Tengo un joven sobrino llamado Rashek. Odia a todo Khlennium con la pasión de la envidiosa juventud. Odia a Alendi aún más profundamente, a pesar de que no se conocen, porque Rashek se siente traicionado debido a que uno de nuestros opresores ha sido elegido Héroe de las Eras.
53
Straff empezaba a sentirse bien mientras su ejército remontaba la última colina que asomaba a Luthadel. Había probado discretamente unas cuantas drogas de su armario, y estaba bastante seguro de saber cuál le había administrado Amaranta. Fraín negro. Una droga repulsiva. Tendría que dejar de tomarla poco a poco… pero de momento unas cuantas hojas que había tragado le hacían sentirse más fuerte y más despejado que nunca. De hecho, se sentía maravillosamente.
Estaba convencido de que no podía decirse lo mismo de la gente de Luthadel. Los koloss rodeaban la muralla, todavía golpeando varias puertas al norte y al este. Del interior de la ciudad brotaba humo.
—Nuestros exploradores dicen que las criaturas han derribado cuatro puertas de la ciudad, mi señor —dijo lord Janarle—. Primero irrumpieron por la puerta oriental, y allí se toparon con una dura resistencia. La puerta norte cayó a continuación, y luego la noroeste, pero las tropas de ambas aguantan también. La brecha principal se ha abierto en la norte. Los koloss al parecer campan libres en esa zona, quemando y saqueando.
Straff asintió. La puerta norte, pensó. La más cercana a la fortaleza Venture.
—¿Atacamos, mi señor? —preguntó Janarle.
—¿Cuánto hace que cayó la puerta norte?
—Tal vez una hora, mi señor.
Straff sacudió la cabeza, feliz.
—Entonces, esperemos. Las criaturas se han esforzado mucho por entrar en la ciudad. Al menos deberíamos dejar que se diviertan un poco antes de masacrarlas.
—¿Estás seguro, mi señor?
Straff sonrió.
—Cuando dentro de unas horas hayan saciado su sed de sangre, estarán cansados de tanta lucha y se calmarán. Ese será el mejor momento para atacar. Estarán dispersos por toda la ciudad, debilitados por la resistencia. De ese modo, podremos con ellos fácilmente.
Sazed agarró a su oponente por la garganta y empujó hacia atrás el rostro rugiente y distorsionado. La piel de la bestia koloss estaba tan tensa que se había abierto por el centro de la cara, revelando músculos ensangrentados sobre los dientes, alrededor de los agujeros de la nariz. Respiraba con ronca rabia, escupiendo gotitas de saliva y sangre sobre Sazed en cada exhalación.
¡Fuerza!, pensó Sazed, decantando su mentepeltre para conseguir más poder. Su cuerpo se volvió tan enorme que temió que su propia piel fuera a desgarrarse. Por fortuna sus mentes de metal habían sido fabricadas para ceder, los brazaletes y anillos estaban abiertos. Con todo, su masa era impresionante. Probablemente no habría sido capaz de andar ni maniobrar con semejante tamaño… pero no importaba, porque el koloss ya lo había derribado al suelo. Todo lo que necesitaba era un poco de fuerza añadida en la mano. La criatura le arañó un brazo con una mano y tanteó con la otra, agarrando su espada…
Los dedos de Sazed aplastaron por fin el grueso cuello de la bestia. La criatura trató de rugir, pero no emitió ningún sonido y se agitó frustrada. Sazed luchó por levantarse y luego lanzó a la criatura contra sus compañeros. Con tanta fuerza sobrenatural, incluso un cuerpo de más de tres metros parecía ligero. Chocó contra un montón de koloss que atacaban, derribándolos.
Sazed esperó, jadeando. Estoy agotando mi fuerza demasiado rápido, pensó, liberando su mentepeltre, y su cuerpo se desinfló como un odre de vino. No podía continuar decantando demasiado sus reservas. Ya había agotado la mitad de sus fuerzas…, fuerzas que había tardado décadas en acumular. Aún no había utilizado sus anillos, pero solo tenía atributos para unos pocos minutos en cada uno. Solo los usaría en caso de emergencia.
Y a eso me enfrento ahora mismo, pensó con temor. Todavía conservaban la plaza de la Puerta de Acero. Aunque los koloss habían franqueado la puerta, solo unos pocos podían cruzarla a la vez… y solo los más enormes parecían capaces de saltar la muralla.
Sin embargo, el grupito de soldados de Sazed se hallaba en una situación apurada. Había cuerpos tendidos por todo el patio. Los fieles skaa del fondo habían empezado a arrastrar a los heridos a lugar seguro. Sazed oyó sus gemidos.
Los cadáveres de los koloss cubrían también la plaza y, a pesar de la carnicería, Sazed no pudo dejar de sentir orgullo por cuánto les estaba costando a las criaturas abrirse paso por aquella puerta. Luthadel no iba a caer fácilmente. En absoluto.
Los koloss parecían contenidos por el momento, y aunque en el patio continuaba habiendo algunas refriegas, un nuevo grupo de monstruos se estaba congregando ante la puerta.
Ante la puerta, pensó Sazed. Las criaturas habían conseguido abrir solo una de las enormes puertas, la de la derecha. Había cadáveres en la plaza, docenas, tal vez centenares, pero los koloss habían despejado buena parte del camino para entrar en el patio.
Tal vez…
No tuvo tiempo para pensar. Echó a correr, decantando de nuevo su mentepeltre, dándose la fuerza de cinco hombres. Lanzó el cadáver de un koloss pequeño por la puerta. Las criaturas de fuera rugieron, dispersándose. Seguía habiendo cientos esperando una oportunidad para entrar, pero tropezaron con los muertos en su prisa por apartarse de su proyectil.
Sazed resbaló con la sangre mientras agarraba un segundo cadáver y lo lanzaba.
—¡A mí! —gritó, esperando que quedaran hombres que pudieran oírlo y que pudieran responder.
Los koloss advirtieron demasiado tarde lo que estaba haciendo. Apartó otro cadáver, se abalanzó contra la puerta abierta y decantó su mentehierro, extrayendo el peso acumulado. Inmediatamente se volvió mucho más pesado, y con todo su peso chocó contra la puerta cerrándola de golpe.
Los koloss corrieron hacia la puerta desde el otro lado. Sazed la empujó, apartando cadáveres, obligando la enorme hoja a cerrarse. Decantó más su mentehierro, apurando su preciosa reserva a un ritmo alarmante. Se volvió tan pesado que notó que su propio peso lo aplastaba contra el suelo, y solo su fuerza aumentada consiguió mantenerlo en pie. Los frustrados koloss golpearon la puerta, pero él aguantó. Los contuvo, con las manos y el pecho apretados contra la áspera madera, los dedos de los pies engarfiados en el irregular empedrado. Gracias a su mentelatón ni siquiera notaba el frío, aunque la nieve, la ceniza y la sangre se mezclaban a sus pies.
Los hombres gritaban. Algunos morían. Otros lanzaron su propio peso contra la puerta, y Sazed se permitió mirar atrás. El resto de los soldados establecieron un perímetro dentro de la ciudad, protegiendo la puerta de los koloss. Los hombres luchaban con valentía, con la espalda contra la puerta, pero solo el poder de Sazed impedía que esta se abriera.
Y, sin embargo, luchaban. Sazed lanzó un grito de desafío. Los pies le resbalaban, pero aguantaba la puerta mientras los soldados mataban a los koloss que quedaban en el patio. Entonces, un grupo de ellos llegó corriendo con un gran tablón de madera. Sazed no sabía de dónde lo habían sacado, ni le importaba, mientras lo colocaran en lugar de la barra que cerraba la puerta.
Su peso se agotó, vacía su mentehierro. Tendría que haber almacenado más, a lo largo de los años, pensó con un suspiro de agotamiento, desplomándose ante la puerta cerrada. Le había parecido mucha cantidad hasta que se había visto obligado a usarla con demasiada frecuencia, para mantener a raya a koloss o similares.
No solía almacenar peso más que para hacerme más liviano. Me parecía la forma más útil de usar hierro.
Liberó peltre, y sintió que su cuerpo se desinflaba. Por fortuna, hincharlo de aquella forma no le dejaba la piel descolgada. Regresó a su aspecto habitual con una terrible sensación de cansancio y una leve incomodidad. Los koloss continuaban golpeando la puerta. Sazed abrió los ojos, cansado, tendido en la nieve y la ceniza, prácticamente desnudo. Sus soldados lo rodeaban solemnemente.
Qué pocos, pensó. Apenas quedaban cincuenta de los cuatrocientos iniciales. La plaza estaba roja, como pintada, de brillante sangre koloss mezclada con la más oscura sangre humana. Corpachones azules yacían amontonados o solitarios, entre pedazos retorcidos y arrancados que eran todo lo que quedaba de los cuerpos humanos después de ser golpeados por las brutales espadas de los koloss.
Los golpes continuaron, como tambores sordos, al otro lado de la puerta. Fueron aumentando hasta alcanzar un ritmo frenético, y la puerta se estremeció a medida que los koloss se iban llenando de frustración. Probablemente podían oler la sangre, sentir la carne que había estado a punto de ser suya.
—Ese tablón no durará mucho —dijo uno de los soldados en voz baja mientras un copo de ceniza flotaba delante de su cara—. Y las bisagras están cediendo. Van a entrar otra vez.
Sazed se puso en pie lentamente.
—Y nosotros volveremos a luchar.
—¡Mi señor! —dijo una voz. Sazed se volvió para ver a uno de los mensajeros de Dockson llegar a caballo sorteando los montones de cadáveres—. Lord Dockson dice que… —Se calló al advertir por primera vez que la puerta de Sazed estaba cerrada—. ¿Cómo…?
—Entrega tu mensaje, joven —dijo Sazed, cansado.
—Lord Dockson dice que no recibiréis refuerzos —informó el hombre, frenando su caballo—. La Puerta de Estaño ha caído y…
—¿La Puerta de Estaño? —inquirió Sazed. ¡Tindwyl!—. ¿Cuándo?
—Hace más de una hora, mi señor.
¿Una hora?, pensó, incrédulo. ¿Cuánto tiempo llevamos luchando?
—¡Tenéis que aguantar aquí, mi señor! —dijo el joven, dándose la vuelta y regresando al galope por donde había venido.
Sazed se volvió hacia el este. Tindwyl…
Los golpes en su puerta se hicieron más fuertes, y el tablón empezó a astillarse. Los hombres corrieron a buscar cualquier otra cosa para bloquear la puerta, pero Sazed comprendió que las piezas que sostenían la tabla estaban empezando a romperse. Cuando lo hicieran, no habría forma de volver a cerrar la puerta.
Sazed cerró los ojos y, notando el peso de su fatiga, recurrió a su mentepeltre. Casi estaba vacía. Cuando se agotara, solo tendría la pequeña cantidad de fuerza de uno de sus anillos.
Sin embargo, ¿qué otra cosa podía hacer?
Oyó que la tabla se quebraba y los gritos de los hombres.
—¡Atrás! —gritó Clubs—. ¡A la ciudad!
Los restos de su ejército se disolvieron, apartándose de la Puerta de Cinc. Brisa vio horrorizado que más y más koloss se dispersaban por la plaza, alcanzando a los hombres que estaban demasiado débiles o demasiado heridos para retirarse. Las criaturas avanzaban como una gran ola azul, una ola con espadas de acero y ojos rojos.
En el cielo, el sol, solo débilmente visible tras las nubes de tormenta, era una cicatriz sangrante que se arrastraba hacia el horizonte.
—Brisa —exclamó Clubs, tirando de él—. Ha llegado la hora de marcharnos.
Sus caballos habían huido hacía rato. Brisa siguió tambaleante al general, tratando de no escuchar los rugidos a su espalda.
—¡Replegaos a las posiciones defensivas! —ordenó Clubs a aquellos hombres que podían oírlo—. ¡Primer pelotón, atrincheraos dentro de la fortaleza Lekal! ¡Lord Hammond debería estar allí ya, preparando las defensas! ¡Segundo pelotón, conmigo a la fortaleza Hasting!
Brisa continuó, con la mente tan entumecida como los pies. No había servido de nada en la batalla. Había intentado disipar el miedo de los hombres, pero sus esfuerzos le habían parecido tan inútiles como… alzar un pedazo de papel al sol para hacer sombra.
Clubs levantó una mano, y el pelotón de doscientos hombres se detuvo. Brisa miró alrededor. La calle, cubierta de ceniza y nieve, estaba silenciosa. Todo parecía… en calma. El cielo estaba oscuro, los rasgos de la ciudad suavizados por la manta de nieve moteada de negro. Resultaba extraño haber huido de la horrible escena escarlata y azul para encontrar la ciudad como dormida.
—¡Maldición! —exclamó Clubs, apartando a Brisa de en medio cuando un grupo aullante de koloss salió de una calle lateral. Los soldados ocuparon sus posiciones, pero otro grupo de koloss, las criaturas que acababan de irrumpir por la puerta, aparecieron tras ellos.
Brisa tropezó y cayó en la nieve. Ese otro grupo… ¡viene del norte! ¿Las criaturas se han infiltrado en la ciudad desde tan lejos ya?
—¡Clubs! Tenemos…
Brisa se volvió justo a tiempo para ver la enorme espada de un koloss cercenar el brazo alzado de Clubs y luego continuar hasta herir al general en las costillas. Clubs gimió y cayó mientras su brazo y su espada volaban por los aires. Se tambaleó, apoyado en su pierna mala, y el koloss descargó su espada con las dos manos.
La nieve sucia por fin adquirió algún color. Una mancha roja.
Brisa se quedó mirando, anonadado, el cadáver de su amigo. Luego el koloss se volvió hacia él, rugiendo.
La inminencia más que probable de su propia muerte lo hizo estremecer como ni siquiera la fría nieve lo estremecía. Brisa retrocedió, resbalando en la nieve, y por instinto trató de aplacar a la criatura. Naturalmente, no sucedió nada. Trató de incorporarse, y el koloss, junto con varios más, empezó a acercársele. Sin embargo, en ese momento otro pelotón de soldados que huía de la puerta apareció por una calle lateral, distrayendo a los koloss.
Brisa hizo lo único que parecía natural. Se arrastró hasta un edificio y se escondió dentro.
—Todo es culpa de Kelsier —murmuró Dockson, haciendo otra anotación en su mapa. Según los mensajeros, Ham había llegado a la fortaleza Lekal. No duraría mucho.
El gran salón Venture había sido un frenesí de movimiento y pánico mientras los escribas corrían de un lado para otro, hasta que finalmente comprendieron que a los koloss no les importaba si un hombre era skaa, erudito, noble o mercader. A las criaturas, simplemente, les gustaba matar.
—Tendría que haberlo previsto —continuó Dockson—. Nos metió en este lío y dio por supuesto que encontraríamos un modo de arreglarlo. Bueno, no puedo ocultar una ciudad de sus enemigos…, no como ocultaba una banda. ¡Que fuéramos excelentes ladrones no implicaba que fuéramos a ser buenos dirigiendo un reino!
Nadie le escuchaba. Todos sus mensajeros habían huido y sus guardias luchaban en las puertas de la fortaleza. Cada fortaleza tenía sus propias defensas, pero Clubs había decidido con acierto usarlas de refugio solo como segunda opción. No estaban hechas para repeler un ataque a gran escala y se encontraban a demasiada distancia entre sí. Retirarse a ellas tan solo dividía y aislaba considerablemente al ejército humano.
—Nuestro verdadero problema es la continuidad —dijo Dockson, haciendo una última anotación en la Puerta de Estaño, explicando lo que había sucedido allí. Examinó el mapa. Nunca había esperado que la puerta de Sazed fuera la última en caer.
»La continuidad. Creíamos que podíamos hacerlo mejor que los nobles, pero cuando tuvimos el poder volvimos a ponerlos a ellos al mando. Si hubiéramos matado a todos los nobles, tal vez hubiésemos podido empezar de cero. Naturalmente, eso habría significado invadir las otras dominaciones…, lo cual habría implicado a su vez enviar a Vin a encargarse de los nobles más importantes y problemáticos. Habría habido una masacre nunca vista en el Imperio Final. Y, si hubiéramos hecho eso…
Guardó silencio cuando una de las enormes y majestuosas vidrieras se hizo añicos. Las demás empezaron a explotar también, rotas por las rocas que lanzaban desde fuera. Unos cuantos koloss grandes saltaron por los agujeros y aterrizaron en el suelo de mármol cubierto de cristales. Incluso rotas, las vidrieras eran preciosas; los afilados bordes de cristal chispeaban a la luz de la tarde. Dockson vio por una de ellas que la tormenta descargaba, oscureciendo la luz del sol.
—Si hubiéramos hecho eso —dijo en voz baja—, no habríamos sido mejores que las bestias.
Los escribas gritaron, tratando de huir cuando los koloss iniciaron la matanza. Dockson se quedó quieto, oyendo los gruñidos y la respiración entrecortada de los koloss que se acercaban por los pasillos que tenía detrás. Levantó la espada de su mesa mientras los hombres empezaban a morir.
Cerró los ojos. ¿Sabes, Kell?, pensó. Casi había empezado a pensar que tenían razón, que estabas cuidando de nosotros. Que eras una especie de dios.
Abrió los ojos y se dio la vuelta, desenvainando la espada. Entonces se detuvo a contemplar la enorme bestia que se acercaba. ¡Qué grande es!
Dockson apretó los dientes, maldijo una última vez a Kelsier, y luego cargó, blandiendo la espada.
La criatura detuvo el arma con una mano indiferente, ignorando el corte que le causaba. Luego descargó un mandoble, y se hizo la oscuridad.
—Mi señor —dijo Janarle—. La ciudad ha caído. Mira, se puede ver cómo arde. Los koloss han entrado por cuatro puertas y campan a sus anchas por las calles. No se detienen a saquear: solo matan. Masacran. No quedan muchos soldados que se les opongan.
Straff contempló en silencio cómo ardía Luthadel. Le parecía… un símbolo. Un símbolo de justicia. Había huido de aquella ciudad una vez, dejándosela a la escoria skaa, y cuando había vuelto para exigir que se la devolvieran, se habían resistido.
Se habían mostrado desafiantes. Se lo tenían merecido.
—Mi señor, el ejército koloss está ya bastante debilitado. Es difícil contar su número, pero los cadáveres que dejan atrás indican que al menos un tercio de sus fuerzas han caído. ¡Podemos derrotarlos!
—No —dijo Straff, sacudiendo la cabeza—. Todavía no.
—¿Mi señor? —preguntó Janarle.
—Que los koloss se queden con la maldita ciudad —dijo Straff en voz baja—. Que la arrasen y la quemen hasta los cimientos. El fuego no puede hacer daño a nuestro atium… De hecho, probablemente facilitará su localización.
—Yo… —Janarle parecía sorprendido. No puso objeciones, pero su mirada era de rebeldía.
Tendré que encargarme de él más tarde, pensó Straff. Se levantará contra mí si descubre que Zane se ha marchado.
Eso no importaba en aquel momento. La ciudad lo había rechazado y, por tanto, sucumbiría. Construiría una mejor en su lugar.
Una ciudad dedicada a Straff, no al lord Legislador.
—¡Padre! —exclamó Allrianne impaciente.
Cett negó con la cabeza. Ambos, montados a caballo, estaban en una colina, al oeste de Luthadel. Veía el ejército de Straff congregado al norte, observando, como él observaba, los estertores de una ciudad condenada.
—¡Tenemos que ayudar! —insistió Allrianne.
—No —respondió Cett en voz baja, librándose de los efectos del poder encendedor de su hija sobre sus emociones. Se había acostumbrado a sus manipulaciones hacía tiempo—. Nuestra ayuda no serviría de nada ya.
—¡Tenemos que hacer algo! —dijo Allrianne, tirándole del brazo.
—No —respondió Cett con más fuerza.
—¡Pero has vuelto! ¿Para qué hemos vuelto si no era para ayudar?
—Ayudaremos. Ayudaremos a Straff a tomar la ciudad cuando lo desee, y luego nos someteremos a él con la esperanza de que no nos mate.
Allrianne palideció.
—¿Es eso? —susurró—. ¿Por eso regresamos? ¿Para dar nuestro reino a ese monstruo?
—¿Qué otra cosa esperabas? Me conoces, Allrianne. Sabes que esta es la decisión que tengo que tomar.
—Creía que te conocía —repuso ella—. Creía que en el fondo eras un buen hombre.
Cett negó con la cabeza.
—Todos los hombres buenos están muertos, Allrianne. Han muerto en esa ciudad.
Sazed siguió luchando. No era soldado, no tenía el instinto aguzado ni formación. Calculaba que tendría que haber muerto hacía horas. Y, sin embargo, de algún modo, conseguía permanecer vivo.
Tal vez era porque los koloss tampoco luchaban con habilidad. Eran burdos como sus enormes espadas parecidas a porras, y simplemente se lanzaban contra sus oponentes sin seguir ninguna estrategia.
Eso debería haber bastado. Sin embargo, Sazed aguantaba… y donde él aguantaba, sus pocos hombres aguantaban con él. Los koloss tenían la ira a su favor, pero los hombres de Sazed veían a los débiles y los ancianos detrás, esperando al borde de la plaza. Los soldados sabían por qué luchaban. Ese recordatorio era suficiente para que continuaran combatiendo, incluso cuando empezaban a estar rodeados y los koloss se abrían paso hacia las inmediaciones de la plaza.
Sazed sabía a esas alturas que no iba a llegar ninguna ayuda. Había esperado, tal vez, a que Straff decidiera tomar la ciudad, como había sugerido Clubs. Pero ya era demasiado tarde para eso; la noche se acercaba, el sol se hundía poco a poco tras el horizonte.
Ha llegado el final, pensó Sazed mientras el hombre que tenía al lado caía. Resbaló sobre la sangre, y el movimiento le salvó cuando el koloss descargó un golpe por encima de su cabeza.
Tal vez Tindwyl hubiese encontrado un modo de ponerse a salvo. Con suerte, Elend entregaría los documentos que habían estudiado juntos. Eran importantes, aunque no sabía por qué.
Sazed atacó, empuñando la espada que le había arrebatado a un koloss. Amplió sus músculos en un estallido final mientras se volvía, dándoles fuerza justo cuando la espada encontraba carne koloss.
Golpeó. La resistencia, el húmedo sonido del impacto, la reverberación por todo su brazo…, esas cosas ya le resultaban familiares. La brillante sangre koloss lo manchó, y otro de los monstruos cayó.
Y la fuerza de Sazed desapareció.
Vacío de peltre, la espada koloss le pesaba en la mano. Trató de blandirla contra el siguiente monstruo, pero el arma resbaló de sus dedos débiles, abotargados y cansados.
Aquel koloss era grande. Con más de tres metros y medio de estatura, era el monstruo más grande de todos los que había visto. Sazed trató de apartarse, pero tropezó con el cadáver de un soldado recién abatido. Mientras caía, sus hombres finalmente se rindieron y la última docena se dispersó. Habían aguantado bien. Demasiado bien. Tal vez si los hubiera dejado retirarse…
No, pensó, mirando la muerte cara a cara. He obrado bien. Mejor de lo que lo hubiese hecho cualquier otro erudito.
Se acordó de sus anillos. Tal vez obtuviera de ellos una pequeña ventaja, tal vez pudiera correr. Huir. Sin embargo, le faltaba la motivación para hacerlo. ¿Para qué resistir? ¿Por qué lo había hecho? Sabía que estaban condenados.
Te equivocas conmigo, Tindwyl. A veces me rindo. Rendí esta ciudad hace mucho tiempo.
El koloss se inclinó sobre Sazed, que aún yacía tendido en el charco de sangre, y levantó la espada. Por encima del hombro de la criatura, Sazed vio el sol rojo flotando sobre la muralla. Se concentró en eso, en vez de en la espada que caía. Podía ver rayos de luz, como… añicos de cristal en el cielo.
La luz del sol pareció chispear, tintinear, escapar como si el astro le diera la bienvenida. Extendiéndose para aceptar su espíritu.
Y así, muero…
Una tintineante gota de luz chispeó en el rayo de sol y alcanzó al koloss directamente en la nuca. La criatura gruñó, envarándose, y dejó caer la espada. Se desplomó de lado y Sazed se quedó tendido en el suelo un momento, estupefacto. Entonces miró la muralla.
Una silueta se recortaba contra el sol. Negra contra la luz roja, con una capa que flotaba suavemente a su espalda. Sazed parpadeó. La chispa de luz tintineante que había visto… era una moneda. El koloss que tenía delante estaba muerto.
Vin había regresado.
Saltó como solo un alomántico podía hacerlo, trazando un arco elegante sobre la plaza. Aterrizó directamente en medio de los koloss y giró. Las monedas empezaron a salir disparadas como insectos furiosos, abriéndose paso en la carne azul. Las criaturas no caían tan fácilmente como hubiesen hecho los humanos, pero el ataque llamó su atención: se apartaron de los soldados que huían y de los ciudadanos indefensos.
Los skaa reunidos al fondo de la plaza empezaron a cantar. Era un sonido extraño en plena batalla. Sazed se sentó, ignorando sus dolores y su cansancio mientras Vin brincaba. La puerta de la ciudad de repente cedió y sus bisagras se torcieron. Los koloss la habían golpeado ya con tanta fuerza que…
El enorme portal de madera salió despedido de la pared, tirado por Vin.
Cuánto poder, pensó Sazed, asombrado. Debe de estar tirando de algo que tiene detrás… pero eso significaría que la pobre Vin está en equilibrio entre dos pesos tan grandes como esa puerta.
Y, sin embargo, lo hizo, alzando la puerta con facilidad, atrayéndola hacia sí. La enorme hoja cayó sobre las filas koloss, dispersando los cuerpos. Vin giró con destreza en el aire, tirando de sí misma hacia un lado, haciendo oscilar la puerta hacia el otro como si estuviera atada a ella por una cadena.
Los koloss volaban por los aires, esparciéndose como lascas por el impacto de la enorme arma; los huesos crujían. De un solo golpe, Vin despejó todo el patio.
La puerta cayó. Vin aterrizó entre un grupo de cuerpos aplastados y, de una patada, hizo llegar a sus manos el bastón de un soldado. Los koloss que quedaban ante la puerta se detuvieron un instante antes de cargar. Vin atacó rápidamente, pero con precisión. Los cráneos se rompían, los koloss caían muertos en el fango mientras trataban de abrirse paso hacia ella. Vin giró, derribó a unos cuantos y ensució de fango rojo ceniciento a los que llegaban corriendo detrás.
Yo… tengo que hacer algo, pensó Sazed, sacudiéndose el pasmo. Seguía desnudo, inmune al frío gracias a su mentelatón, que estaba ya casi vacía. Vin continuaba luchando, derribando koloss sin descanso. Ni siquiera su fuerza duraría eternamente. No podía salvar la ciudad.
Sazed se obligó a ponerse en pie y luego se dirigió hacia el fondo de la plaza. Agarró al anciano que encabezaba el grupo de skaa, interrumpiendo su cántico.
—Tenías razón —dijo Sazed—. Ella ha regresado.
—Sí, Sagrado Primer Testigo.
—Ganaremos un poco de tiempo, creo. Los koloss han entrado en la ciudad. Tenemos que reunir a la gente que podamos y escapar.
El anciano vaciló, y durante un momento Sazed pensó que iba a negarse, a decir que Vin los protegería, que derrotaría al ejército entero. Entonces, afortunadamente, asintió.
—Iremos a la puerta norte —dijo Sazed—. Por ahí han entrado los koloss en la ciudad, así que es probable que hayan dejado atrás esa zona.
Espero, pensó, y salió corriendo a advertir a los demás. Las posiciones allí defensivas de emergencia eran las fortalezas de la alta nobleza. Tal vez encontrarían supervivientes.
Así que resulta que soy un cobarde, pensó Brisa.
No era una revelación sorprendente. Siempre había dicho que era importante que un hombre se comprendiera a sí mismo, y él siempre había sido consciente de su egoísmo. Así que no le sorprendió demasiado encontrarse acurrucado contra los ladrillos de una vieja casa skaa, haciendo oídos sordos a los gritos del exterior.
¿Dónde estaba el hombre orgulloso, el cuidadoso diplomático, el aplacador de traje impecable? Se había ido dejando atrás aquella masa temblorosa e inútil. Trató varias veces de quemar latón para aplacar a los hombres que luchaban fuera. Sin embargo, no conseguía hacer una cosa tan sencilla como esa. Ni siquiera podía moverse.
A menos que temblar fuera un movimiento.
Fascinante, pensó Brisa, como si se mirara desde fuera y viese a la penosa criatura ataviada con un traje desgarrado y ensangrentado. Así que esto es lo que me ocurre cuando la tensión me supera. Es irónico, en cierto modo. Me he pasado toda la vida controlando las emociones de los demás. Ahora tengo tanto miedo que ni siquiera puedo moverme.
La lucha continuaba fuera desde hacía muchísimo tiempo. ¿No tendrían que haber estado muertos aquellos soldados?
—¿Brisa?
No pudo moverse para ver quién era. Parece Ham. Es gracioso. Debería estar muerto también.
—¡Por el lord Legislador! —dijo Ham, apareciendo ante Brisa. Llevaba un cabestrillo ensangrentado. Se acercó a toda prisa a su lado—. Brisa, ¿puedes oírme?
—Lo vimos esconderse aquí dentro, mi señor —dijo otra voz. ¿Un soldado?—. Se refugió de la pelea. Pero lo notábamos aplacándonos. Nos mantuvo luchando incluso cuando deberíamos habernos rendido. Después de que lord Cladent muriera…
Soy un cobarde.
Apareció otra silueta. Sazed, con aspecto preocupado.
—Brisa —dijo Ham, arrodillándose—. Mi fortaleza ha caído y la puerta de Sazed ha sido derribada. No sabemos nada de Dockson desde hace más de una hora, y hemos encontrado el cadáver de Clubs. Por favor. Los koloss están destruyendo la ciudad. Necesitamos saber qué hacer.
Bueno, a mí no me lo preguntes, dijo Brisa… o trató de decirlo. Le pareció que su voz sonaba como un murmullo.
—No puedo llevarte en brazos, Brisa —dijo Ham—. Tengo el brazo casi inútil.
—Bueno, no importa —murmuró Brisa. Verás, mi querido amigo, creo que ya no soy de mucha utilidad. Deberíais continuar. No pasa nada si me dejáis aquí.
Ham miró a Sazed, frustrado.
—Deprisa, lord Hammond —dijo Sazed—. Podemos hacer que los soldados carguen con los heridos. Nos abriremos paso hasta la fortaleza Hasting. Tal vez podamos encontrar refugio allí. O… tal vez los koloss estén lo suficientemente distraídos para dejarnos salir de la ciudad.
—¿Distraídos? —murmuró Brisa. Distraídos matando a otra gente, quieres decir. Bueno, es reconfortante saber que todos somos unos cobardes. Ahora, si pudiera quedarme aquí tumbado un poco más, podría quedarme dormido… Y olvidar todo esto.