Pero ¿no debe incluso un loco confiar en su propia mente, su propia experiencia, en vez de en la de los demás?
44
En la fría calma de la mañana, Brisa contemplaba un espectáculo desolador: el ejército de Cett se retiraba.
Brisa se estremeció y exhaló vaho mientras se volvía hacia Clubs. La mayoría de la gente no hubiese podido interpretar la mueca del rostro del general. Pero Brisa vio la piel tirante alrededor de los ojos de Clubs, cómo tamborileaba con los dedos en la fría muralla de piedra.
Clubs no era un hombre nervioso. Aquello significaba algo.
—¿Ya está, pues? —preguntó Brisa en voz baja.
Clubs asintió.
Brisa no lo comprendía. Todavía había dos ejércitos a sus puertas, seguían en tablas. Sin embargo, confiaba en la valoración de Clubs. O, más bien, confiaba en su propio conocimiento de la gente para fiarse de la valoración de Clubs.
El general sabía algo que él desconocía.
—Explícate, por favor.
—Esto acabará cuando Straff se dé cuenta —dijo Clubs.
—¿Se dé cuenta de qué?
—De que esos koloss terminarán el trabajo por él, si los deja.
Brisa vaciló. A Straff no le importa la gente de la ciudad: solo quiere tomarla por el atium. Y por la victoria simbólica.
—Si Straff se retira… —dijo Brisa.
—Entonces los koloss atacarán —asintió Clubs—. Masacrarán a todo el que encuentren y destruirán la ciudad. Luego Straff podrá regresar y encontrar su atium cuando los koloss hayan terminado.
—Suponiendo que se marchen, amigo mío.
Clubs se encogió de hombros.
—Sea como sea, saldrá ganando. Straff se enfrentará a un enemigo debilitado en vez de a dos fuertes.
Brisa sintió un escalofrío y se arrebujó en su capa.
—Lo dices de una manera tan… directa.
—Estuvimos muertos en el momento en que ese primer ejército llegó aquí, Brisa. Solo estábamos ganando tiempo.
¿Por qué en nombre del lord Legislador frecuento la compañía de este hombre?, pensó Brisa. No es más que un agorero pesimista. Y, sin embargo, Brisa conocía a la gente. Esta vez Clubs no estaba exagerando.
—Demonios del infierno —murmuró Brisa.
Clubs asintió, apoyado contra la muralla, mientras contemplaba al ejército desaparecer de la vista.
—Trescientos hombres —dijo Ham—. O, al menos, eso es lo que dicen nuestros exploradores.
—No es tan malo como me temía —respondió Elend. Se encontraban en el estudio de este último, siendo el otro único presente Fantasma, que estaba sentado junto a la mesa.
—El —dijo Ham—, Cett solo tenía mil hombres cuando entró en Luthadel. Eso significa que durante el ataque de Vin sufrió el treinta por ciento de bajas en menos de diez minutos. Incluso en un campo de batalla, la mayoría de los ejércitos se vienen abajo si sufren el treinta o el cuarenta por ciento de bajas en el curso de un día entero de lucha.
—Oh —respondió Elend, frunciendo el ceño.
Ham sacudió la cabeza, se sentó y se sirvió algo de beber.
—No lo entiendo, El. ¿Por qué lo atacó?
—Está loca —dijo Fantasma.
Elend abrió la boca para rebatir el comentario, pero le resultó difícil expresar sus sentimientos.
—No estoy seguro de por qué lo hizo —admitió finalmente—. Mencionó que no creía que a esos asesinos de la Asamblea los hubiera enviado mi padre.
Ham se encogió de hombros. Tenía un aspecto demacrado. Enfrentarse a ejércitos y preocuparse por el destino de un reino no era lo suyo. Prefería ocuparse de asuntos menos ambiciosos.
Claro que yo preferiría estar en mi silla leyendo tan tranquilo, pensó Elend. Hacemos lo que tenemos que hacer.
—¿Alguna noticia de ella?
Fantasma negó con la cabeza.
—Tío Cascarrabias dice que tiene exploradores buscando por toda la ciudad; pero hasta ahora, nada.
—Si Vin no quiere ser encontrada… —dijo Ham.
Elend se puso a caminar de un lado a otro. No podía quedarse quieto; empezaba a pensar que debía tener el mismo aspecto que Jastes, caminando en círculos y pasándose la mano de vez en cuando por el pelo.
Sé firme, se dijo. Puedes permitirte parecer preocupado, pero no inseguro.
Continuó caminando, aunque redujo el paso y no compartió sus preocupaciones con Ham ni con Fantasma. ¿Y si Vin estaba herida? ¿Y si Cett la había matado? Sus exploradores habían visto poco del ataque de la noche anterior. Vin había estado implicada, eso era seguro, y había informes contradictorios acerca de que había luchado con otro nacido de la bruma. Había dejado la fortaleza con una de las plantas superiores en llamas… y, por algún motivo, había perdonado la vida a Cett.
Desde entonces nadie la había visto.
Elend cerró los ojos, se detuvo y apoyó una mano en el muro de piedra. La he estado ignorando últimamente. También he ayudado a la ciudad… pero ¿de qué me servirá salvar Luthadel si la pierdo a ella? Es como si ya no la conociera. ¿O es que no la he conocido nunca?
Se sentía extraño sin tenerla a su lado. Había aprendido a confiar en su sencilla brusquedad. Necesitaba su genuino realismo, su puro sentido de lo concreto para ayudarle a tener los pies en la tierra. Necesitaba abrazarla, para saber que había algo más importante que las teorías y los conceptos.
La amaba.
—No sé, El —dijo finalmente Ham—. Nunca he creído que Vin fuera una molestia, pero tuvo una infancia dura. Recuerdo una vez que se enfadó con la banda sin motivos, gritando y chillando sobre su infancia. Yo… no creo que sea completamente estable.
Elend abrió los ojos.
—Es estable, Ham —dijo con firmeza—. Y es más capaz que ninguno de nosotros.
Ham frunció el ceño.
—Pero…
—Tuvo un buen motivo para atacar a Cett —dijo Elend—. Confío en ella.
Ham y Fantasma intercambiaron una mirada, y el muchacho se encogió de hombros.
—No es únicamente lo de anoche, El —dijo Ham—. Algo le pasa a esa muchacha… y no solo mentalmente.
—¿A qué te refieres?
—¿Recuerdas el ataque en la Asamblea? Me dijiste que la viste recibir de pleno un golpe de bastón de un violento.
—¿Y? La tuvo en cama tres días enteros.
Ham sacudió la cabeza.
—Todas sus heridas: el costado, el hombro, estar a punto de ser estrangulada… Todo eso la tuvo en cama un par de días. Pero si realmente un violento la golpeó con tanta fuerza no tendría que haberse recuperado en días, Elend. Tendría que haber estado fuera de combate durante semanas. Tal vez más. No tendría que haber escapado sin las costillas rotas.
—Estaba quemando peltre.
—Y posiblemente el violento también.
Elend vaciló.
—¿Ves? —dijo Ham—. Si ambos estaban avivando peltre, entonces tendrían que haberse equiparado. Así que tenemos a Vin, una chica que no puede pesar más de cincuenta kilos, recibiendo un sopapo de un soldado entrenado tres veces más pesado. Y se recuperó con apenas unos días de descanso.
—Vin es especial —dijo Elend por fin.
—No discutiré eso. Pero también nos está ocultando cosas. ¿Quién era ese otro nacido de la bruma? Algunos informes indican que parece que estén colaborando.
Ella dijo que había otro nacido de la bruma en la ciudad, pensó Elend. Zane, el mensajero de Straff. No lo ha mencionado desde hace mucho tiempo.
Ham se frotó la frente.
—Todo se está haciendo pedazos a nuestro alrededor, El.
—Kelsier no lo hubiese permitido —murmuró Fantasma—. Cuando estaba aquí, incluso nuestros fracasos eran parte de su plan.
—El Superviviente está muerto —dijo Elend—. No llegué a conocerlo, pero he oído hablar lo suficiente sobre él para saber una cosa: no se rendía a la desesperación.
Ham sonrió.
—Eso sí que es verdad. Reía y bromeaba el día después de que perdiéramos todo nuestro ejército por un error de cálculo. Bastardo arrogante.
—Cruel —dijo Fantasma.
—No —respondió Ham, echando mano a su copa—. Yo antes pensaba lo mismo. Ahora… creo que era decidido, sin más. Kell siempre tenía la mirada puesta en el mañana, no importaba cuáles fueran las consecuencias.
—Bueno, nosotros tenemos que hacer lo mismo —dijo Elend—. Cett se ha ido… Penrod lo dejó marchar. No podemos cambiar ese hecho. Pero tenemos información sobre el ejército koloss.
—Oh, sobre eso —dijo Fantasma, buscando su bolsa. Lanzó algo sobre la mesa—. Tienes razón, son iguales.
La moneda dejó de rodar y Elend la recogió. Vio que Fantasma la había rayado con un cuchillo, raspando la pintura dorada hasta aparecer la madera. Era una pobre imitación de un cuarto: no era extraño que las falsificaciones hubieran sido tan fáciles de detectar. Solo un necio hubiese intentado hacerlas pasar por auténticas. Un necio, o un koloss.
Nadie estaba seguro de cómo los cuartos falsos de Jastes habían llegado a Luthadel; tal vez había tratado de dárselos a los campesinos o a los mendigos de su propio dominio. Fuera como fuese, quedaba claro lo que estaba haciendo. Necesitaba dinero, y necesitaba un ejército. Había fabricado lo uno con lo otro. Solo los koloss podían haber picado con semejante añagaza.
—No lo entiendo —dijo Ham cuando Elend le pasó la moneda—. ¿Cómo es que los koloss han decidido de repente aceptar dinero? El lord Legislador no les pagaba nunca.
Elend recordó su experiencia en el campamento. Somos humanos. Viviremos en tu ciudad…
—Los koloss están cambiando, Ham. O tal vez nunca hemos llegado a comprenderlos. Sea como sea, tenemos que ser fuertes. Esto no ha terminado todavía.
—Me sería más fácil ser fuerte si supiera que nuestra nacida de la bruma no está loca. ¡Ni siquiera nos lo comentó!
—Lo sé —dijo Elend.
Ham se levantó, sacudiendo la cabeza.
—Hay un motivo por el que las Grandes Casas se mostraron siempre reacias a usar a sus nacidos de la bruma contra los demás. Las cosas se vuelven mucho más peligrosas. Si Cett tiene un nacido de la bruma y decide vengarse…
—Lo sé —repitió Elend, despidiéndolos a ambos.
Ham hizo una seña a Fantasma, y los dos se marcharon a hacerles una visita a Brisa y Clubs.
Todos están muy sombríos, pensó Elend, mientras iba a buscar algo de comer. Es como si pensaran que estamos condenados a causa de un contratiempo. Pero la retirada de Cett es buena cosa. Uno de nuestros enemigos se marcha… y siguen quedando dos ejércitos ahí fuera. Jastes no atacará si haciéndolo es más vulnerable a Straff, y Straff le tiene demasiado miedo a Vin para hacer nada. De hecho, su ataque a Cett solo hará que mi padre se sienta más atemorizado. Tal vez Vin lo atacó por eso.
—¿Majestad? —susurró una voz.
Elend se dio la vuelta y estudió el pasillo.
—Majestad —dijo una sombra, OreSeur—. Creo que la he encontrado.
Elend se hizo acompañar por unos cuantos guardias nada más. No quería explicar a Ham y a los demás de quién había obtenido la información: Vin seguía insistiendo en mantener la existencia de OreSeur en secreto.
Ham tiene razón en una cosa, pensó Elend mientras su carruaje se detenía. Ella oculta algo. Lo hace siempre.
Pero eso no impedía que Elend confiara en ella. Le hizo una seña a OreSeur y bajaron del carruaje. Ordenó a sus guardias que se retiraran mientras se acercaba a un edificio abandonado. Probablemente había sido la tienda de un mercader pobre, un negocio dirigido por la más baja nobleza, donde vendían artículos de primera necesidad a los obreros skaa a cambio de vales de comida, que a su vez podían ser cambiados por dinero del lord Legislador.
El edificio estaba en un sector al que las cuadrillas recogedoras de combustible de Elend no habían llegado todavía. Sin embargo, estaba claro que llevaba tiempo deshabitado. Lo habían saqueado y la ceniza que cubría el suelo tenía un palmo de espesor. Unas huellas se perdían hacia una escalera situada al fondo.
—¿Qué lugar es este? —preguntó Elend, mirando a su alrededor.
OreSeur se encogió de hombros.
—Entonces, ¿cómo sabías que estaba aquí?
—La seguí anoche, Majestad. Vi la dirección que tomó. Después fue solo cuestión de buscar a fondo.
Elend frunció el ceño.
—Eso requiere mucha habilidad para seguir su rastro, kandra.
—Estos huesos tienen unos sentidos finísimos.
Elend asintió. La escalera conducía a un largo pasillo con varias habitaciones en los extremos. Elend empezó a recorrerlo, pero se detuvo. A un lado, el panel de la pared había sido descorrido y revelaba un pequeño cubículo. Oyó movimiento dentro.
—¿Vin? —preguntó, asomando la cabeza.
Había un cuartito oculto tras la pared, y Vin estaba sentada al fondo. Era más bien una alacena de un metro escaso de altura y ni siquiera Vin hubiese podido ponerse en pie. No le respondió. Permaneció sentada, apoyada contra la pared del fondo, con la cabeza vuelta de lado.
Elend entró a rastras en la pequeña cámara, manchándose las rodillas de ceniza. Apenas había espacio para entrar sin chocar con ella.
—¿Vin? ¿Te encuentras bien?
Ella continuó en silencio, retorciendo algo entre los dedos. Y miraba la pared… miraba por un agujerito. Elend vio la luz del sol filtrarse por él.
Es una mirilla, advirtió. Para vigilar la calle. Esto no es una tienda…, es una guarida de ladrones. O lo era.
—Yo pensaba que Camon era un hombre terrible —dijo Vin en voz baja.
Elend vaciló, arrodillado y con las manos apoyadas en el suelo. Finalmente, logró sentarse, muy apretujado. Al menos Vin no parecía herida.
—¿Camon? —preguntó—. ¿El jefe de tu antigua banda, el de antes de Kelsier?
Vin asintió. Se apartó de la rendija y se abrazó las rodillas.
—Pegaba a la gente, mataba a aquellos que no le satisfacían. Incluso entre los delincuentes callejeros era brutal.
Elend frunció el ceño.
—Pero dudo que matara a tanta gente durante toda su vida como yo anoche.
Elend cerró los ojos. Luego los abrió y se acercó un poco más, hasta poner una mano sobre el hombro de Vin.
—Eran soldados enemigos, Vin.
—Fui como un niño en una habitación llena de hormigas —susurró Vin.
Él vio por fin lo que tenía entre los dedos. Era su pendiente, el sencillo botón de bronce que siempre llevaba. Lo miró, dándole vueltas.
—¿Te he contado alguna vez cómo conseguí esto? —preguntó. Él negó con la cabeza—. Me lo dio mi madre. No recuerdo cómo fue… me lo contó Reen. Mi madre… a veces oía voces. Mató a mi hermana, la asesinó. Y el mismo día me dio esto, uno de sus pendientes. Como si… como si me eligiera a mí en vez de a mi hermana. Un castigo para una, un retorcido regalo para la otra. —Vin sacudió la cabeza—. Mi vida entera ha sido muerte, Elend. La muerte de mi hermana, la muerte de Reen. Miembros de la banda muertos a mi alrededor, Kelsier caído ante el lord Legislador, y luego mi propia lanza atravesando el pecho del lord Legislador. Intento proteger, y me digo que estoy escapando de ella. Y entonces… hago algo como lo que hice anoche.
Sin saber qué más hacer, Elend la acercó hacia sí. Sin embargo, ella continuó envarada.
—Tenías un buen motivo para hacer lo que hiciste —dijo.
—No, no lo tenía. Solo quería hacerles daño. Quería asustarlos y obligarlos a dejarte en paz. Parece infantil, pero así me sentía.
—No es infantil, Vin —dijo Elend—. Fue una buena estrategia. Les hiciste a nuestros enemigos una exhibición de fuerza. Asustaste a uno de nuestros principales oponentes, y ahora mi padre tendrá aún más miedo de atacar. ¡Nos has conseguido más tiempo!
—A costa de las vidas de centenares de hombres.
—Soldados enemigos que asediaban nuestra ciudad. Hombres que protegían a un tirano que oprime a su pueblo.
—Eso mismo alegaba Kelsier cuando mataba a los nobles y a sus guardias —dijo Vin en voz baja—. Decía que estaban apoyando al Imperio Final, y que por tanto merecían morir. Me asustaba.
Elend no supo qué decir.
—Era como si se considerara a sí mismo un dios —susurró Vin—. Tomaba vidas, daba vidas cuando se le antojaba. No quiero ser como él, Elend. Pero todo parece empujarme en esa dirección.
Tú no eres como él, quiso decir Elend. Era cierto, pero las palabras se negaron a salir de su boca. Le sonaban vacías.
En cambio, se acercó a Vin, el hombro de ella contra su pecho, la cabeza de la muchacha bajo su barbilla.
—Ojalá supiera decir las cosas adecuadas, Vin —susurró—. Verte así pone en alerta mi instinto de protección. Solo quiero que todo sea mejor, quiero arreglarlo todo, pero no sé cómo. Dime qué he de hacer. ¡Solo dime cómo puedo ayudar!
Ella resistió un poco su abrazo al principio, pero luego suspiró y lo rodeó con sus brazos, apretando con fuerza.
—No puedes ayudarme en esto —dijo en voz baja—. Tengo que hacerlo sola. Hay… decisiones que tengo que tomar.
Él asintió.
—Tomarás las decisiones adecuadas, Vin.
—Ni siquiera sabes qué tengo que decidir.
—No importa. Sé que no puedo ayudarte…, ni siquiera he sabido conservar el trono. Eres diez veces más capaz que yo.
Ella le apretó el brazo.
—No digas esas cosas, por favor.
Él frunció el ceño, pero luego asintió.
—Muy bien. Pero, sea como sea, confío en ti, Vin. Toma tus decisiones: yo te apoyaré.
Ella asintió, relajándose un poco entre sus brazos.
—Creo… —dijo—. Creo que tengo que marcharme de Luthadel.
—¿Marcharte? ¿E ir adónde?
—Al norte. A Terris.
Elend se apoyó en la pared de madera. ¿Marcharse?, pensó, con sentimientos encontrados. ¿Eso es lo que he conseguido estando tan distraído últimamente? ¿La he perdido?
Sin embargo, acababa de decirle que apoyaría sus decisiones.
—Si crees que tienes que irte, Vin, entonces debes hacerlo.
—Si me marchara, ¿vendrías conmigo?
—¿Ahora?
Vin asintió, frotando la cabeza contra su pecho.
—No —dijo él por fin—. No podría dejar Luthadel, no con esos ejércitos ahí fuera todavía.
—Pero la ciudad te rechazó.
—Lo sé —suspiró él—. Pero… no puedo dejarlos, Vin. Me rechazaron, pero no los abandonaré.
Vin volvió a asentir, y algo le dijo a Elend que aquella era la respuesta que esperaba.
—Menudo lío, ¿eh? —sonrió él.
—Sin esperanza —dijo ella en voz baja, suspirando mientras por fin se separaba de él. Parecía tan cansada… Fuera del cubículo, Elend oyó pasos. OreSeur apareció un momento después, asomando la cabeza en la cámara oculta.
—Tus guardias se están inquietando, Majestad —le dijo a Elend—. Pronto vendrán a buscarte.
Elend asintió y se arrastró hasta la salida. En el pasillo, le ofreció una mano a Vin para ayudarla a salir. Ella la aceptó, salió, se puso en pie y se sacudió la ropa…, sus pantalones y su camisa de siempre.
¿Volverá alguna vez a llevar vestidos?, se preguntó él.
—Elend —dijo ella, rebuscando en un bolsillo—. Toma, puedes gastar esto si quieres.
Abrió la mano y depositó en la palma de él una perla.
—¿Atium? —preguntó Elend, incrédulo—. ¿De dónde lo has sacado?
—De un amigo.
—¿Y no lo quemaste anoche cuando luchaste contra todos esos soldados?
—No —dijo Vin—. Me lo tragué, pero al final no me hizo falta, así que aquí lo tienes.
¡Lord Legislador!, pensó Elend. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza que ella no tuviera atium. ¿Qué podría haber hecho si hubiera quemado este trocito? La miró.
—Algunos informes aseguran que hay otro nacido de la bruma en la ciudad.
—Lo hay. Zane.
Elend le devolvió la perla.
—Entonces guarda esto. Puede que lo necesites para luchar con él.
—Lo dudo.
—Quédatelo de todas formas. Vale una pequeña fortuna… pero necesitaríamos una fortuna muy grande para que supusiera alguna diferencia en estos momentos. Además, ¿quién la compraría? Si la usara para sobornar a Straff o a Cett, creerían que tengo guardado atium para usarlo contra ellos.
Vin asintió y luego miró a OreSeur.
—Guarda esto —dijo, tendiéndole la perla—. Es tan grande que otro alomántico podría arrancármela si quisiera.
—La protegeré con mi vida, ama —respondió OreSeur, abriendo su hombro para acoger el trozo de metal.
Vin se volvió para bajar las escaleras con Elend y reunirse con los guardias de abajo.