Después de eso, empecé a ver otros problemas.

41

«Escribo ahora este archivo en una plancha de metal —leyó Sazed en voz alta—, porque tengo miedo. Miedo por mí mismo, sí… admito ser humano. Si Alendi regresa del Pozo de la Ascensión, estoy seguro de que mi muerte será uno de sus primeros objetivos. No es un hombre malvado, pero sí implacable. Debido, creo, a lo que ha vivido».

—Eso coincide con lo que sabemos de Alendi por el libro de viaje —dijo Tindwyl—. Suponiendo que Alendi sea el autor del libro.

Sazed miró su montón de notas, repasando mentalmente lo más básico. Kwaan había sido un antiguo erudito de Terris. Había descubierto a Alendi, un hombre al que empezó a considerar, a través de sus estudios, el Héroe de las Eras, una figura profética. Alendi le había escuchado y se había convertido en un líder político. Había conquistado gran parte del mundo y luego viajado al norte, al Pozo de la Ascensión. Para entonces, sin embargo, Kwaan al parecer había cambiado de opinión respecto a Alendi… y había tratado de impedir que llegara al Pozo.

Todo encajaba. Aunque el autor del libro nunca mencionaba su propio nombre, estaba claro que se trataba de Alendi.

—Supongo que es una buena deducción —dijo Sazed—. El libro incluso habla de Kwaan y del distanciamiento entre ambos.

Estaban sentados juntos en las habitaciones de Sazed. Él había solicitado, y conseguido, un escritorio más grande para sus innumerables notas y apuntes de teorías. Junto a la puerta estaban los restos de la cena: una sopa que habían tomado a toda prisa. Sazed anhelaba llevar los platos a la cocina, pero no había sido capaz de renunciar todavía al trabajo.

—Continúa —le pidió Tindwyl, acomodándose en su asiento. Sazed nunca la había visto tan relajada. Los aros que adornaban los lóbulos de sus orejas eran de varios colores, uno de oro o cobre seguido de uno de estaño o hierro; adornos sencillos pero hermosos.

—¿Sazed?

Él dio un respingo.

—Disculpa —dijo, y regresó a su lectura—. «No obstante, también temo que todo lo que he conocido caiga en el olvido, que mi historia caiga en el olvido. Y temo por el mundo que habrá de venir. Temo que mis planes fracasen. Temo un destino aún peor que la Profundidad».

—Espera —dijo Tindwyl—. ¿Por qué temía eso?

—¿Por qué no? La Profundidad (suponemos que es la bruma) estaba matando a la gente. Sin la luz del sol, las cosechas no crecían y los animales no podían pastar.

—Pero si Kwaan temía la Profundidad, no tendría que haberse opuesto a Alendi —dijo Tindwyl—. Subía al Pozo de la Ascensión para derrotar a la Profundidad.

—Sí —dijo Sazed—. Pero entonces Kwaan estaba convencido de que Alendi no era el Héroe de las Eras.

—Pero ¿qué importaba eso? No hacía falta una persona concreta para detener las brumas: el éxito de Rashek lo demuestra. Toma, sáltatelo todo hasta el final. Lee el párrafo sobre Rashek.

Sazed leyó:

Tengo un joven sobrino llamado Rashek. Odia a todo Khlennium con la pasión de la envidiosa juventud. Odia a Alendi aún más profundamente, a pesar de que no se conocen, porque Rashek se siente traicionado debido a que uno de nuestros opresores ha sido elegido Héroe de las Eras.

Alendi necesitará guías para cruzar las montañas de Terris. He encargado a Rashek que se asegure de que él y sus amigos de confianza son los guías elegidos. Rashek debe intentar guiar a Alendi en la dirección equivocada, para desanimarlo o, de lo contrario, hacerlo fallar en su búsqueda. Alendi no sabe que ha sido engañado.

Si Rashek no consigue desviar a Alendi, he instruido al muchacho para que mate a mi antiguo amigo. Es una esperanza remota. Alendi ha sobrevivido a asesinos y catástrofes. Y, sin embargo, espero que en las montañas heladas de Terris pueda finalmente ser detenido. Espero un milagro.

Alendi no debe alcanzar el Pozo de la Ascensión. No debe hacerse con el poder.

Tindwyl frunció el ceño.

—¿Qué ocurre? —preguntó Sazed.

—Encuentro algo extraño en todo esto. Pero no sé decirte exactamente qué.

Sazed volvió a escrutar el texto.

—Reduzcámoslo a hechos simples, entonces. Rashek, el hombre que se convirtió en lord Legislador, era sobrino de Kwaan.

—Sí —dijo Tindwyl.

—Kwaan envía a Rashek a desviar, o incluso a matar, a su antiguo amigo Alendi el Conquistador… un hombre que escala las montañas de Terris para encontrar el Pozo de la Ascensión.

Tindwyl asintió.

—Kwaan hace tal cosa porque teme lo que pueda suceder si Alendi toma para sí el poder del Pozo.

Tindwyl alzó un dedo.

—¿Por qué temía eso?

—Me parece un miedo lógico, ¿no?

—Demasiado lógico —respondió Tindwyl—. O, más bien, perfectamente racional. Pero, dime, Sazed. Cuando leíste el libro de Alendi, ¿te dio la impresión de que era del tipo que toma el poder para sí mismo?

Sazed negó con la cabeza.

—Más bien todo lo contrario. Por eso es tan confuso el libro, en parte: no entendemos por qué el hombre que se retrata en él había hecho lo que suponíamos que hizo. Creo que eso llevó a Vin a deducir que el lord Legislador no era Alendi sino Rashek, su porteador.

—Y Kwaan dice que conocía bien a Alendi —dijo Tindwyl—. De hecho, en este mismo calco halaga al hombre en varias ocasiones. Lo llama buena persona, me parece.

—Sí —dijo Sazed, encontrando el párrafo—. «Es un buen hombre; a pesar de todo, es un buen hombre. Un hombre sacrificado. En realidad, todas sus acciones, todas las muertes, la destrucción y el dolor que ha causado deben haberle dolido profundamente».

—Así que Kwaan conocía bien a Alendi —dijo Tindwyl—. Y tenía un buen concepto de él. También, presumiblemente, conocía bien a su sobrino Rashek. ¿Ves mi problema?

Sazed asintió lentamente.

—¿Por qué enviar a un hombre de temperamento salvaje, un hombre cuyas motivaciones son la envidia y el odio, a matar a otro al que consideras bueno y digno? Es una decisión extraña.

—Exactamente —dijo Tindwyl, apoyando los brazos sobre la mesa.

—Pero Kwaan dice aquí mismo que duda que, si Alendi llega al Pozo de la Ascensión, tome el poder, y luego, en nombre de un bien mayor, renuncie a él.

Tindwyl sacudió la cabeza.

—No tiene sentido, Sazed. Kwaan escribió varias veces sobre su temor a la Profundidad, pero luego trató de frustrar la esperanza de detenerla enviando a un joven lleno de odio a matar a un líder respetado y presumiblemente sabio. Kwaan prácticamente preparó a Rashek para que se hiciera con el poder… Si dejar que Alendi se hiciera con él era tan preocupante, ¿por qué no temía que Rashek pudiera hacer lo mismo?

—Tal vez simplemente vemos las cosas con la claridad de quienes observan los hechos que ya han tenido lugar —dijo Sazed.

Tindwyl negó con la cabeza.

—Se nos escapa algo. Kwaan es un hombre muy lógico, se nota en su estilo narrativo. Fue quien descubrió a Alendi, y el primero en considerarlo el Héroe de las Eras. ¿Por qué volverse contra él como lo hizo?

Sazed asintió, repasando su traducción del calco. Kwaan había conseguido prestigio por descubrir al Héroe. Encontró el párrafo que estaba buscando: «Había un lugar para mí en la tradición de la Anticipación: me consideré el Anunciador, el profeta que habría de descubrir, según lo predicho, al Héroe de las Eras. Renunciar entonces a Alendi habría sido renunciar a mi nueva posición, a ser aceptado por los demás. Y por eso no lo hice».

—Tuvo que suceder algo dramático —dijo Tindwyl—. Algo que le hizo volverse contra su antiguo amigo, la fuente de su propia fama. Algo que sacudió tanto su conciencia que estuvo dispuesto a arriesgarse a oponerse al monarca más poderoso de la Tierra. Algo tan aterrador que corrió un riesgo ridículo al enviar a este Rashek en una misión asesina.

Sazed hojeó sus notas.

—Teme tanto la Profundidad como lo que sucederá si Alendi se hace con el poder. Sin embargo, parece que no puede decidir cuál es la amenaza mayor, y ninguna de las dos está más presente en la narración que la otra. Sí, veo el problema. ¿Crees que tal vez Kwaan estaba intentando dar a entender algo con la inconsistencia de sus propios argumentos?

—Tal vez —dijo Tindwyl—. La información es muy escasa. ¡No puedo juzgar a un hombre sin conocer el contexto en que vivió!

Sazed alzó la cabeza y la miró.

—Tal vez hemos estudiado demasiado —dijo—. ¿Hacemos un descanso?

Tindwyl negó con la cabeza.

—No tenemos tiempo, Sazed.

Él la miró a los ojos. Tenía razón en ese punto.

—Tú también lo sientes, ¿verdad? —preguntó ella.

Sazed asintió.

—Esta ciudad caerá pronto. Las fuerzas que nos rodean…, los ejércitos, los koloss, la confusión civil…

—Me temo que será más violento de lo que esperan nuestros amigos, Sazed —dijo Tindwyl en voz baja—. Parecen creer que podrán continuar sopesando sus problemas.

—Son un grupo de optimistas —dijo él con una sonrisa—. No están acostumbrados a la derrota.

—Esto será peor que la revolución. He estudiado estas cosas, Sazed. Sé lo que pasa cuando un conquistador toma una ciudad. Morirá gente. Mucha gente.

A Sazed sus palabras le dieron escalofríos. Había tensión en Luthadel; la guerra llegaba a la ciudad. Tal vez un ejército u otro entraría con la bendición de la Asamblea, pero el otro atacaría. Las murallas de Luthadel se teñirían de rojo cuando el asedio terminara por fin.

Y temía que el fin estuviera muy, muy cercano.

—Tienes razón —dijo, volviendo a las notas que había sobre la mesa—. Tenemos que continuar estudiando. Debemos recopilar más datos sobre la Tierra antes de la Ascensión, para que tengas el contexto que te hace falta.

Ella asintió, un poco fatalista. No se trataba de una tarea que pudieran completar con el tiempo que tenían. Descifrar el significado del calco, compararlo con el libro y relacionarlo con el contexto del período histórico era una empresa erudita que requería el trabajo de años.

Los guardadores tenían muchos conocimientos… pero aquel caso los superaba. Llevaban tanto tiempo recopilando y transmitiendo archivos, historias, mitos y leyendas, que hacían falta años para que un guardador recitara las obras recopiladas a un nuevo iniciado.

Por fortuna, el montón de información tenía índices y sumarios creados por los guardadores. Además, estaban las notas e índices personales de cada guardador, que sin embargo solo ayudaban a este a comprender cuánta información tenía. El mismo Sazed se había pasado la vida leyendo, memorizando e indexando religiones. Cada noche, antes de dormir, leía alguna porción de una nota o una historia. Probablemente era el erudito más experto que había en religiones previas a la Ascensión, y sin embargo le parecía saber muy poco.

Además, estaba la poca fiabilidad de la información. Gran parte procedía del relato oral de gente sencilla, que hacía lo que podía por recordar cómo había sido su vida en otros tiempos… o, más bien, cómo habían vivido sus abuelos. Los guardadores no se habían instituido hasta finales del segundo siglo del reinado del lord Legislador. Para entonces, la forma pura de muchas religiones ya había sido aniquilada.

Sazed cerró los ojos, decantó en su cabeza otro índice de su mentecobre y empezó a repasar. No había mucho tiempo, cierto, pero Tindwyl y él eran guardadores. Estaban acostumbrados a iniciar tareas que otros tendrían que finalizar.

Elend Venture, depuesto rey del Dominio Central, se encontraba en el balcón de su fortaleza contemplando la enorme ciudad de Luthadel. Aunque aún no habían caído las primeras nieves, el tiempo era frío. Llevaba una capa atada por delante, pero no le cubría el rostro. El frío le azotaba las mejillas mientras el viento lo barría, agitándole la capa. De las chimeneas de las casas brotaba humo que se congregaba como una ominosa sombra sobre la ciudad, antes de elevarse para mezclarse con el cielo rojo ceniciento.

Por cada casa de la que salía humo, había dos de las que no salía. Muchas probablemente estaban vacías; la ciudad ya no contaba con la población que un día tuvo. Sin embargo, Elend sabía que muchas de las casas sin humo seguían habitadas. Habitadas, y heladas.

Tendría que haber podido hacer más por ellos, pensó, los ojos abiertos al viento frío y penetrante. Tendría que haber encontrado un medio de conseguir más carbón; tendría que haber conseguido protegerlos a todos.

Era humillante, incluso deprimente, admitir que el lord Legislador lo había hecho mejor que él. A pesar de ser un tirano despiadado, el lord Legislador al menos había impedido que una proporción importante de población pasara hambre o frío. Había controlado a los ejércitos y mantenido la delincuencia en un nivel manejable.

Al noreste esperaba el ejército koloss. No había enviado ningún emisario a la ciudad, pero era más aterrador que los ejércitos de Cett o de Venture. El frío no los espantaría; a pesar de su piel desnuda, al parecer los koloss no advertían los cambios de temperatura. Aquel último ejército era el más temible de los tres: más peligroso, más impredecible e intratable. Los koloss no negociaban.

No hemos prestado suficiente atención a esa amenaza, pensó. Había tanto que hacer, tanto de lo que preocuparse, que no pudimos concentrarnos en un ejército que podría ser tan peligroso para nuestros enemigos como para nosotros.

Cada vez parecía menos probable que los koloss fueran a atacar a Cett o a Straff. Aparentemente, Jastes los controlaba lo suficiente para mantenerlos a la espera de lanzarse contra Luthadel.

—Mi señor —dijo una voz a su espalda—. Por favor, vuelve dentro. El viento es desapacible. No tiene sentido morir de frío.

Elend se volvió. El capitán Demoux esperaba diligente en la habitación junto con otro guardaespaldas. Después del intento de asesinato, Ham había insistido en que Elend nunca estuviera desprotegido. Elend no se había quejado, aunque sabía que ya había pocos motivos para la cautela. Straff no querría matarlo ahora que no era rey.

Qué diligente, pensó, estudiando el rostro de Demoux. ¿Por qué me parece juvenil? Tenemos casi la misma edad.

—Muy bien —dijo, entrando en la habitación. Mientras Demoux cerraba las puertas del balcón, Elend se quitó la capa. El traje que llevaba le sentaba mal, aunque había ordenado que lo limpiaran y plancharan. El chaleco le quedaba demasiado ajustado porque ejercitarse con la espada estaba modificando lentamente su cuerpo, mientras que la casaca le quedaba ancha—. Demoux —continuó—, ¿cuándo será la siguiente reunión del Superviviente?

—Esta noche, mi señor.

Elend asintió. Se lo temía; sería una noche muy fría.

—Mi señor, ¿sigues queriendo venir?

—Naturalmente —dijo Elend—. Di mi palabra de que me uniría a vuestra causa.

—Eso fue antes de que perdieras la votación, mi señor.

—Eso no tiene nada que ver. Voy a unirme a vuestro movimiento porque es importante para los skaa, Demoux, y quiero comprender la voluntad de mi… del pueblo. Os prometí dedicación, y la tendréis.

Demoux parecía un poco confuso, pero no dijo nada más. Elend miró su mesa, pensando en estudiar un poco, pero le resultaba difícil motivarse en la habitación helada. Así que abrió la puerta y salió al pasillo. Sus guardias lo siguieron.

Decidió no ir a las habitaciones de Vin. Ella necesitaba descanso, y no le haría ningún bien que él se asomara a verla cada media hora. Así que se dirigió a un pasillo distinto.

Los pasillos secundarios de la fortaleza Venture eran de piedra, oscuros y estrechos, tortuosos como laberintos. Tal vez porque había crecido en esos pasillos, se sentía a salvo en sus oscuros y angostos confines. Eran el lugar perfecto para un joven que no quería ser encontrado. En la actualidad los usaba por otro motivo: eran un lugar perfecto para dar largos paseos. Caminó sin un rumbo concreto, apaciguando su frustración con el sonido de sus propios pasos.

No puedo arreglar los problemas de esta ciudad, se dijo. Tengo que dejar que Penrod se encargue de eso…, es a él a quien quiso el pueblo, no a mí.

Eso tendría que haberle facilitado las cosas. Le permitía concentrarse en su propia supervivencia, le daba tiempo para revitalizar su relación con Vin. Sin embargo, ella parecía diferente últimamente. Elend trataba de decirse que era solo por sus heridas, pero notaba en Vin algo más profundo. Algo en la manera en que lo miraba, algo en la manera en que reaccionaba a su afecto. Y, a su pesar, solo se le ocurría una cosa que hubiese cambiado.

Elend ya no era rey.

Vin no era superficial. No le había mostrado más que devoción y amor durante los dos años que llevaban juntos. Y, sin embargo, ¿cómo podía no reaccionar, aunque fuera inconscientemente, a su colosal fracaso? Durante el intento de asesinato, la había visto pelear. La había visto realmente, por primera vez. Hasta ese día, no se había dado cuenta de cómo era. Era una fuerza, como un trueno o el viento. La forma en que había matado a aquel último hombre, aplastándole la cabeza con la suya…

¿Cómo podría amar a un hombre como yo? Ni siquiera he sabido conservar el trono. Redacté las mismas leyes que me han depuesto.

Suspiró, y continuó caminando. Le parecía que tendría que estar devanándose los sesos, tratando de encontrar un modo de convencer a Vin de que era digno de ella. Pero intentando convencerla parecería todavía más incompetente. No se podían corregir los errores pasados, sobre todo porque no conseguía ver que hubiese cometido ningún verdadero «error». Lo había hecho lo mejor posible, y había resultado insuficiente.

Se detuvo en un cruce. Antes, enfrascarse en un libro le hubiera bastado para calmarse. Estaba nervioso. Tenso. Un poco… como suponía que se sentía Vin.

Tal vez pueda aprender de ella, pensó. ¿Qué haría Vin en mi situación? Desde luego no iría paseando por ahí, rumiando y compadeciéndose de sí misma. Elend frunció el ceño y contempló un pasillo iluminado por las fluctuantes lámparas de aceite, solo la mitad de las cuales estaban encendidas. Luego echó a andar con paso decidido hacia unas habitaciones en concreto.

Llamó con suavidad y no obtuvo ninguna respuesta. Finalmente asomó la cabeza. Sazed y Tindwyl estaban sentados en silencio a una mesa llena de papeles y libros. Los dos tenían la mirada perdida, la mirada vidriosa de alguien que ha recibido un golpe. La mano de Sazed reposaba sobre la mesa. La de Tindwyl reposaba sobre la suya.

Sazed de repente volvió a la realidad y miró a Elend.

—¡Lord Venture! Lo siento. No te he oído entrar.

—No importa, Sazed —dijo Elend, entrando en la habitación. Tindwyl se recuperó también, y apartó la mano de la de Sazed. Elend hizo un gesto a Demoux y a su compañero, que lo seguían aún, para que permanecieran fuera, y luego cerró la puerta.

—Elend —dijo Tindwyl, con su típico retintín de disgusto—. ¿Cuál es tu propósito al molestarnos? Ya has demostrado sobradamente tu incompetencia… No veo la necesidad de seguir discutiendo.

—Esta sigue siendo mi casa, Tindwyl —replicó Elend—. Insúltame una vez más y te echaré de aquí.

Tindwyl alzó una ceja.

Sazed palideció.

—Lord Venture —se apresuró a decir—. No creo que Tindwyl pretendiera…

—No importa, Sazed —dijo Elend, alzando una mano—. Me estaba poniendo a prueba para ver si había vuelto a mi anterior estado de insultabilidad.

Tindwyl se encogió de hombros.

—He oído informes de que recorrías los pasillos del palacio como un niño perdido.

—Esos informes son ciertos —dijo Elend—. Pero no significa que haya perdido completamente mi orgullo.

—Bien —dijo Tindwyl, indicando una silla—. Siéntate, si quieres.

Elend asintió, arrastró la silla y tomó asiento ante ellos.

—Necesito consejo.

—Ya te he dado lo que podía darte —dijo Tindwyl—. De hecho, quizás haya hecho demasiado. Mi presencia continuada aquí hace que parezca que estoy tomando partido.

—Ya no soy rey. Por tanto, no tengo bando. Solo soy un hombre en busca de la verdad.

Tindwyl sonrió.

—Haz tus preguntas, entonces.

Sazed escuchaba la conversación con interés.

Lo sé, pensó Elend. Yo tampoco estoy seguro de comprender nuestra relación.

—Este es mi problema: he perdido el trono, esencialmente, porque no estaba dispuesto a mentir.

—Explícate —dijo Tindwyl.

—Tuve la oportunidad de callarme un detalle de la ley. En el último momento, pude haber logrado que la Asamblea me aceptara como rey. En cambio, di una información que era cierta, y que acabó costándome el trono.

—No me sorprende.

—No esperaba que te sorprendiera. Ahora, ¿crees que fui un necio al hacer lo que hice?

—Sí.

Elend asintió.

—Pero ese momento de franqueza no fue el que te costó el trono, Elend Venture —dijo Tindwyl—. Ese momento fue un pequeño detalle, demasiado pequeño para achacarle tu sonoro fracaso. Perdiste el trono porque no quisiste ordenar a tus ejércitos que aseguraran la ciudad, porque insististe en dar a la Asamblea demasiada libertad y porque no empleaste asesinos ni otras formas de presión. En resumen, Elend Venture, perdiste el trono porque eres un buen hombre.

Elend negó con la cabeza.

—¿No se puede entonces ser un hombre que sigue su conciencia y un buen rey?

Tindwyl frunció el ceño, pensativa.

—Haces una pregunta antigua, Elend —dijo Sazed en voz baja—. Una pregunta que monarcas, sacerdotes y hombres humildes marcados por el destino se han preguntado siempre. No sé si hay una respuesta.

—¿Debería haber mentido, Sazed?

—No —respondió el terrisano, sonriendo—. Tal vez otro hombre en tu misma situación debería haberlo hecho. Pero un hombre debe ser coherente consigo mismo. Has tomado tus decisiones en la vida, y cambiarte a ti mismo en el último momento, mentir, habría ido en contra de quien eres. Es mejor para ti haber hecho lo que hiciste y perder el trono, creo.

Tindwyl frunció el ceño.

—Sus ideales son bonitos, Sazed. Pero ¿qué hay del pueblo? ¿Y si la gente muere porque Elend no fue capaz de controlar su propia conciencia?

—No deseo discutir contigo, Tindwyl —dijo Sazed—. Simplemente, mi opinión es que eligió bien. Tiene derecho a escuchar su conciencia, y luego confiar en que la providencia rellene los agujeros causados por el conflicto entre la moralidad y la lógica.

La providencia.

—Te refieres a Dios —dijo Elend.

—Sí.

Elend sacudió la cabeza.

—¿Qué es Dios, Sazed, sino un subterfugio de los obligadores?

—¿Por qué tomas las decisiones que tomas, Elend Venture?

—Porque son adecuadas.

—¿Y por qué son adecuadas?

—No lo sé —dijo Elend con un suspiro, arrellanándose. Captó una mirada de desaprobación de Tindwyl, pero la ignoró y no cambió de postura. No era rey: podía despatarrarse si quería—. Hablas de Dios, Sazed, pero ¿no predicas cien religiones diferentes?

—Trescientas.

—Bueno, ¿en cuál crees?

—Creo en todas.

Elend negó con la cabeza.

—Eso no tiene sentido. Solo me mostraste media docena, pero vi que son incompatibles.

—No es mi posición juzgar la verdad, lord Venture —dijo Sazed, sonriendo—. Simplemente la transmito.

Elend sonrió. Sacerdotes… A veces, hablar con Sazed es como hablar con un obligador.

—Elend —dijo Tindwyl, suavizando su tono—. Creo que manejaste esta situación de manera equivocada. Sin embargo, Sazed tiene un argumento de peso. Fuiste fiel a tus propias convicciones, y eso es un atributo regio.

—¿Y qué debo hacer ahora?

—Lo que desees. Nunca fue mi misión decirte lo que tienes que hacer. Simplemente te enseñé lo que hicieron en el pasado hombres que estuvieron en tu lugar.

—¿Y qué habrían hecho ellos? —preguntó Elend—. Esos grandes líderes tuyos, ¿cómo habrían reaccionado en mi situación?

—Es una pregunta absurda —dijo ella—. Ellos no se habrían encontrado en esta situación, porque, para empezar, no habrían perdido su título.

—¿De eso se trata, entonces? ¿Del título?

—¿No estamos discutiendo eso?

Elend no respondió. ¿Qué crees que convierte a un hombre en un buen rey?, le había preguntado una vez a Tindwyl. La confianza. Un buen rey es aquel en quien su pueblo confía… y que merece esa confianza, había respondido ella.

Elend se levantó.

—Gracias, Tindwyl.

Tindwyl frunció el ceño, confundida, y luego se volvió hacia Sazed. Él alzó la cabeza y miró a Elend a los ojos. Entonces sonrió.

—Vamos, Tindwyl —dijo—. Debemos regresar a nuestros estudios. Creo que Su Majestad tiene trabajo que hacer.

Tindwyl continuó con el ceño fruncido mientras Elend salía de la habitación. Sus guardias lo siguieron cuando echó a andar rápidamente pasillo abajo.

No volveré a ser como era, pensó Elend. No continuaré vacilando y preocupándome. Tindwyl me enseñó demasiado bien a no hacerlo, aunque nunca me comprendiera realmente.

Elend llegó a sus aposentos unos instantes más tarde. Entró directamente y abrió el armario. La ropa que Tindwyl había escogido para él, la ropa de un rey, estaba dentro.