No obstante, también temo que todo lo que he conocido caiga en el olvido, que mi historia caiga en el olvido. Y temo por el mundo que habrá de venir. Temo que mis planes fracasen.

Temo un destino aún peor que la Profundidad.

7

Sazed nunca pensó que tendría motivos para apreciar los suelos de tierra. Sin embargo, resultaron ser utilísimos para enseñar a escribir. Dibujó varias letras en la tierra con un palo largo, ofreciendo un modelo a su media docena de estudiantes. Ellos procedieron a garabatear sus copias, reescribiendo las palabras varias veces.

Incluso después de vivir entre varios grupos de skaa rurales durante un año, Sazed seguía sorprendiéndose por su escasez de recursos. No había ni una sola tiza en toda la aldea, y mucho menos papel y tinta. La mitad de los niños correteaban desnudos, y el único refugio eran las chozas, estructuras alargadas de una sola habitación con techo de paja. Los skaa tenían aperos de labranza, afortunadamente, pero ni arcos ni hondas para cazar.

Sazed había llevado a un grupo a la mansión abandonada de la plantación para recuperar cosas. Quedaba bien poco. Había sugerido que los ancianos de la aldea realojaran a la gente en ella para pasar el invierno, pero dudaba que lo hicieran. Habían visitado la mansión llenos de aprensión, y muchos no querían apartarse de su lado. El lugar les recordaba a los lores… y los lores les recordaban el dolor.

Sus estudiantes continuaron garabateando. Sazed se había esforzado bastante para explicar a los ancianos por qué la escritura era tan importante. Finalmente, ellos le habían dejado elegir a algunos estudiantes, en parte, estaba seguro, por complacerlo. Sacudió la cabeza lentamente y los vio escribir. No había pasión en su aprendizaje. Iban porque se lo habían ordenado, y porque «maese terrisano» lo deseaba, no porque tuvieran un verdadero deseo de adquirir educación.

Durante los días anteriores al Colapso, Sazed había imaginado con frecuencia cómo sería el mundo cuando el lord Legislador hubiera desaparecido. Había imaginado a los guardadores saliendo a la luz, llevando conocimiento y verdades olvidadas a un populacho emocionado y agradecido. Se había imaginado enseñando ante un cálido fuego por las noches, contando historias a un público ansioso. Nunca se había parado a pensar en una aldea privada de trabajadores, con una gente demasiado agotada por las noches para molestarse en escuchar relatos del pasado. Nunca había imaginado un pueblo que pareciera más molesto que agradecido por su presencia.

Tienes que ser paciente con ellos, se dijo Sazed con severidad. Sus antiguos sueños le parecían de un orgullo desmedido. Los guardadores que le habían precedido, los cientos que habían muerto manteniendo a salvo y en secreto su conocimiento, nunca habían esperado alabanzas ni dádivas. Habían realizado su tarea en el más absoluto anonimato.

Sazed se levantó para ver lo que habían escrito sus estudiantes. Estaban mejorando: ya reconocían todas las letras. No era mucho, pero sí un comienzo. Asintió al grupo, despidiéndolos para que ayudaran a preparar la cena.

Ellos inclinaron la cabeza y se dispersaron. Sazed los siguió hasta la puerta de la choza, y entonces advirtió lo oscuro que estaba el cielo; probablemente había retenido a sus estudiantes hasta demasiado tarde. Sacudió la cabeza mientras caminaba entre las chozas. Vestía de nuevo su ropa de mayordomo, con sus pintorescos diseños en «V», y se había puesto varios pendientes. Recurría a las antiguas costumbres porque eran familiares, aunque también fueran un símbolo de opresión. ¿Cómo se vestirían las futuras generaciones de Terris? ¿El estilo de vida que les había impuesto el lord Legislador se convertiría en una parte innata de su cultura?

Se detuvo en las afueras de la aldea y contempló la boca del valle. Estaba llena de suelo negro ocasionalmente salpicado de enredaderas marrones o matojos. No había bruma, por supuesto; las brumas solo venían de noche. Las historias tenían que ser un error. Lo que había visto tenía que ser falso.

¿Y qué importaba que no lo fuera? No era su deber investigar esas cosas. Ahora que se había producido el Colapso, tenía que difundir su conocimiento, no perder el tiempo persiguiendo historias tontas. Los guardadores ya no eran investigadores, sino instructores. Él llevaba consigo miles de libros, información sobre agricultura, higiene, gobierno y medicina. Necesitaba entregar esas cosas a los skaa. Eso era lo que había decidido el Sínodo.

Sin embargo, Sazed se resistía en parte. Eso le hacía sentirse enormemente culpable; los aldeanos necesitaban sus enseñanzas, y él deseaba de todo corazón ayudarlos. Sin embargo… notaba que estaba pasando algo por alto. El lord Legislador estaba muerto, pero la historia no parecía haber terminado. ¿Había algo que se le hubiera escapado? Algo más grande, incluso, que el lord Legislador. ¿Algo tan grande, tan enorme, que era de hecho invisible?

¿O es que quiero que haya algo más?, se preguntó. Me he pasado la mayor parte de mi vida adulta resistiendo y luchando, corriendo riesgos que los otros guardadores consideraban innecesarios. No me contenté con fingir obediencia… tuve que implicarme en la rebelión.

A pesar del éxito de la rebelión, los hermanos de Sazed no lo habían perdonado por su implicación en ella. Sabía que Vin y los demás lo consideraban dócil, pero comparado con los otros guardadores era un salvaje. Un necio intrépido e indigno de confianza que amenazaba toda la orden con su impaciencia. Ellos creían que su deber era esperar, anhelando el día en que el lord Legislador desapareciera. Los ferruquimistas eran demasiado escasos para arriesgarse a una rebelión abierta.

Sazed había desobedecido. Ahora tenía problemas para vivir la vida pacífica del maestro. ¿Era porque sabía inconscientemente que la gente todavía corría peligro, o era porque simplemente no podía aceptar estar marginado?

—¡Maese terrisano!

Sazed se dio media vuelta. La voz era de terror. ¿Otra muerte en las brumas?, se preguntó de inmediato.

Le pareció extraño que los otros skaa permanecieran dentro de sus chozas a pesar de la voz horrorizada. Unas cuantas puertas crujieron, pero nadie salió alarmado, ni siquiera curioso, mientras la persona que gritaba corría hacia Sazed. Era una de las campesinas, una recia mujer de mediana edad. Sazed comprobó sus reservas; todavía contaba con su mentepeltre para la fuerza, naturalmente, y con un anillo de acero muy pequeño para la velocidad. De repente, deseó haberse puesto unos cuantos brazaletes más.

—¡Maese terrisano! —dijo la mujer, sin aliento—. ¡Oh, ha vuelto! ¡Ha venido por nosotros!

—¿Quién? —preguntó Sazed—. ¿El hombre que murió en las brumas?

—No, maese terrisano. El lord Legislador.

Sazed lo encontró en las afueras de la aldea. Ya oscurecía y la mujer había regresado a su choza, asustada. Sazed solo podía imaginar cómo se sentía aquella pobre gente, atrapada por la caída de la noche y sus brumas, y al mismo tiempo acobardada y preocupada por el peligro que acechaba fuera.

Y era un peligro ominoso. El extraño esperaba silenciosamente en el polvoriento camino, vestido con una túnica negra, casi tan alto como el propio Sazed. Era calvo y no llevaba ninguna joya… aparte, claro, de los enormes clavos de hierro que le habían clavado en los ojos.

No era el lord Legislador, sino un inquisidor de Acero.

Sazed seguía sin comprender cómo las criaturas continuaban viviendo. Los clavos eran lo bastante anchos como para llenar las cuencas de los ojos por entero; habían destruido los globos oculares y las puntas les sobresalían por la nuca. No manaba sangre de las heridas: por algún motivo, eso los hacía parecer aún más extraños.

Por fortuna, Sazed conocía a ese inquisidor en concreto.

—Marsh —dijo en un susurro, mientras las brumas empezaban a formarse.

—Eres una persona muy difícil de rastrear, terrisano —añadió Marsh, y el sonido de su voz sorprendió a Sazed. Había cambiado, de algún modo, y se había vuelto más rechinante, más entrecortada, como la de un hombre que tiene tos. Igual que la de los otros inquisidores que Sazed había escuchado.

—¿Rastrearme? —preguntó Sazed—. No pensaba que los demás tuvieran que encontrarme.

—Da lo mismo —dijo Marsh, volviéndose hacia el sur—. Yo lo he hecho. Tienes que venir conmigo.

Sazed frunció el ceño.

—¿Qué? Marsh, tengo trabajo que hacer aquí.

—No es importante —dijo Marsh, volviéndose y fijando su mirada sin ojos sobre Sazed.

¿Soy yo, o se ha vuelto más extraño desde la última vez que nos vimos? Sazed se estremeció.

—¿Qué ocurre, Marsh?

—El convento de Seran está vacío.

Sazed vaciló. El convento era una fortaleza del Ministerio que había al sur, un lugar adonde los inquisidores y los altos obligadores de la religión del lord Legislador se habían retirado después del Colapso.

—¿Vacío? Es imposible.

—Pero cierto —dijo Marsh. No usaba lenguaje corporal al hablar: ningún gesto, ningún movimiento del rostro.

—Yo… —Sazed guardó silencio. Qué información, qué maravillas, qué secretos debían contener las bibliotecas del convento.

—Tienes que venir conmigo —dijo Marsh—. Puede que necesite ayuda, si mis hermanos nos descubren.

Mis hermanos. ¿Desde cuándo son los inquisidores los «hermanos» de Marsh? Se había infiltrado en sus filas como parte del plan de Kelsier para derrocar al Imperio Final. Era un traidor, no su hermano.

Sazed vaciló. Bajo la tenue luz, el perfil de Marsh parecía… antinatural, incluso enervante. Peligroso.

No seas tonto, se reprendió. Marsh era el hermano de Kelsier, el único pariente vivo del Superviviente. Como inquisidor, Marsh tenía autoridad sobre el Ministerio de Acero, y muchos de los obligadores lo habían escuchado a pesar de su implicación en la rebelión. Había sido un colaborador valiosísimo del frágil gobierno de Elend Venture.

—Ve por tus cosas —dijo Marsh.

Mi lugar está aquí, pensó Sazed. Tengo que enseñar a la gente, no vagabundear por los caminos persiguiendo a mi propio ego.

Y sin embargo…

—Las brumas salen de día —dijo Marsh en voz baja.

Sazed alzó la cabeza. Marsh lo estaba mirando, las cabezas de sus clavos brillando como discos redondos con los últimos rescoldos de luz solar. Los supersticiosos skaa pensaban que los inquisidores podían leer la mente, aunque Sazed sabía que eso era una tontería. Los inquisidores tenían los poderes de los nacidos de la bruma y podían por tanto influir en las emociones de la gente… pero no leer la mente.

—¿Por qué has dicho eso? —preguntó Sazed.

—Porque es verdad —respondió Marsh—. Esto no ha acabado, Sazed. Ni siquiera ha empezado todavía. El lord Legislador… fue solo un retraso. Un engranaje. Ahora que ya no está, nos queda poco tiempo. Ven conmigo al convento. Debemos llegar allí mientras todavía podemos.

Sazed vaciló, luego asintió.

—Déjame explicárselo a los aldeanos. Podremos marcharnos esta noche.

Marsh asintió, pero no se movió mientras Sazed regresaba a la aldea. Permaneció inmóvil en la oscuridad, dejando que las brumas lo rodearan.