Mis hermanos ignoran los otros hechos. No pueden relacionar las otras extrañas cosas que están teniendo lugar. Son sordos a mis objeciones, están ciegos a mis descubrimientos.

3

Elend soltó su pluma con un suspiro y luego se arrellanó en la silla y se frotó la frente.

Suponía que sabía tanto de teoría política como el que más. Desde luego, había leído más sobre economía, estudiado más sobre gobiernos y mantenido más debates que nadie que conociera. Comprendía todas las teorías para hacer que una nación fuera estable y justa, y había tratado de ponerlas en práctica en su nuevo reino.

Lo que no había comprendido era lo increíblemente frustrante que podía llegar a ser un consejo parlamentario.

Se levantó y se dispuso a servirse una copa de vino helado. Se detuvo, no obstante, al mirar por las puertas del balcón. En la distancia, un resplandor difuso atravesaba las brumas. Las hogueras del campamento de su padre.

Dejó el vino. Estaba agotado, y el alcohol era poco probable que fuese a servirle de ayuda. ¡No puedo permitirme quedarme dormido hasta que acabe esto!, pensó, obligándose a volver a su asiento. La Asamblea se reuniría pronto, y tenía que terminar la propuesta aquella noche.

Elend tomó el papel y observó su contenido. Su letra le parecía ininteligible incluso a él, y la página estaba llena de tachaduras y anotaciones, reflejo de su frustración. Hacía semanas que sabían que el ejército se acercaba y la Asamblea aún vacilaba sobre qué medidas tomar.

Algunos de sus miembros querían ofrecer un tratado de paz; otros pensaban que debían rendir la ciudad, sin más. Otros más consideraban que debían atacar sin tardanza. Elend temía que la facción partidaria de la rendición estuviera ganando fuerza; de ahí su propuesta. Con la moción, si se aprobaba, ganaría un poco de tiempo. Como rey, tenía derecho a parlamentar con un dictador extranjero. La propuesta prohibía que la Asamblea hiciera nada apresurado antes de que al menos hubiera podido reunirse con su padre.

Elend volvió a suspirar y soltó el papel. La Asamblea solo tenía veinticuatro miembros, pero conseguir que se pusieran de acuerdo en algo era casi más difícil que cualquiera de los problemas a los que se enfrentaban. Elend se volvió, mirando más allá de la lámpara solitaria de su escritorio, por las puertas abiertas del balcón, a contemplar las hogueras. Oyó el roce de pies en el tejado: Vin, en una de sus rondas nocturnas.

Elend sonrió con afecto, pero ni siquiera pensar en Vin le animó. Ese grupo de asesinos con los que ha luchado esta noche. ¿Puedo usarlo de algún modo? Tal vez si hacía público el ataque la Asamblea recordaría el desprecio de Straff por la vida humana y tendría más reparos a rendirle la ciudad. Pero… pero tal vez tuvieran miedo de que enviara a sus asesinos contra ellos y fuese más probable que se rindieran.

A veces Elend se preguntaba si el lord Legislador tenía razón. No en oprimir al pueblo, por supuesto, sino al conservar todo el poder para sí. El Imperio Final había sido estable. Había durado mil años, capeando rebeliones, manteniendo un fuerte dominio del mundo.

Pero el lord Legislador era inmortal, pensó Elend. Es una ventaja de la que yo, desde luego, no disfrutaré nunca.

La Asamblea era un medio mejor. Dándole al pueblo un Parlamento con verdadera autoridad legal, Elend conseguía un gobierno estable. El pueblo tenía un rey, un hombre que proporcionaba continuidad, un símbolo de unidad. Un hombre que no se veía tentado por la necesidad de volver a ser elegido. Sin embargo, también tenía una Asamblea, un consejo compuesto por sus iguales, que expresaría sus preocupaciones.

Todo sonaba maravilloso en teoría. Suponiendo que sobrevivieran a los próximos meses.

Elend se frotó los ojos, luego volvió a mojar la pluma en el tintero y siguió escribiendo frases al pie del documento.

El lord Legislador estaba muerto.

Incluso al cabo de un año, a Vin todavía le resultaba a veces difícil asimilarlo. El lord Legislador lo había sido… todo. Rey y dios, legislador y autoridad suprema. Había sido eterno y absoluto, y ahora estaba muerto.

Vin lo había matado.

La verdad, por supuesto, no era tan impresionante como las historias. No había sido una fuerza heroica ni un poder místico lo que había permitido que Vin derrotara al emperador. Había deducido el truco que él había estado utilizando para ser inmortal, y por azar, casi por accidente, había explotado su debilidad. No había sido valentía ni astucia. Solo suerte.

Vin suspiró. Todavía le dolían los cardenales, pero los había tenido mucho peores. Estaba sentada en el tejado del palacio, la antigua fortaleza Venture, justo encima del balcón de Elend. Su reputación podía no ser merecida, pero había ayudado a mantener a Elend con vida. Aunque docenas de señores de la guerra se disputaban las tierras que antaño fueran el Imperio Final, ninguno de ellos había marchado hacia Luthadel.

Hasta entonces.

Había hogueras ardiendo ante la ciudad. Straff sabría pronto que sus asesinos habían fracasado. Y, entonces, ¿qué? ¿Atacaría la ciudad? Ham y Clubs sostenían que Luthadel no podría resistir un ataque decidido. Straff tenía que saberlo.

Sin embargo, por el momento Elend estaba a salvo. Vin había hecho un buen trabajo localizando y eliminando asesinos: apenas pasaba un mes sin que capturara a alguien tratando de colarse en el palacio. Muchos eran solo espías, y muy pocos alománticos. No obstante, el cuchillo de acero de un hombre normal mataría a Elend con la misma facilidad que el cuchillo de cristal de un alomántico.

No permitiría que eso ocurriera. Pasara lo que pasara, no importaba qué sacrificios fueran necesarios, Elend tenía que seguir vivo.

En un arrebato de aprensión, se acercó a la claraboya para comprobar su estado. Elend estaba sentado a su escritorio, allá abajo, escribiendo alguna nueva propuesta o edicto. El reinado lo había cambiado muy poco. Unos cuatro años mayor que ella (es decir, veintipocos), Elend era un hombre que dedicaba grandes esfuerzos a su educación, pero muy pocos a su aspecto. Solo se molestaba en peinarse cuando asistía a un acto importante y se las apañaba para ir desaliñado con ropa de buen corte.

Debía de ser el mejor hombre que hubiera conocido jamás. Emprendedor, decidido, listo y cariñoso. Y, por algún motivo, la amaba. En ocasiones, ese hecho le parecía a Vin aún más sorprendente que su participación en la muerte del lord Legislador.

Vin alzó la cabeza, contemplando de nuevo las luces del ejército. Luego miró hacia ambos lados. El Acechante no había regresado. A menudo, en noches como esa, la tentaba acercándose peligrosamente a la habitación de ella antes de desaparecer en la ciudad.

Si quisiera matar a Elend, claro está, podría haberlo hecho mientras yo combatía a los demás…

Era un pensamiento inquietante. Vin no podía vigilar a Elend en todo momento. Estaba en peligro una aterradora cantidad de veces.

Cierto, tenía otros guardaespaldas, y algunos eran incluso alománticos. Sus recursos, sin embargo, eran tan limitados como los suyos. Los asesinos de esa noche habían sido los más hábiles y peligrosos a los que se había enfrentado nunca. Se estremeció, pensando en el nacido de la bruma que se había ocultado entre ellos. No era muy bueno, pero no habría necesitado mucha habilidad para quemar atium y luego descargar un golpe directo sobre Vin en el lugar adecuado.

Las cambiantes brumas continuaban girando. La presencia del ejército susurraba una verdad inquietante: los señores de la guerra de las inmediaciones empezaban a consolidar sus dominios y tenían intenciones expansionistas. Aunque Luthadel resistiera contra Straff, vendrían otros.

En silencio, Vin cerró los ojos y quemó bronce, todavía preocupada de que el Acechante (o algún otro alomántico) pudiera estar cerca, planeando atacar a Elend en la supuesta seguridad del intento de asesinato fallido. La mayoría de los nacidos de la bruma consideraban el bronce un metal de utilidad relativa, ya que se contrarrestaba con facilidad. Con cobre, un nacido de la bruma podía enmascarar su alomancia…, por no mencionar que podía protegerse de la manipulación emocional del cinc o el latón. La mayoría de los nacidos de la bruma consideraban una tontería no tener su cobre encendido en todo momento.

Y, sin embargo…, Vin tenía la habilidad de perforar las nubes de cobre.

Una nube de cobre no era algo visible. Era mucho más vago. Un bolsillo de aire muerto donde los alománticos podían quemar sus metales y no preocuparse de que los quemadores de bronce pudieran detectarlos. Pero Vin detectaba a los alománticos que usaban metales dentro de una nube de cobre. Todavía no estaba segura de por qué. Incluso Kelsier, el alomántico más poderoso que había conocido, no había podido perforar una nube de cobre.

Esta noche, sin embargo, no percibía nada.

Con un suspiro, abrió los ojos. Su extraño poder era confuso, pero no era exclusivo de ella. Marsh había confirmado que los inquisidores de Acero podían perforar nubes de cobre, y estaba segura de que el lord Legislador también podía hacerlo. Pero… ¿por qué ella? ¿Por qué podía hacerlo Vin, una chica que apenas había recibido dos años de formación como nacida de la bruma?

Había más. Todavía recordaba con nitidez la mañana de su lucha con el lord Legislador. Algo que no le había contado a nadie… en parte porque le hacía temer, un poco, que los rumores y leyendas sobre ella fueran ciertos. De algún modo había recurrido a las brumas, usándolas en vez de los metales para potenciar su alomancia.

Solo ese poder, el poder de las brumas, había podido derrotar al final al lord Legislador. Le gustaba decirse que había tenido la suerte de descubrir el truco del lord Legislador, eso era todo. Pero… había sucedido algo extraño aquella noche, algo que ella había hecho. Algo que no tendría que haber podido hacer y que nunca había logrado repetir.

Vin sacudió la cabeza. Había muchas cosas que no sabía, y no solo de la alomancia. Ella y los otros líderes del frágil reino de Elend lo intentaban lo mejor que podían, pero sin Kelsier para guiarlos, Vin se sentía ciega. Los planes, los éxitos e incluso los objetivos eran como figuras oscuras dentro de la bruma, informes y confusas.

No deberías habernos dejado, Kelsier, pensó. Salvaste al mundo… pero tendrías que haberlo hecho sin morir.

Kelsier, el Superviviente de Hathsin, el hombre que había orquestado y logrado la caída del Imperio Final. Vin lo había conocido, había trabajado con él, se había entrenado a sus órdenes. Era una leyenda y un héroe. Sin embargo, también había sido un hombre. Falible. Imperfecto. Era fácil para los skaa adorarlo y luego culpar a Elend y los demás de la ominosa situación que Kelsier había creado.

La idea la llenó de amargura. Pensar en Kelsier solía hacerlo. Tal vez se debía a la sensación de abandono, o tal vez solo a la incómoda certeza de que Kelsier, como la propia Vin, no estaba del todo a la altura de su reputación.

Suspiró y cerró los ojos, todavía quemando bronce. El combate de aquella noche había sido un gran esfuerzo para ella, y empezaba a temer las horas que todavía pretendía pasar de guardia. Le costaría permanecer atenta cuando…

Sintió algo.

Vin abrió los ojos, avivando estaño. Se dio media vuelta y se aplastó contra el tejado para ocultar su perfil. Había alguien allí, quemando metal. Los pulsos del bronce latían sutiles, casi imperceptibles… como alguien que tocara con suma delicadeza el tambor. Una nube de cobre los sofocaba. La persona, fuera quien fuese, creía que su cobre la ocultaría.

Hasta entonces Vin no había dejado a nadie con vida que conociera su extraño poder, salvo a Elend y Marsh.

Reptó, los dedos de las manos y los pies helados por el contacto con la cubierta de cobre del tejado. Trató de determinar la dirección de los pulsos. Había algo extraño en ellos. Tenía problemas para distinguir los metales que estaba quemando su enemigo. ¿Era aquello el rápido tamborileo del peltre o era el ritmo del hierro? Los pulsos parecían confusos, como ondas en un lodo denso.

Venían de algún lugar muy cercano… Del tejado…

Justo delante de ella.

Vin se detuvo, agazapada. Las brisas de la noche creaban una muralla de bruma frente ella. ¿Dónde estaba su enemigo? Sus sentidos peleaban entre sí: su bronce le decía que tenía algo delante, pero sus ojos se negaban a verlo.

Estudió las oscuras brumas, miró hacia arriba solo para asegurarse y luego se incorporó. Es la primera vez que mi bronce se equivoca, pensó, frunciendo el ceño.

Entonces lo vio.

No era algo en la bruma sino de bruma. La figura se hallaba a unos cuantos pasos de distancia, fácil de confundir, pues su forma solo quedaba levemente recortada. Vin jadeó y dio un paso atrás.

La figura continuó donde estaba. No pudo distinguir gran cosa: sus rasgos eran vagos y neblinosos, recortados por los caóticos remolinos de la bruma impulsada por el viento. De no ser por la persistencia de la forma, la habría pasado por alto… como la forma de un animal que se deja entrever solo un momento en las nubes.

Pero se mantenía. Cada nuevo remolino de bruma añadía definición al fino cuerpo y la cabeza larga. Algo confuso pero persistente. Parecía que se trataba de un ser humano, pero carecía de la solidez del Acechante. Era… extraño.

La figura dio un paso adelante.

Vin reaccionó al instante, arrojó un puñado de monedas y las empujó por el aire. Los trozos de metal surcaron la bruma, dejando rastros, y atravesaron la figura, que permaneció allí un momento antes de desvanecerse a continuación, sin más, y perderse entre los azarosos remolinos.

Elend escribió la última línea con una floritura, aunque sabía que tendría que encargar que un escriba pasara a limpio la propuesta. Con todo, se sentía orgulloso. Le parecía que había sido capaz de elaborar un argumento que convencería por fin a la Asamblea de que no podían rendirse sin más a Straff.

Miró sin proponérselo el fajo de papeles que tenía sobre la mesa. Encima había una carta amarilla de aspecto inocente, todavía doblada, con un sello roto de cera que parecía una mancha de sangre. La carta era breve. Elend recordó sus palabras con facilidad.

Hijo:

Confío en que hayas disfrutado cuidando de los intereses Venture en Luthadel. He asegurado el Dominio Septentrional, y en breve regresaré a nuestra fortaleza en Luthadel. Podrás entregarme entonces el control de la ciudad.

REY STRAFF VENTURE

De todos los señores de la guerra y déspotas que habían afligido el Imperio Final desde la muerte del lord Legislador, Straff era el más peligroso. Elend lo sabía bien. Su padre era un auténtico noble imperial: veía la vida como una competición entre lores para ver quién podía ganar mayor reputación. Había jugado bien su juego, convirtiendo a la Casa Venture en la más poderosa de las familias nobles antes del Colapso.

El padre de Elend no veía la muerte del lord Legislador como una tragedia o una victoria, sino como una oportunidad. El hecho de que el hijo supuestamente tonto y débil de Straff dijera ahora ser rey del Dominio Central debía de producirle carcajadas sin cuento.

Elend sacudió la cabeza, volviendo a la propuesta.

Unas cuantas relecturas más, unos cuantos retoques y por fin podré dormir un poco. Tan solo…

Una figura embozada saltó desde la claraboya del techo y aterrizó con un suave golpe junto a él.

Elend alzó una ceja y se volvió hacia la figura agazapada.

—¿Sabes? Dejo el balcón abierto por un motivo, Vin. Podrías entrar por ahí, si quisieras.

—Lo sé —respondió Vin. Cruzó veloz la habitación, moviéndose con la antinatural agilidad de la alomancia. Miró bajo la cama, luego se acercó al armario y abrió las puertas. Dio un salto atrás con la tensión de un animal al acecho, pero al parecer no encontró nada dentro que desaprobara, pues se dispuso a asomarse a la puerta que daba al resto de las habitaciones de Elend.

Elend la observó con afecto. Había tardado algún tiempo en acostumbrarse a las particularidades de Vin. Se burlaba de ella diciéndole que era un poco paranoica: ella respondía diciendo que era cuidadosa. De cualquier manera, la mitad de las veces que visitaba sus habitaciones miraba bajo la cama y en el armario. Las otras se contenía… pero Elend la veía a menudo mirar con recelo escondites potenciales.

Vin se comportaba con mucha menos ansiedad cuando no tenía ningún motivo para preocuparse por él. Sin embargo, Elend solo estaba empezando a comprender que en ella había una persona muy compleja oculta bajo el rostro que una vez había conocido como el de Valette Renoux. Se había enamorado de su lado cortesano sin conocer a la nerviosa y furtiva nacida de la bruma que había dentro. Todavía le resultaba un poco difícil verlas como la misma persona.

Vin cerró la puerta y luego hizo una breve pausa, observándolo con sus ojos oscuros. Elend sonrió. A pesar de sus rarezas (o más bien a causa de ellas), amaba a esa mujer delgada de ojos decididos y temperamento tosco. No se parecía a nadie que hubiera conocido jamás: una mujer de belleza sencilla, pero honesta e inteligente.

Sin embargo, a veces le preocupaba.

—¿Vin? —preguntó, poniéndose en pie.

—¿Has visto algo extraño esta noche?

Elend se detuvo.

—¿Aparte de ti?

Ella frunció el ceño y cruzó la habitación. Elend observó sus pequeñas formas, ataviada con pantalones negros y una camisa de hombre, la capa de bruma con las borlas flotando tras ella. No llevaba puesta la capucha de la capa, como de costumbre, y andaba con una gracia suprema: con la inconsciente elegancia de una persona que quema peltre.

¡Concéntrate!, se dijo Elend. Sí que estás cansado.

—¿Vin? ¿Qué ocurre?

Ella miró hacia el balcón.

—Ese nacido de la bruma, el Acechante, está otra vez en la ciudad.

—¿Estás segura?

Vin asintió.

—Pero… creo que no va a venir por ti esta noche.

Elend frunció el ceño. Las puertas del balcón seguían abiertas y jirones de bruma entraban por ellas, arrastrándose por el suelo hasta evaporarse. Al otro lado de las puertas había… oscuridad. Caos.

Es solo bruma, se dijo. Vapor de agua. No hay nada que temer.

—¿Qué te hace pensar que el nacido de la bruma no vendrá por mí?

Vin se encogió de hombros.

—Me da esa impresión.

Ella a menudo respondía de esa manera. Vin había crecido en las calles, por eso se fiaba de su instinto. Curiosamente, también lo hacía Elend. La miró, leyendo la incertidumbre en su postura. Alguna otra cosa la había inquietado esa noche. La miró a los ojos, hasta que ella apartó la mirada.

—¿Qué? —preguntó.

—He visto… algo más —dijo ella—. O me ha parecido verlo. Algo en las brumas, como una persona formada de humo. Lo he percibido también, con la alomancia. Pero ha desaparecido.

Elend frunció el ceño todavía más. Avanzó y la rodeó con sus brazos.

—Vin, te estás esforzando demasiado. No puedes seguir rondando la ciudad por la noche y luego estar despierta todo el día. Incluso los alománticos necesitan descansar.

Ella asintió en silencio. En sus brazos no parecía la poderosa guerrera que había matado al lord Legislador, sino más bien una mujer abrumada por la fatiga, una mujer superada por los acontecimientos…, una mujer que debía de sentirse igual que el propio Elend.

Lo dejó abrazarla. Al principio, notó un leve envaramiento en su postura. Era como si en parte todavía temiera ser herida…, un recuerdo primigenio, una incapacidad para aceptar que era posible ser tocado por el amor y no por la ira. Luego, no obstante, se relajó. Elend era una de las pocas personas que ella aceptaba. Cuando lo abrazaba, cuando lo abrazaba de verdad, se aferraba a él con una desesperación rayana en el terror. De algún modo, a pesar de su poder alomántico y su tozuda determinación, la vulnerabilidad de Vin era extraordinaria. Parecía necesitar a Elend. Por eso él se consideraba afortunado.

Frustrado, en ocasiones. Pero afortunado. Vin y él no habían discutido sobre su propuesta matrimonial y la negativa de ella, aunque Elend a menudo pensaba en aquella situación.

Las mujeres son ya de por sí bastante difíciles de comprender, pensó, y he ido a escoger a la más rara de todas. De todas maneras, no podía quejarse. Ella lo amaba. Podía soportar sus peculiaridades.

Vin suspiró y lo miró, relajándose al fin cuando él se inclinó para besarla. El beso duró un buen rato y ella suspiró. Después, apoyó la cabeza en su hombro.

—Tenemos otro problema —dijo en voz baja—. Esta noche he usado el último resto de atium.

—¿Combatiendo a los asesinos?

Vin asintió.

—Bueno, sabíamos que tenía que pasar tarde o temprano. Nuestra reserva no podía durar eternamente.

—¿Reserva? —preguntó Vin—. Kelsier solo nos dejó seis perlas.

Elend suspiró y la abrazó con fuerza. Se suponía que su nuevo gobierno había heredado las reservas de atium del lord Legislador, un supuesto depósito de metal que constituía un tesoro increíble. Kelsier había contado con esa riqueza para su nuevo reino; había muerto esperando conseguirla. Solo había un problema. Nadie había encontrado ninguna reserva. Habían encontrado un poquito: el atium de los brazaletes que el lord Legislador había usado como batería ferroquímica para acumular edad. Sin embargo, había gastado esos suministros en la ciudad y contenían muy poco atium. No era el depósito esperado. Todavía, en algún lugar de la ciudad, debía haber un tesoro de atium miles de veces más grande que aquellos brazaletes.

—Tendremos que conformarnos —dijo Elend.

—Si te ataca un nacido de la bruma, no podré matarlo.

—Solo si tiene atium —dijo Elend—. Cada vez es más escaso. Dudo que los otros reyes tengan mucho.

Kelsier había destruido los Pozos de Hathsin, el único lugar de donde se podía extraer atium. Con todo, si Vin tenía que combatir a alguien que lo tuviera…

No pienses en eso, se dijo él. Solo sigue buscando. Tal vez podamos comprar un poco. O tal vez encontremos el depósito del lord Legislador. Si es que existe…

Vin lo miró, leyendo la preocupación en sus ojos, y él supo que había llegado a su misma conclusión. Poco podía hacerse en ese momento; Vin había actuado bien al conservar el atium el mayor tiempo posible. Con todo, cuando se apartó de él y le permitió regresar a su mesa, Elend no pudo dejar de pensar en cómo podrían haber gastado ese atium. Su pueblo necesitaría proveerse de comida para el invierno.

Pero, vendiendo el metal, pensó mientras se sentaba, habríamos puesto el arma alomántica más peligrosa del mundo en manos de nuestros enemigos. Era mejor que Vin lo hubiera gastado.

Cuando se puso a trabajar de nuevo, Vin asomó la cabeza por encima de su hombro, haciéndole sombra.

—¿Qué es? —preguntó.

—La propuesta para detener a la Asamblea hasta que haya ejercido mi derecho a parlamentar.

—¿Otra vez? —preguntó ella, ladeando la cabeza y entornando los ojos como si tratara de entender su letra.

—La Asamblea rechazó la última versión.

Vin frunció el ceño.

—¿Por qué no les dices que tienen que aceptarla? Eres el rey.

—Verás, eso es lo que estoy intentando demostrar con todo esto. Solo soy un hombre, Vin…, tal vez mi opinión no sea mejor que la suya. Si todos trabajamos juntos en la propuesta el resultado será mejor que si solo un hombre la hubiera hecho.

Vin sacudió la cabeza.

—No tendrá fuerza. Deberías arriesgarte más.

—No es una cuestión de confianza. Es una cuestión de derecho. Hemos pasado mil años combatiendo al lord Legislador… Si yo hago las cosas igual que él, ¿cuál será la diferencia?

Vin se volvió y lo miró a los ojos.

—El lord Legislador era un hombre malvado. Tú eres bueno. Esa es la diferencia.

Elend sonrió.

—Es fácil para ti, ¿no?

Vin asintió.

Elend se incorporó y volvió a besarla.

—Bueno, algunos tenemos que hacer las cosas un poco más complicadas, así que tenéis que seguirnos la corriente. Ahora, ten la bondad de apartarte de mi luz para que pueda volver al trabajo.

Ella bufó, pero se levantó y se colocó al otro lado de la mesa, dejando tras de sí un leve perfume. Elend frunció el ceño. ¿Cuándo se había puesto eso? Muchos de sus movimientos eran tan rápidos que los pasaba por alto.

Perfume… otra de las aparentes contradicciones de la mujer que se hacía llamar Vin. No debía usarlo cuando salía a las brumas; por lo general, se lo ponía solo para él. A Vin no le gustaba llamar la atención, pero le encantaban los perfumes… y se enfadaba con Elend si él no advertía cuándo se ponía uno nuevo. Parecía recelosa y paranoica, y, sin embargo, confiaba en sus amigos con lealtad dogmática. Salía por las noches ataviada de negro y gris, tratando de ocultarse… pero Elend la había visto en los bailes hacía un año, y vestida con ropajes y sayas no parecía incómoda.

Por algún motivo, había dejado de usarlos. Ni siquiera había explicado por qué.

Elend sacudió la cabeza, regresando a su propuesta. Comparada con Vin, la política resultaba simplista. Ella apoyó los brazos sobre la mesa y lo observó trabajar, bostezando.

—Deberías descansar un poco —dijo él, mientras volvía a humedecer su pluma.

Vin vaciló, luego asintió. Se quitó la capa de bruma, se envolvió en ella y se acurrucó en la alfombra, junto a la mesa.

—No me refería a que lo hicieras aquí, Vin —dijo Elend, con seriedad.

—Sigue habiendo un nacido de la bruma ahí fuera, en alguna parte —respondió ella con voz cansada y apagada—. No voy a dejarte solo.

Se dio la vuelta y Elend captó una breve mueca de dolor en su rostro. Se estaba protegiendo el costado izquierdo.

Por lo general, no le contaba los detalles de sus peleas. No quería preocuparlo. No servía de nada.

Elend descartó sus preocupaciones y se obligó a empezar a leer de nuevo. Casi había terminado. Un poquito más y…

Llamaron a la puerta.

Elend se volvió, frustrado, preguntándose a qué se debería esa nueva interrupción. Ham asomó la cabeza por la puerta un segundo más tarde.

—¿Ham? ¿Todavía estás despierto?

—Por desgracia —dijo Ham, entrando en la habitación.

—Mardra te va a matar por trabajar de nuevo hasta tan tarde —dijo Elend, soltando su pluma. Por mucho que se quejara de algunas cosas que hacía Vin, al menos ella compartía las costumbres nocturnas de Elend.

Ham puso los ojos en blanco en respuesta al comentario. Seguía vistiendo chaleco y pantalones como siempre. Había accedido a ser capitán de la guardia de Elend con una sola condición: no tener que llevar nunca uniforme.

Vin entreabrió un ojo cuando Ham entró en la habitación, y luego volvió a relajarse.

—Bueno, ¿a qué debo esta visita? —dijo Elend.

—Me pareció que querrías saber que hemos identificado a esos asesinos que trataron de matar a Vin.

Elend asintió.

—Hombres que conozco, lo más seguro.

La mayoría de los alománticos eran nobles, y él conocía a los del séquito de Straff.

—Lo dudo —respondió Ham—. Eran gente del oeste.

Elend frunció el ceño, y Vin alzó la cabeza.

—¿Estás seguro?

Ham asintió.

—Parece poco probable que los enviara tu padre…, a menos que haya reclutado a gente en Ciudad Fadrex. Allí suelen dominar las Casas Gardre y Conrad.

Elend se arrellanó en su asiento. Su padre tenía su sede en Urteau, hogar ancestral de la familia Venture. Fadrex estaba a medio imperio de distancia de Urteau, a varios meses de viaje. Era muy poco probable que su padre tuviera acceso a un grupo de alománticos occidentales.

—¿Has oído hablar de Ashweather Cett? —preguntó Ham.

Elend asintió.

—Se ha proclamado rey del Dominio Occidental. No sé mucho de él.

Vin frunció el ceño y se sentó en el suelo.

—¿Crees que los ha enviado él?

Ham asintió.

—Tienen que haber estado esperando una ocasión para colarse en la ciudad, y el tráfico ante las puertas de estos últimos días se la ha proporcionado. Eso hace que la llegada del ejército de Straff y el ataque a Vin sean una coincidencia.

Elend miró a Vin. Ella le devolvió la mirada y él notó que no estaba del todo convencida de que Straff no hubiera enviado a los asesinos. Elend, sin embargo, no era tan escéptico. Todos los tiranos de la zona habían intentado eliminarlo en un momento o en otro. ¿Por qué no Cett?

Es ese atium, pensó, lleno de frustración. No había encontrado nunca el depósito del lord Legislador, pero eso no impedía que los déspotas del imperio estuvieran convencidos de que lo tenía oculto en alguna parte.

—Bueno, al menos tu padre no envió a los asesinos —dijo Ham, siempre optimista.

Elend negó con la cabeza.

—Nuestro parentesco no se lo impediría, Ham. Créeme.

—Es tu padre —dijo Ham, preocupado.

—Ese tipo de cosas no cuentan para Straff. Si no ha enviado a sus asesinos debe de ser porque no cree que yo merezca la molestia. Pero si duramos lo suficiente, lo hará.

Ham sacudió la cabeza.

—He oído hablar de hijos que matan a sus padres para ocupar su lugar. Pero de padres que matan a sus hijos… ¿Qué dice del viejo Straff el hecho de que pueda estar dispuesto a matarte? ¿Crees que…?

—¿Ham? —lo interrumpió Elend.

—¿Sí?

—Sabes que suelo estar dispuesto a discutir, pero ahora mismo no tengo tiempo para filosofías.

—Oh, cierto. —Ham esbozó una débil sonrisa, se puso en pie y se dispuso a marcharse—. Debo regresar con Mardra, de todas formas.

Elend asintió, se frotó la frente y volvió a empuñar la pluma.

—Asegúrate de convocar al grupo para una reunión. Tenemos que organizar a nuestros aliados, Ham. A menos que se nos ocurra algo extraordinariamente astuto, el reino podría estar condenado.

Ham se volvió, sin perder la sonrisa.

—Hablas como si la situación fuera desesperada, El.

Elend lo miró.

—La Asamblea es un caos, media docena de señores de la guerra con ejércitos superiores me está respirando en el cuello, apenas pasa un mes sin que alguien intente asesinarme, y la mujer a la que amo está costándome la razón poco a poco.

Vin hizo una mueca al oír esta última observación.

—Oh, ¿eso es todo? —dijo Ham—. ¿Ves? La cosa no está tan mal. Quiero decir que podríamos estar enfrentándonos a un dios inmortal y a sus todopoderosos sacerdotes.

Elend tuvo que reírse a su pesar.

—Buenas noches, Ham —dijo, volviendo a su propuesta.

—Buenas noches, Majestad.