Es una esperanza remota. Alendi ha sobrevivido a asesinos y catástrofes. Y, sin embargo, espero que en las montañas heladas de Terris pueda finalmente ser detenido. Espero un milagro.
57
—Mirad, todos sabemos lo que hay que hacer —dijo Cett, dando un golpe sobre la mesa—. Tenemos aquí a nuestros ejércitos, preparados y dispuestos para la lucha. ¡Ahora, vamos a recuperar mi maldito país!
—La emperatriz no nos ha ordenado nada de eso —dijo Janarle entre sorbos de té, completamente inmune a la falta de decoro de Cett—. Personalmente, creo que deberíamos esperar, al menos hasta que el emperador regrese.
Penrod, el mayor de los tres hombres presentes en la sala, tuvo el tacto suficiente para parecer comprensivo.
—Entiendo que te preocupe tu pueblo, lord Cett. Pero aún no hemos tenido ni una semana para reconstruir Luthadel. Es demasiado pronto para preocuparnos por expandir nuestra influencia. No podemos autorizar esos preparativos.
—Oh, venga ya, Penrod —replicó Cett—. No estás al mando.
Los tres hombres se volvieron hacia Sazed. El terrisano, sentado a la cabecera de la mesa de la sala de reuniones de la fortaleza Venture, se sintió incómodo. Ayudantes y auxiliares, incluidos algunos de los burócratas de Dockson, esperaban en la sala vacía, pero solo los tres gobernantes, reyes sometidos al dominio imperial de Elend, estaban sentados con Sazed a la mesa.
—Creo que no deberíamos apresurarnos, lord Cett —dijo Sazed.
—No es apresuramiento —contestó Cett, golpeando de nuevo la mesa—. ¡Solo quiero enviar exploradores y espías para tener la información necesaria cuando invadamos!
—Si es que invadimos —dijo Janarle—. Si el emperador decide recuperar Ciudad Fadrex, no será hasta el verano, como muy pronto. Tenemos preocupaciones mucho más acuciantes. Mis ejércitos han estado demasiado tiempo alejados del Dominio Septentrional. Un principio político básico es que hay que estabilizar lo que se tiene antes de ambicionar nuevos territorios.
—¡Bah! —dijo Cett, agitando una mano indiferente.
—Puedes enviar tus exploradores, lord Cett —dijo Sazed—. Pero solo en busca de información. Que no se enzarcen en ninguna refriega ni ningún saqueo, por tentadora que sea la oportunidad.
Cett sacudió la hirsuta cabeza.
—Por eso nunca me dediqué a los jueguecitos políticos con el resto del Imperio Final. ¡Las cosas no se hacen nunca porque todo el mundo está demasiado ocupado urdiendo planes!
—Hay mucho que decir a favor de la sutileza, lord Cett —dijo Penrod—. Teniendo paciencia siempre se consigue la mejor recompensa.
—¿La mejor recompensa? —preguntó Cett—. ¿Qué ganó el Dominio Central con esperar? ¡Vosotros esperasteis hasta el momento en que cayó vuestra ciudad! Si no hubierais sido los que tenían a la mejor nacida de la bruma…
—¿La mejor nacida de la bruma, mi señor? —preguntó Sazed tranquilamente—. ¿No la viste tomar el mando de los koloss? ¿No la viste saltar por el cielo como una flecha? Lady Vin no es simplemente «la mejor nacida de la bruma».
El grupo guardó silencio. Tengo que seguir insistiendo en ello, pensó Sazed. Sin el liderazgo de Vin, sin la amenaza de su poder, esta coalición se disolvería en un santiamén.
Se sentía incompetente. No lograba que los hombres se ciñeran al tema y no podía hacer gran cosa por ayudarlos con sus diversos problemas. Solo podía recordarles el poder de Vin.
El problema era que realmente no quería hacerlo. Estaba muy incómodo consigo mismo y experimentaba sentimientos impropios de él. Despreocupación. Apatía. ¿Qué importaba nada de lo que dijeran aquellos hombres? ¿Qué importaba nada, ahora que Tindwyl estaba muerta?
Apretó los dientes, tratando de no distraerse.
—Muy bien —dijo Cett, agitando una mano—. Enviaré a los exploradores. ¿Han llegado ya esos alimentos de Urteau, Janarle?
El joven noble se sintió incómodo.
—Tenemos… problemas con eso, mi señor. Parece que hay elementos disconformes en la ciudad.
—¡No me extraña que quieras enviar las tropas de regreso al Dominio Septentrional! —lo acusó Cett—. ¡Planeas recuperar tu reino y dejar que el mío se pudra!
—Urteau está mucho más cerca que tu capital, Cett —dijo Janarle, volviendo a su té—. Tiene sentido que me establezca allí antes de que centremos nuestra atención en el oeste.
—Dejaremos que la emperatriz tome esa decisión —dijo Penrod. Le gustaba hacer de mediador… Así le parecía que estaba por encima de los problemas. En esencia, tomaba el control al interponerse entre los otros dos.
No es muy distinto a lo que Elend intentó hacer con nuestros ejércitos, pensó Sazed. El muchacho tenía más sentido de la estrategia política de lo que Tindwyl había querido reconocer.
No debo pensar en ella, se dijo, cerrando los ojos. Sin embargo, era difícil no hacerlo. Todo lo que Sazed hacía, todo cuanto pensaba parecía equivocado porque ella había muerto. Las luces eran menos brillantes. Le costaba motivarse. Tenía dificultades incluso para prestar atención a los reyes, y aún más para dirigirlos.
Era una locura, lo sabía. ¿Cuánto tiempo había estado Tindwyl en su vida? Solo unos meses. Mucho tiempo antes se había resignado al hecho de que nunca sería amado y de que nunca tendría «su» amor. No solo estaba castrado, sino que además era rebelde y un disidente: un hombre ajeno a la ortodoxia de Terris.
Sin duda el amor de Tindwyl por él había sido un milagro. Sin embargo, ¿a quién agradecía esa bendición y a quién maldecía por robársela? Conocía cientos de dioses. Los hubiese odiado a todos de creer que serviría de algo.
Por su propia cordura se obligó a prestar atención de nuevo a los reyes.
—Escuchad —estaba diciendo Penrod, inclinado hacia delante con los brazos sobre la mesa—. Creo que estamos enfocando este asunto de la manera equivocada, caballeros. No deberíamos discutir, sino estar contentos. Nos hallamos en una posición única. En el tiempo transcurrido desde la caída del imperio de lord Legislador, docenas, quizá centenares de hombres han tratado de establecerse como reyes de diversas maneras. Lo único que tienen en común, sin embargo, es la inestabilidad.
»Bueno, parece que se nos va a obligar a trabajar juntos. Empiezo a ver las ventajas. Juraré lealtad a la pareja Venture…, incluso aceptaré la excéntrica visión de gobierno de Elend Venture si eso implica seguir en el poder dentro de diez años.
Cett se rascó la barba un momento y luego asintió.
—Es un buen planteamiento, Penrod. Quizás el primero bueno que oigo salir de tu boca.
—Pero no podemos seguir asumiendo que sabemos lo que vamos a hacer —intervino Janarle—. Necesitamos dirección. Sobrevivir a los próximos diez años, sospecho, va a depender enormemente de que yo no acabe apuñalado por esa nacida de la bruma.
—En efecto —dijo Penrod, asintiendo brevemente—. Maese terrisano, ¿cuándo podemos esperar que la emperatriz vuelva a tomar el mando?
Una vez más, los tres pares de ojos se volvieron hacia Sazed.
En realidad me trae sin cuidado, pensó Sazed, e inmediatamente se sintió culpable. Vin era su amiga. Le importaba. Aunque cualquier otra cosa le costara trabajo. Bajó la cabeza, avergonzado.
—Lady Vin sufre las consecuencias de haber recurrido en demasía al peltre —dijo—. Se ha esforzado mucho este último año y, como colofón, vino corriendo hasta Luthadel. Necesita descanso. Creo que deberíamos dejarla tranquila un poco más.
Los demás asintieron y continuaron con su debate. La mente de Sazed, no obstante, se centró de nuevo en Vin. Había malinterpretado su malestar, y empezaba a preocuparse. Recurrir de aquella manera al peltre agotaba el cuerpo, y Sazed sospechaba que ella se había obligado a permanecer despierta quemando metal durante meses seguidos.
Cuando un guardador acumulaba capacidad de mantenerse en vela, dormía como si estuviera en coma durante cierto tiempo. Sazed esperaba que los efectos de aquel abuso de peltre fueran iguales, pues Vin no se había despertado ni una sola vez desde su regreso, una semana antes. Tal vez lo hiciera pronto, como un guardador cuando salía de su sueño.
Tal vez su sueño durara más tiempo. El ejército koloss esperaba a las puertas de la ciudad, aparentemente controlado, aunque ella estuviera inconsciente. Pero ¿por cuánto tiempo? El tirón del peltre podía matar, si la persona se forzaba demasiado.
¿Qué le sucedería a la ciudad si ella no despertaba nunca?
Caía ceniza. Cae mucha últimamente, pensó Elend mientras Fantasma y él salían de los árboles y contemplaban la llanura de Luthadel.
—Mira —señaló Fantasma en voz baja—. Las puertas de la ciudad están rotas.
Elend frunció el ceño.
—Pero los koloss están acampados fuera.
En efecto, el campamento de Straff seguía donde antes.
—Cuadrillas de trabajo —dijo Fantasma, haciendo visera con la mano para proteger sus hipersensibles ojos alománticos—. Parece que están enterrando cadáveres fuera de la ciudad.
La expresión de preocupación de Elend aumentó. Vin. ¿Qué le ha pasado? ¿Se encuentra bien?
Siguiendo las indicaciones de los terrisanos, Fantasma y él habían viajado a campo través, asegurándose así de no ser descubiertos por patrullas de la ciudad. Aquel día, contra su costumbre, habían viajado en parte de día para llegar a Luthadel antes del anochecer. Las brumas se levantarían pronto y Elend estaba fatigado por el madrugón y de caminar tanto.
Más que eso, estaba cansado de no saber qué había sucedido en Luthadel.
—¿Puedes ver de quién es la bandera que ondea sobre las puertas? —preguntó.
Fantasma hizo una pausa, al parecer mientras iba avivando sus metales.
—Tuya —dijo por fin, sorprendido.
Elend sonrió. Bueno, o han conseguido salvar la ciudad o es una trampa muy rebuscada para capturarme.
—Vamos —dijo, señalando una fila de refugiados que regresaban a la ciudad, probablemente aquellos que habían huido antes y volvían en busca de comida una vez pasado el peligro—. Nos mezclaremos con ellos para entrar.
Sazed suspiró en silencio y cerró la puerta de su habitación. Los reyes habían puesto fin a la reunión del día. Lo cierto era que, considerando que todos se habían enfrentado entre sí unas pocas semanas antes, empezaban a llevarse bastante bien.
Sazed sabía que no era responsable de su amabilidad. Tenía otras preocupaciones.
He visto morir a muchos, pensó, mientras entraba en la habitación. Kelsier. Jadendwil. Crenda. Gente a la que respetaba. Nunca me pregunté qué pasaba con su espíritu.
Dejó la vela sobre la mesa y la frágil llama iluminó unas cuantas páginas sueltas, un montón de clavos de metal extraídos de los cuerpos de los koloss y un manuscrito. Sazed se sentó a la mesa y sus dedos acariciaron las páginas, recordando los días pasados con Tindwyl, estudiando.
Tal vez por eso Vin me puso al mando. Sabía que necesitaría algo que apartara mi mente de Tindwyl.
Y, sin embargo, cada vez quería menos apartar su mente de ella. ¿Qué era más fuerte, el dolor del recuerdo o el dolor del olvido? Él era guardador, el trabajo de su vida era recordar. Olvidar, incluso en nombre de la paz personal, no era algo que le atrajera.
Hojeó el manuscrito, sonriendo amorosamente en la cámara oscura. Había enviado al norte, con Elend y Vin, una versión corregida y revisada. Aquel, sin embargo, era el original. El manuscrito garabateado frenética, casi desesperadamente, por dos eminentes eruditos asustados.
Mientras acariciaba la página, la oscilante luz de la vela reveló la bella y firme letra de Tindwyl. Se fundía con los párrafos escritos por el propio Sazed. En ocasiones, en una página se alternaban sus letras una docena de veces.
No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que parpadeó y una lágrima cayó en la página. Bajó la cabeza, aturdido porque la gota emborronó la tinta.
—¿Y ahora qué, Tindwyl? —susurró—. ¿Por qué hicimos esto? Tú nunca creíste en el Héroe de las Eras y yo nunca creí en nada. ¿Qué sentido ha tenido todo esto?
Secó la lágrima con la manga, preservando la página lo mejor que pudo. A pesar de su cansancio, empezó a leer, seleccionando un párrafo al azar. Leyó para recordar. Para pensar en los días en que no le preocupaba por qué estudiaban. Simplemente había disfrutado haciendo lo que más le gustaba, con la persona que más amaba.
Recopilamos todo lo que pudimos encontrar sobre el Héroe de las Eras y la Profundidad, pensó, leyendo. Pero gran parte parece contradictorio.
Se dedicó a una sección concreta que habían incluido a insistencia de Tindwyl. Contenía las contradicciones más evidentes, en palabras de Tindwyl. Las repasó, reflexionando sobre ellas por primera vez. Así era Tindwyl la erudita: una escéptica cautelosa. Acarició los párrafos, leyendo su letra.
El Héroe de las Eras será alto de estatura, decía uno. Un hombre al que los demás no podrán ignorar.
El poder no puede ser tomado, decía otro. De esto estamos seguros. Debe ser contenido, pero no usado. Debe ser liberado. A Tindwyl eso le parecía una tontería, ya que en otras partes decía que el Héroe usaba el poder para derrotar a la Profundidad.
Todos los hombres son egoístas, decía otro. El Héroe es un hombre que puede ver las necesidades de todos más allá de sus propios deseos.
Si todos los hombres eran egoístas, había preguntado Tindwyl, entonces, ¿cómo podía no serlo el Héroe como se decía en otros párrafos? Y, además, ¿cómo podía esperarse que un hombre humilde conquistara el mundo?
Sazed sacudió la cabeza, sonriendo. En ocasiones sus objeciones tenían mucha lógica… pero otras veces ella solo quería dar otra opinión, no importaba lo descabellada que fuera. Pasó de nuevo los dedos por la página, pero se detuvo en el primer párrafo.
Alto de estatura, pensó. Eso no podía referirse a Vin. El comentario no procedía del calco, sino de otro libro. Tindwyl lo había incluido porque el calco, la fuente más digna de crédito, decía que sería bajo. Sazed hojeó el libro hasta encontrar el párrafo con la transcripción completa del testimonio de la placa de Kwaan.
La altura de Alendi me sorprendió la primera vez que lo vi. Se trataba de un hombre que superaba a todos los demás, de un hombre que (a pesar de su juventud y su ropa humilde) imponía respeto.
Sazed frunció el ceño. Él había alegado que no había ninguna contradicción, pues un párrafo podía referirse tanto al aspecto como al carácter del Héroe, y no solo a su altura. Ahora, sin embargo, Sazed vaciló, pues entendía las objeciones de Tindwyl por primera vez.
Había un lugar para mí en la tradición de la Anticipación: me consideré el Anunciador, el profeta que habría de descubrir, según lo predicho, al Héroe de las Eras. Renunciar entonces a Alendi habría sido renunciar a mi nueva posición, a ser aceptado por los demás.
La expresión de preocupación de Sazed aumentó. Siguió el párrafo con un dedo. Fuera oscurecía, y unos cuantos jirones de bruma se enroscaban alrededor de los postigos, arrastrándose hacia el interior de la habitación antes de desvanecerse.
Sagrado Primer Testigo. ¿Cómo se me ha pasado por alto? Así me llamaron en las puertas. No lo reconocí.
—Sazed.
Dio un respingo y estuvo a punto de dejar caer el libro al suelo cuando se dio la vuelta. Vin se hallaba ante él, una sombra oscura en la habitación tenuemente iluminada.
—¡Lady Vin! ¡Estás despierta!
—No tendrías que haberme dejado dormir tanto —dijo ella.
—Intentamos despertarte. Estabas en coma.
Ella vaciló.
—Tal vez fuera para bien, lady Vin. La lucha ha terminado, y te has esforzado demasiado en estos últimos meses. Es bueno que descanses, ahora que todo ha acabado.
Ella dio un paso adelante, sacudiendo la cabeza, y Sazed vio que a pesar de los días de descanso estaba demacrada.
—No, Sazed. Esto no ha acabado. Ni de lejos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sazed, preocupado.
—Sigo oyéndolo en mi cabeza —respondió Vin, llevándose una mano a la frente—. Está aquí. En la ciudad.
—¿El Pozo de la Ascensión? Pero, lady Vin, te mentí al respecto. Sinceramente, y te pido disculpas, no sé si existe siquiera una cosa así.
—¿Crees que soy el Héroe de las Eras?
Sazed desvió la mirada.
—Hace unos días, ante la ciudad, estaba seguro. Pero… últimamente… ya no sé qué creer. Las profecías e historias son un revoltijo de contradicciones.
—Esto no tiene nada que ver con las profecías —dijo Vin, acercándose a la mesa y mirando el libro—. Tiene que ver con lo que hay que hacer. Puedo sentirlo… atrayéndome.
Miró la ventana cerrada, con las brumas enroscadas en los bordes. Se acercó y abrió los postigos, dejando entrar el frío aire invernal. Vin cerró los ojos y dejó que las brumas la cubrieran. Solo llevaba una sencilla camisa y pantalones.
—Recurrí a su poder una vez, Sazed —dijo—. ¿Lo sabes? ¿Te lo dije? Cuando luché contra el lord Legislador. Extraje poder de las brumas. Así fue como lo derroté.
Sazed se estremeció, pero no de frío, sino por el tono de su voz y el de sus palabras.
—Lady Vin… —dijo, pero no estaba seguro de cómo continuar. ¿Recurrir a las brumas? ¿Qué quería decir?
—El Pozo está aquí —repitió ella, asomándose a la ventana, mientras la bruma se desparramaba por la habitación.
—No puede ser, lady Vin. Todos los informes coinciden. El Pozo de la Ascensión se hallaba en las montañas de Terris.
Vin negó con la cabeza.
—Él cambió el mundo, Sazed.
—¿Cómo?
—El lord Legislador —susurró ella—. Creó los Montes de Ceniza. Los archivos dicen que creó los enormes desiertos que rodean el imperio, que rompió la tierra para conservarla. ¿Por qué debemos suponer que las cosas son como eran cuando él llegó por primera vez al Pozo? Creó montañas. ¿Por qué no pudo allanarlas?
Sazed sintió un escalofrío.
—Es lo que yo haría —dijo Vin—. Si supiera que el poder iba a regresar, si quisiera conservarlo. Escondería el Pozo. Dejaría que la leyenda hablara de montañas al norte. Luego, construiría mi ciudad alrededor del Pozo para poder vigilarlo. —Se volvió a mirarlo—. Está aquí. El poder espera.
Sazed abrió la boca para poner reparos, pero no fue capaz de decir nada. No tenía ninguna fe. ¿Quién era él para discutir esas cosas? Mientras vacilaba, oyó voces abajo, en el exterior.
¿Voces?, pensó. ¿De noche? ¿En las brumas? Curioso, se esforzó por oír lo que decían, pero estaban demasiado lejos. Rebuscó en la bolsa que había junto a su mesa. La mayoría de sus mentes de metal estaban vacías: solo llevaba las mentecobres con sus depósitos de antiguo conocimiento. Dentro del saco, encontró una bolsita. Contenía los diez anillos que había preparado para el asedio, pero no había llegado a usar. La abrió, sacó uno y se guardó la bolsa en el cinturón.
Con ese anillo, una mentelatón, podía decantar audición. Las palabras de abajo le llegaron con claridad.
—¡El rey! ¡El rey ha regresado!
Vin saltó por la ventana.
—Yo tampoco comprendo cómo lo hace, El —dijo Ham mientras caminaba, todavía con el brazo en cabestrillo.
Elend paseaba por las calles de la ciudad, seguido por la gente que hacía comentarios entusiasmada. La multitud se crecía a medida que la gente se iba enterando del regreso de Elend.
Fantasma miraba a la gente con resquemor, pero parecía disfrutar de su atención.
—Estuve fuera de juego durante la última parte de la batalla —estaba diciendo Ham—. Solo el peltre me mantuvo con vida. Los koloss masacraron a mi equipo, destrozaron las murallas de la fortaleza que defendía. Escapamos y fuimos a buscar a Sazed, pero para entonces mi mente empezaba a empantanarse. Recuerdo haber caído inconsciente ante la fortaleza Hasting. Cuando desperté, Vin ya había recuperado la ciudad. Yo…
Se detuvieron. Vin estaba plantada en la calle, ante ellos. Silenciosa, oscura. En medio de las brumas, casi parecía el espíritu que Elend había visto antes.
—¿Vin?
—Elend —dijo ella, corriendo a sus brazos, y el aire de misterio desapareció. Temblaba cuando se abrazó a él—. Lo siento. Creo que he hecho algo mal.
—¿Sí? ¿Qué?
—Te he convertido en emperador.
Elend sonrió.
—Me he dado cuenta, y acepto.
—¿Después de todo lo que hiciste para asegurarte de que el pueblo tuviera una oportunidad?
Elend sacudió la cabeza.
—Estoy empezando a pensar que mis opiniones eran simplistas. Honradas, pero… parciales. Ya nos encargaremos de esto. Ahora tan solo me alegro de encontrar mi ciudad en pie.
Vin sonrió. Parecía cansada.
—¿Vin? —preguntó él—. ¿Sigues recurriendo al peltre?
—No. Es otra cosa. —Miró a un lado, pensativa, como si estuviera decidiendo algo—. Ven —dijo.
Sazed estaba asomado a la ventana, con una segunda mente de metal ampliando su visión. En efecto, abajo estaba Elend. Sonrió, aliviando un peso de su alma. Se dio media vuelta dispuesto a ir a reunirse con el rey.
Y entonces vio algo revoloteando en el suelo. Un trozo de papel. Se arrodilló para recogerlo y reconoció su propia letra. Tenía los bordes irregulares por haber sido arrancados. Frunció el ceño, se acercó a su mesa, abrió el libro por la página con la narración de Kwaan. Faltaba un trozo. El mismo trozo que antes, el mismo que habían arrancado cuando estaba con Tindwyl. Casi había olvidado el extraño suceso de las páginas con la misma frase arrancada.
Había reescrito esa página a partir de su mente de metal, después de encontrar las páginas rasgadas. Habían vuelto a arrancar lo mismo, la última frase. Solo para asegurarse, la acercó al libro. Encajaba perfectamente. Alendi no debe alcanzar el Pozo de la Ascensión. No debe hacerse con el poder, decía. Eran las palabras exactas que Sazed tenía en su memoria, las palabras exactas del calco.
¿Por qué le preocupaba a Kwaan eso?, pensó, sentándose. Según él, conocía a Alendi mejor que a nadie. De hecho, lo llama honorable en varias ocasiones.
¿Por qué le preocupaba tanto a Kwaan que Alendi tomara el poder para sí?
Vin caminaba entre las brumas. Elend, Ham y Fantasma la seguían, después de que, a una orden de Elend, la multitud se hubiera dispersado por las calles de la ciudad, aunque todavía quedaban algunos soldados para protegerlo.
Vin continuó avanzando, sintiendo los pulsos, los golpes, el poder que estremecía su alma. ¿Por qué no podían sentirlo los demás?
—¿Vin? —preguntó Elend—. ¿Adónde vamos?
—A Kredik Shaw —respondió ella en voz baja.
—Pero… ¿por qué?
Ella sacudió la cabeza. Ahora sabía la verdad. El Pozo estaba en la ciudad. Por el modo en que aumentaban los pulsos, se hubiese dicho que su procedencia sería más difícil de determinar. Pero no era así. Ahora que los golpes eran fuertes, le resultaba más fácil.
Elend miró a los demás y vio lo preocupados que estaban. Ante ellos, Kredik Shaw se alzaba en la noche. Sus torres, como lanzas enormes, sobresalían del terreno siguiendo un trazado irregular, levantándose acusadoras hacia las estrellas del cielo.
—Vin —dijo Elend—. Las brumas actúan… extrañamente.
—Lo sé. Me están guiando.
—No, más bien parece que se estén apartando de ti.
Vin sacudió la cabeza. Eso le parecía bien. ¿Cómo podía explicarlo? Juntos entraron en los restos del palacio del lord Legislador.
El Pozo ha estado aquí todo el tiempo, pensó Vin, divertida. Podía sentir los pulsos vibrando por todo el edificio. ¿Por qué no lo había notado antes?
Los pulsos eran demasiado débiles, comprendió. El Pozo no estaba en pleno apogeo todavía. Ahora ya lo está. Y la llamaba.
Siguió el mismo camino que antes. El camino que había seguido con Kelsier cuando habían irrumpido en Kredik Shaw una aciaga noche que casi le costó la vida. El camino que había seguido luego ella sola la noche que había ido a matar al lord Legislador. Los estrechos corredores de piedra desembocaban en la sala en forma de cuenco invertido. La linterna de Elend hizo brillar los murales y el fino artesonado, en su mayoría negros y grises. La cripta de piedra se encontraba en el centro de la sala, abandonada, cerrada.
—Creo que por fin vamos a encontrar tu atium, Elend —dijo Vin, sonriendo.
—¿Qué? —La voz de Elend resonó en la cámara—. Vin, ya hemos buscado aquí. Lo hemos intentado todo.
—No lo suficiente, al parecer —dijo Vin, mirando el pequeño edificio dentro del edificio, pero sin avanzar hacia él.
Ahí es donde yo lo pondría, pensó. Es lo lógico. El lord Legislador habría querido tener el Pozo cerca para, cuando el poder regresara, hacerse con él.
Pero yo lo maté antes de que eso pudiera suceder.
Los sonidos reverberaban desde abajo. Habían levantado trozos del suelo, pero se habían detenido al alcanzar roca viva. Tenía que haber un camino de bajada. Vin se acercó y estudió el edificio dentro del edificio, pero no encontró nada. Se dio media vuelta, dejando atrás a sus confusos amigos, frustrada.
Entonces trató de quemar metales. Como siempre, las líneas azules se dispararon a su alrededor, apuntando a fuentes de metal. Elend llevaba varias, igual que Fantasma, aunque Ham estaba limpio. Algunos adornos de mampostería tenían dentro piezas de metal, y las líneas las señalaban.
Todo era como cabía esperar. No había nada…
Vin frunció el ceño y se hizo a un lado. Uno de los adornos tenía una línea particularmente gruesa, demasiado gruesa. La inspeccionó y vio que, igual que las demás, iba desde su pecho directamente hasta la pared de piedra. Pero esa parecía apuntar más allá de la pared.
¿Hacia dónde?
Tiró de ella. No pasó nada. Tiró con más fuerza, gruñendo mientras era atraída hacia la pared. Soltó la línea y miró alrededor. Había incisiones en el suelo. Profundas. Curiosa, se ancló tirando de estas, y luego tiró de nuevo de la pared. Le pareció que algo cedía.
Quemó duralumín y tiró con todas sus fuerzas. La explosión de poder casi la hizo pedazos, pero su anclaje aguantó y el peltre impulsado por el duralumín la mantuvo con vida. Una sección de la pared se deslizó, la piedra rozando contra la piedra en la silenciosa sala. Vin jadeó y se soltó cuando sus metales se agotaron.
—¡Lord Legislador! —dijo Fantasma. Ham fue más rápido; se movió con la velocidad del peltre y se asomó a la abertura. Elend se quedó junto a Vin, agarrándola por el brazo cuando estaba a punto de caer.
—Estoy bien —dijo Vin, bebiendo un frasquito para restaurar sus metales. El poder del Pozo resonaba a su alrededor. Casi parecía que la sala temblaba.
—Hay escaleras aquí dentro —dijo Ham, asomando la cabeza.
Vin se preparó y le asintió a Elend, y los dos siguieron a Ham y Fantasma al otro lado de la falsa sección de la pared.
El relato de Kwaan decía:
Pero he de continuar sin entrar en detalles. Los otros forjamundos debieron de haberse considerado humillados cuando acudieron a mí, admitiendo que estaban equivocados. Incluso entonces, empezaba a dudar de mi declaración original. Pero me sentí lleno de orgullo.
Mis hermanos nunca me habían prestado mucha atención: opinaban que mi trabajo y mis intereses no eran los adecuados para un forjamundos. No entendían de qué modo mi trabajo, el estudio de la naturaleza en vez del de la religión, beneficiaba al pueblo de las catorce tierras.
Sin embargo, al ser yo quien encontró a Alendi, me convertí en alguien importante. Sobre todo, entre los forjamundos.
Había un lugar para mí en la tradición de la Anticipación: me consideré el Sagrado Primer Testigo, el profeta que habría de descubrir, según lo predicho, al Héroe de las Eras. Renunciar entonces a Alendi habría sido renunciar a mi nueva posición, a ser aceptado por los demás. Y por eso no lo hice. Pero lo hago ahora.
Que se sepa que yo, Kwaan, forjamundos de Terris, soy un fraude. Alendi no fue nunca el Héroe de las Eras. En el mejor de los casos, he exagerado sus virtudes, creando un Héroe donde no había ninguno. En el peor, me temo que he corrompido todo aquello en lo que creemos.
Sazed continuó leyendo el libro.
Aquí falta algo, pensó. Retrocedió unas cuantas líneas y releyó la expresión «Sagrado Primer Testigo». ¿Por qué esa frase seguía molestándolo?
Se arrellanó en el asiento, suspirando. Aunque las profecías hablaran del futuro, no había detalles por los que guiarse. Tindwyl tenía razón en eso. El estudio que él mismo había hecho demostraba que eran crípticas y poco dignas de confianza.
Entonces, ¿cuál era el problema?
Es que no tiene sentido.
Pero, claro, la religión a veces no puede entenderse en un sentido literal. ¿Cuál era el motivo? ¿Eran sus propios prejuicios? ¿Su creciente resentimiento hacia las enseñanzas que había memorizado y enseñado, pero que lo habían traicionado al final?
Volvió al trozo de papel que tenía en la mesa. El pedazo roto. Alendi no debe alcanzar el Pozo de la Ascensión…
Había alguien junto a la mesa.
Sazed gimió, retrocedió, estuvo a punto de tropezar con la silla. En realidad, no era una persona. Era una sombra, formada, al parecer, por jirones de bruma. Aunque muy débiles, seguían entrando por la ventana que Vin había dejado abierta y formaban la silueta de una persona. Volvió la cabeza hacia la mesa, hacia el libro. O… tal vez hacia el papel.
Sazed, aterrorizado, quiso echar a correr, huir, pero su mente de estudioso encontró algo para combatir su terror. Alendi, pensó. De quien todos pensaban que era el Héroe de las Eras. Dijo haber visto un ser hecho de bruma que le seguía. Vin dijo haberlo visto también.
—¿Qué… quieres? —preguntó, tratando de conservar la calma.
El espíritu no se movió.
¿Podría realmente ser… ella?, se preguntó, desconcertado. Muchas religiones sostenían que los muertos continuaban caminando por el mundo, más allá de la capacidad de percepción de los mortales. Pero aquel ser era demasiado bajo para ser Tindwyl. Sazed estaba convencido de que la hubiese reconocido, incluso con aquel aspecto amorfo.
Intentó comprender dónde estaba mirando. Con una mano vacilante, recogió el papel.
El espíritu levantó un brazo y señaló hacia el centro de la ciudad. Sazed frunció el ceño.
—No comprendo —dijo.
El espíritu señaló con más insistencia.
—Escribe por mí lo que quieres que haga.
El espíritu se limitó a señalar.
Sazed permaneció quieto un buen rato, luego miró el libro abierto. El viento agitó sus páginas mostrando su letra, luego la de Tindwyl, después la suya de nuevo.
Alendi no debe alcanzar el Pozo de la Ascensión. No debe hacerse con el poder.
Tal vez… tal vez Kwaan sabía algo que nadie más sabía. ¿Podía corromper el poder incluso a las mejores personas? ¿Podía ser por eso por lo que se había vuelto contra Alendi, para tratar de detenerlo?
El espíritu volvió a señalar.
Si el espíritu arrancó esa frase, tal vez estaba intentando decirme algo. Pero… Vin no tomaría el poder para sí. No destruiría, como hizo el lord Legislador, ¿verdad?
¿Y si no tenía más remedio?
Fuera, alguien gritó. El alarido fue de puro terror y no tardó en repetirse. Una espantosa cacofonía en la noche oscura.
No había tiempo para pensar. Sazed tomó la vela, derramando cera sobre la mesa con las prisas, y salió de la habitación.
Los serpenteantes escalones de piedra continuaban. Vin los bajó, acompañada por Elend, mientras el golpeteo resonaba con fuerza en sus oídos. Al pie, la escalera desembocaba en…
Una enorme cámara. Elend alzó la linterna y contemplaron una gran caverna de piedra. Fantasma ya había bajado la mitad de la escalera. Ham lo siguió.
—Lord Legislador… —susurró Elend, de pie junto a Vin—. ¡Jamás habríamos encontrado esto sin haber demolido el edificio entero!
—Probablemente esa era la idea —respondió Vin—. Kredik Shaw no es simplemente un palacio, sino un tapón. Construido para ocultar algo. Esto. Arriba, esas paredes acanaladas ocultan las rendijas de la puerta, y el metal que hay en ellas oculta el mecanismo de abertura a ojos alománticos. Si no me hubieran dado un soplo…
—¿Un soplo? —preguntó Elend, volviéndose hacia ella.
Vin sacudió la cabeza y señaló los escalones. Los dos empezaron a bajar. Entonces oyeron la voz de Fantasma.
—¡Hay comida ahí abajo! —gritó—. ¡Latas y más latas!
En efecto, encontraron filas y filas de estantes en la caverna, con alimentos meticulosamente envasados como en previsión de algo importante. Vin y Elend desembocaron en la caverna cuando Ham perseguía a Fantasma, llamándolo para que no fuera tan rápido. Elend hizo amago de seguirlos, pero Vin lo agarró por el brazo. Estaba quemando hierro.
—Hay una fuerte fuente de metal por ahí —dijo, ansiosa.
Elend asintió con la cabeza. Recorrieron la caverna, dejando atrás un estante tras otro. El lord Legislador preparó esto, pensó ella. Pero ¿con qué fin?
No le importaba en ese momento. En realidad, tampoco le interesaba el atium, pero la ansiedad de Elend por encontrarlo era demasiado grande para ignorarla. Llegaron al fondo de la caverna, donde encontraron la fuente de la línea de metal.
Una gran placa colgaba de la pared, como la que Sazed había dicho que había hallado en el convento de Seran. Elend se sintió claramente decepcionado cuando la vieron. Vin, sin embargo, dio un paso adelante, examinándola con ojos amplificados por el estaño.
—¿Un mapa? —preguntó Elend—. Eso es el Imperio Final.
En efecto, había un mapa del imperio grabado en el metal. Luthadel estaba en el centro. Un pequeño círculo marcaba otra ciudad cercana.
—¿Por qué constará la posición de Statlin? —preguntó Elend, con el ceño fruncido.
Vin sacudió la cabeza.
—No hemos venido por eso —dijo—. Allí.
Un túnel se alejaba de la caverna principal.
—Vamos.
Sazed corrió por las calles sin estar siquiera seguro de lo que hacía. Siguió al espíritu de bruma, que era difícil de localizar en la noche, pues su vela se había apagado hacía rato.
La gente gritaba. Sus chillidos de pánico le daban escalofríos y ansiaba ir a ver cuál era el problema. Sin embargo, el espíritu de la bruma era exigente; se detenía a llamar su atención si lo perdía. Podía estar simplemente conduciéndolo a la muerte. Y, sin embargo…, confiaba inexplicablemente en él.
¿Alomancia?, pensó. ¿Tira de mis emociones?
Antes de que pudiera pensarlo mejor, tropezó con el primer cadáver. Era un skaa vestido con ropa sencilla y la piel manchada de ceniza. Su rostro estaba deformado en una mueca de dolor, y la ceniza del suelo, manchada por sus estertores.
Sazed jadeó deteniéndose. Se arrodilló a estudiar el cuerpo a la tenue luz de una ventana abierta. Aquel hombre no había muerto plácidamente.
Es… es como las muertes que estudié, pensó. Hace meses, en la aldea del sur. Aquel hombre me dijo que las brumas habían matado a su amigo. Le hicieron caer al suelo y revolverse.
El espíritu apareció delante de Sazed, insistente en su postura. Sazed alzó la cabeza, frunciendo el ceño.
—¿Has hecho tú esto? —susurró.
La criatura negó violentamente con la cabeza, señalando. Kredik Shaw estaba allí delante. Vin y Elend se habían ido en aquella dirección.
Sazed se levantó. Vin dijo que pensaba que el Pozo estaba en la ciudad, pensó. La Profundidad nos ha alcanzado, como han estado haciendo sus tentáculos en las lejanas extensiones del reino desde hace algún tiempo. Matando. Está ocurriendo algo que escapa a nuestra comprensión.
Todavía no podía creer que el hecho de que Vin fuera al Pozo pudiera ser peligroso. Ella había leído y conocía la historia de Rashek. No se haría con el poder. Sazed confiaba en ello. Pero no estaba completamente seguro. De hecho, ya no estaba seguro de lo que debían hacer con el Pozo.
Tengo que llegar hasta ella. Detenerla, hablarle, prepararla. No podemos precipitarnos en una cosa así. Si, en efecto, iban a tomar el poder del Pozo, tenían que pensarlo primero y decidir el mejor curso de acción.
El espíritu de la bruma continuó señalando. Sazed se levantó y echó a correr, ignorando el horror de los gritos nocturnos. Llegó a las puertas del enorme palacio, con sus torres y agujas, y se precipitó al interior.
El espíritu se quedó atrás, en las brumas que lo habían engendrado. Sazed encendió de nuevo su vela con un pedernal, y esperó. El espíritu no avanzó. Sin dejar de experimentar aquella urgencia, Sazed lo dejó atrás y continuó internándose en el antiguo hogar del lord Legislador. Las paredes de piedra eran frías y oscuras, y su vela una débil lucecita.
El Pozo no puede estar aquí, pensó. Se supone que está en las montañas.
Sin embargo, muchas cosas de aquella época eran vagas. Estaba empezando a dudar que hubiera comprendido jamás las cosas que había estudiado.
Avivó el paso, protegiendo la vela con la mano, sabiendo adónde tenía que ir. Había visitado el edificio dentro del edificio, el palacio donde el lord Legislador solía pasar el tiempo. Sazed había estudiado el palacio después de la caída del imperio, tomando nota y catalogando. Llegó a la sala exterior, y casi la había cruzado cuando advirtió la abertura desconocida en la pared.
Había una silueta en la puerta, con la cabeza gacha. La luz de la vela de Sazed se reflejó en las paredes de mármol pulido, en los murales repujados de plata y en los clavos de los ojos del hombre.
—¿Marsh? —preguntó Sazed, alarmado—. ¿Dónde has estado?
—¿Qué haces, Sazed? —susurró Marsh.
—Voy a ver a Vin —dijo él, confundido—. Ha encontrado el Pozo, Marsh. Tenemos que impedirle que haga nada hasta que estemos seguros de las consecuencias.
Marsh permaneció en silencio un instante.
—No tendrías que haber venido, terrisano —dijo por fin, con la cabeza todavía gacha.
—¿Marsh? ¿Qué está pasando?
Sazed dio un paso al frente, impaciente.
—Ojalá lo supiera. Ojalá… ojalá comprendiera.
—¿Comprender qué? —preguntó Sazed, y su voz resonó en la sala abovedada.
Marsh guardó silencio. Por fin alzó la cabeza y enfocó sus clavos ciegos en Sazed.
—Ojalá comprendiera por qué tengo que matarte —dijo, y alzó una mano.
Un empujón alomántico chocó con los brazaletes de metal de Sazed, lanzándolo hacia atrás y estampándolo contra la dura pared de piedra.
—Lo siento —susurró Marsh.