ayudarte a permanecer despierto.

Straff vaciló. Lo que decía parecía lógico, aunque le costaba pensar. Entonces, mirando a la mujer, advirtió algo. Su visión amplificada capaz de captar detalles invisibles a simple vista captó un atisbo de carne desnuda bajo su corpiño.

Con la mano rasgó el vestido y dejó la piel al descubierto. El pecho izquierdo de Amaranta (repulsivo para él, pues lo tenía un poco caído) estaba marcado, como por un cuchillo. Ninguna cicatriz era reciente, pero incluso en su estado de salud Straff reconoció el trabajo de Zane.

—¿Eres su amante? —preguntó.

—Es culpa tuya —susurró Amaranta—. Me abandonaste cuando envejecí y te di hijos. Todo el mundo me dijo que lo harías, pero yo esperaba…

Straff notó que se debilitaba. Mareado, apoyó una mano en el mueblecito de madera donde estaban los venenos.

—¿Por qué tuviste que quitarme también a Zane? —dijo ella, las mejillas arrasadas de lágrimas—. ¿Qué hiciste para apartarlo? ¿Para impedir que viniera a mí?

—Dejaste que me envenenara —dijo Straff, cayendo sobre una rodilla.

—Necio —escupió Amaranta—. Él no te envenenó nunca… ni una sola vez. Aunque, a petición mía, te hacía creer que lo había hecho. Y cada vez acudías corriendo a mí. Sospechabas de todo lo que hacía Zane… y, sin embargo, ni una sola vez te paraste a pensar qué había en el «antídoto» que yo te daba.

—Me hacía sentirme mejor —murmuró Straff.

—Eso es lo que pasa cuando eres adicto a una droga, Straff —susurró Amaranta—. Cuando la consigues, te sientes mejor. Cuando no la tienes… mueres.

Straff cerró los ojos.

—Ahora eres mío, Straff —dijo ella—. Puedo hacerte…

Straff gritó, haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban y abalanzándose contra la mujer. Ella dejó escapar un chillido de sorpresa cuando él la agarró y la empujó al suelo.

Después ya no dijo nada, porque las manos de Straff se cerraron en torno a su cuello. Se debatió un poco, pero Straff pesaba más que ella. Quería exigirle el antídoto, obligarla a salvarlo, pero no pensaba con claridad. Su visión empezó a nublarse, su mente a oscurecerse.

Cuando recuperó el sentido, Amaranta estaba azul y muerta en el suelo. No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba a horcajadas sobre su cadáver. Se apartó del cuerpo y se acercó al mueble abierto. De rodillas, buscó el hornillo, pero sus manos temblorosas lo derribaron, derramaron el líquido caliente sobre el suelo.

Maldiciendo, agarró una jarra de agua fría y empezó a echarle manojos de hierbas. Se apartó de los cajones que contenían los venenos, ciñéndose a los que contenían los antídotos. Sin embargo, había muchas mezclas. Algunas cosas eran venenosas en grandes dosis, pero podían curar en cantidades más pequeñas. La mayoría era adictiva.

No tenía tiempo de preocuparse por eso: notaba la debilidad en sus articulaciones y apenas podía agarrar los puñados de hierbas. Trozos marrones y rojos se le escaparon de los dedos mientras echaba un puñado tras otro en la mezcla.

Una de esas era la hierba a la que se había vuelto adicto. Cualquiera de las otras podía matarlo. Ni siquiera estaba seguro de cuáles eran las probabilidades.

Se bebió el mejunje de todas formas, engulléndolo entre jadeos, y luego se sumió en la inconsciencia.