He empezado a preguntarme si soy el único hombre cuerdo que queda. ¿Es que los demás no se dan cuenta? Llevan tanto tiempo esperando la llegada de su héroe (el que se menciona en las profecías de Terris) que se apresuran a sacar conclusiones, convencidos de que cada historia y cada leyenda se refiere a ese hombre.

2

Vin reaccionó de inmediato, apartándose de un salto. Se movió a una velocidad increíble, la capa ondeó mientras resbalaba por el empedrado húmedo. Las monedas golpearon el suelo tras ella, arrancando lascas de piedra y dejando rastros en la bruma tras rebotar.

—¡Vete, OreSeur! —exclamó Vin, aunque él huía ya hacia un callejón cercano.

Vin giró y se agazapó, las manos y los pies sobre las frías piedras, los metales alománticos ardiendo en su estómago. Quemó acero y vio cómo las líneas azules traslúcidas aparecían a su alrededor. Esperó, tensa, a que…

Otro grupo de monedas salió disparado de las oscuras brumas, cada una dejando tras de sí una línea azul. Vin quemó de inmediato acero y empujó las monedas, desviándolas en la oscuridad.

La noche quedó de nuevo en calma.

La calle en la que estaba era ancha para ser de Luthadel, aunque con casas a ambos lados. Las brumas se arremolinaban lánguidas, difuminando los extremos de la calle.

Un grupo de ocho hombres apareció entre la bruma y se acercó. Vin sonrió. Tenía razón: alguien la estaba siguiendo. Ninguno de esos hombres, sin embargo, era el Acechante. No tenían su sólida gracia, no tenían su poder. Aquellos hombres eran más burdos. Asesinos.

Tenía lógica. Si ella hubiese acabado de llegar con un ejército para conquistar Luthadel, lo primero que hubiera hecho habría sido enviar a un grupo de alománticos para matar a Elend.

Sintió una súbita presión en el costado y maldijo cuando perdió el equilibrio y sintió que le arrancaban la faltriquera de la cintura. Soltó la correa, dejando que el alomántico enemigo le arrebatara las monedas. Los asesinos tenían al menos a un lanzamonedas, un brumoso con el poder de quemar acero y empujar metales. De hecho, dos de los asesinos tenían líneas azules que apuntaban a sus propias bolsas. Vin pensó en devolverles el favor y arrancarles sus bolsas de un tirón, pero vaciló. No hacía falta que enseñara sus cartas todavía. Podría necesitar esas monedas.

Sin monedas propias, no podía atacar desde lejos. Sin embargo, si ese equipo era bueno, atacar desde lejos hubiera sido absurdo: sus lanzamonedas y atraedores estarían preparados para ocuparse de las monedas que les lanzara. Huir tampoco era una opción. Esos hombres no estaban allí solo por ella: si huía, continuarían hacia su verdadero objetivo.

Nadie envía asesinos a matar a guardaespaldas. Los asesinos matan a hombres importantes. Hombres como Elend Venture, rey del Dominio Central. El hombre al que ella amaba.

Vin quemó peltre y su cuerpo se tensó, alerta, peligroso. Cuatro violentos delante, pensó, viendo avanzar a los hombres. Los que quemaban peltre poseerían una fuerza inhumana, capaces de sobrevivir a un castigo físico brutal. Y el que lleva el escudo de madera es un atraedor.

Hizo un quiebro hacia delante, de modo que los violentos que se acercaban dieran un salto atrás. Ocho brumosos contra una nacida de la bruma era para ellos un equilibrio aceptable… pero solo si tenían cuidado. Los dos lanzamonedas se situaron a los dos lados de la calle, para poder empujar contra ella desde ambas direcciones. El último hombre, que esperaba impertérrito junto al atraedor, tenía que ser un ahumador: de escasa relevancia en una pelea, su propósito era esconder a su equipo de alománticos enemigos.

Ocho brumosos. Kelsier lo habría conseguido: había matado a un inquisidor. Ella, sin embargo, no era Kelsier. Todavía tenía que decidir si eso era bueno o malo.

Vin tomó aire, deseando tener un poco de atium que gastar, y quemó hierro. Esto le permitió tirar de una moneda cercana, una de las que le habían lanzado, mucho más de lo que el acero le habría permitido empujarla. La alcanzó, la dejó caer, y luego saltó como si fuera a empujar la moneda y se lanzó al aire.

Uno de los lanzamonedas, sin embargo, empujó contra la moneda, apartándola. Como la alomancia solo permitía que una persona tirara o empujara contra su cuerpo, Vin se quedó sin un anclaje decente. Empujar contra la moneda solo la hubiese lanzado de lado.

Cayó al suelo.

Que piensen que me han atrapado, pensó, agazapándose en el centro de la calle. Los matones se acercaron, un poco más confiados. Sí. Sé lo que estáis pensando. ¿Es esta la nacida de la bruma que mató al lord Legislador? ¿Esta niña delgada? ¿Es eso posible?

Yo me pregunto lo mismo.

El primer violento se dispuso a atacar, y Vin se puso en movimiento. Las dagas de obsidiana destellaron en la noche cuando las desenvainó, y la sangre salpicó negra en la oscuridad mientras ella se agachaba bajo el palo del violento y le abría un tajo en los muslos.

El hombre gritó. La noche dejó de ser silenciosa.

Los hombres maldijeron mientras Vin se movía entre ellos. El compañero del violento la atacó, rápido y borroso, sus músculos impelidos por el peltre. Su bastón golpeó una de las borlas de la capa de bruma de Vin cuando ella se arrojó al suelo y luego se irguió para escapar del alcance de un tercer violento.

Una lluvia de monedas voló hacia ella. Vin reaccionó y las empujó. El lanzamonedas, sin embargo, continuó empujando… y el empujón de Vin contrarrestó el suyo.

Empujar y tirar de metales dependía del peso. Y, con las monedas entre ambos, el peso de Vin chocó contra el peso del asesino. Ambos salieron despedidos hacia atrás. Vin escapó de un violento; el lanzamonedas cayó al suelo.

Un puñado de monedas llegó desde el otro lado. Todavía girando en el aire, Vin avivó acero para aportarse una descarga añadida de energía. Las líneas azules se entremezclaban, pero no necesitaba aislar las monedas para apartarlas.

El lanzamonedas soltó sus proyectiles en cuanto sintió el contacto de Vin. Los pedacitos de metal se perdieron en la bruma.

Vin golpeó el suelo con el hombro. Rodó, avivando peltre para aumentar su equilibrio, y se puso en pie de un salto. Al mismo tiempo, quemó hierro y tiró con fuerza de las monedas que desaparecían.

Volvieron hacia ella. En cuanto se acercaron, Vin saltó a un lado y las empujó hacia los violentos que se acercaban. Las monedas, sin embargo, se desviaron de inmediato, retorciéndose en las brumas hacia el atraedor, que fue incapaz de apartarlas: como todos los brumosos tenía un solo poder alomántico, y el suyo era tirar de hierro.

Lo hizo de manera eficaz, protegiendo a los violentos. Alzó el escudo y se quejó cuando las monedas lo golpearon y rebotaron.

Vin ya había vuelto a ponerse en movimiento. Corrió de frente hacia el lanzamonedas que tenía a la izquierda, el que había caído al suelo y estaba al descubierto. El hombre gritó sorprendido y el otro lanzamonedas trató de distraer a Vin, pero fue demasiado lento.

El lanzamonedas murió con una daga en el pecho. No era un violento: no podía quemar peltre para amplificar su cuerpo. Vin sacó la daga y le arrancó la faltriquera al hombre, que se desplomó en silencio.

Uno, pensó Vin, girando mientras el sudor volaba de su frente. Se enfrentaba a siete hombres en el callejón. Debían de esperar que intentase huir. En cambio, atacó.

Al acercarse a los violentos, saltó, y luego arrojó la bolsa que le había quitado al moribundo. El lanzamonedas vivo gritó, apartándola de inmediato. Vin, sin embargo, se impulsó en las monedas, saltando por encima de las cabezas de los violentos.

Uno de ellos, el herido, había sido por desgracia lo bastante listo para quedarse atrás y proteger al lanzamonedas. El violento levantó su cachiporra cuando Vin aterrizó. Ella esquivó el primer ataque, alzó su daga y…

Una línea azul danzó ante su visión. Rápida. Vin reaccionó de inmediato, se retorció y empujó contra la aldaba de una puerta para apartarse del camino. Golpeó el suelo de costado y luego se aupó apoyándose en una mano. Resbaló sobre el suelo húmedo.

Una moneda cayó a su lado y rebotó en el empedrado. No había llegado a alcanzarla. De hecho, parecía ir destinada al lanzamonedas asesino restante. Debía de haberse visto obligado a apartarla.

Pero ¿quién la había disparado?

¿OreSeur?, se preguntó Vin. Pero eso era una tontería. El kandra no era alomántico y, además, no habría tomado la iniciativa. OreSeur solo acataba las órdenes expresas.

El lanzamonedas asesino parecía igual de confuso. Vin alzó la cabeza, avivando estaño, y fue recompensada con la visión de un hombre de pie en el tejado de un edificio cercano. Una silueta oscura. Ni siquiera se molestaba en ocultarse.

Es él, pensó. El Acechante.

El Acechante permaneció allí plantado, sin volver a interferir, mientras los violentos se abalanzaban contra Vin, que soltó una imprecación al ver tres bastones que se precipitaban hacia ella. Esquivó uno, giró para evitar el otro y plantó una daga en el pecho del hombre que blandía el tercero. El hombre se tambaleó hacia atrás, pero no cayó. El peltre lo mantuvo en pie.

¿Por qué se habrá entrometido el Acechante?, pensó Vin mientras se apartaba de un salto. ¿Por qué habrá arrojado esa moneda a un lanzamonedas que podía apartarla sin ninguna dificultad?

Su preocupación por el Acechante casi le costó la vida cuando un violento que no había advertido la atacó de lado. Era el hombre cuyas piernas había rajado. Vin reaccionó justo a tiempo para evitar el golpe. Esto, sin embargo, la puso al alcance de los otros tres.

Todos atacaron a la vez.

Vin consiguió esquivar dos de los golpes. Uno, sin embargo, la alcanzó en el costado. El poderoso impacto la hizo resbalar por la calle hasta que chocó contra la puerta de madera de una tienda. Oyó un crujido (de la puerta, por suerte, no de sus huesos) y se desplomó, perdidas sus dagas. Una persona normal habría muerto. No obstante, su cuerpo impelido por el peltre era más resistente.

Jadeó en busca de aire, obligándose a ponerse en pie, y avivó estaño. El metal amplificó sus sentidos (incluida su capacidad de sentir dolor), y la súbita conmoción le despejó la mente. Le dolía el costado. Pero no podía detenerse. No con un violento atacándola, blandiendo su bastón para golpearla desde arriba.

Agazapada ante la puerta, Vin avivó peltre y agarró el bastón con ambas manos. Gritó, echó atrás la mano izquierda y descargó un puñetazo contra el arma, quebrando la madera de un solo golpe. El violento vaciló, y Vin le golpeó con la mitad del bastón en los ojos. Aunque aturdido, permaneció en pie.

No puedo luchar contra los violentos, pensó Vin. Tengo que seguir moviéndome.

Se lanzó a un lado, ignorando el dolor. Los violentos trataron de seguirla, pero ella era más ágil, más delgada y, lo más importante, mucho más rápida. Los rodeó y se volvió para atacar al lanzamonedas, el ahumador y el atraedor. Un violento herido había vuelto para proteger a esos hombres.

Cuando Vin se acercaba, el lanzamonedas le arrojó un puñado. Vin apartó las monedas y tiró de las que el hombre llevaba en la faltriquera.

El lanzamonedas gruñó mientras la bolsa se precipitaba hacia Vin. La llevaba atada a la cintura con una correa corta y el tirón lo hizo dar un paso adelante. El hombre sujetó la correa.

Y como su anclaje no se movía, Vin fue atraída hacia él. Avivó hierro mientras volaba por los aires y alzó el puño. El lanzamonedas gritó y tiró para liberar la bolsa.

Demasiado tarde. El impulso de Vin la llevó hacia delante. Hundió el puño en la mejilla del lanzamonedas al pasar. La cabeza del hombre giró, roto el cuello. Cuando Vin aterrizó, le dio un codazo en la barbilla al sorprendido violento, arrojándolo hacia atrás. Con una patada alcanzó al caído en el cuello.

Ninguno de los dos hombres se incorporó. Ya habían muerto tres. La faltriquera cayó al suelo, se rompió y se esparcieron por el empedrado un centenar de brillantes piezas de cobre. Vin ignoró el dolor de su costado y se enfrentó al atraedor, que esperaba con el escudo levantado, sospechosamente despreocupado.

Un crujido sonó a su espalda. Vin gritó, porque su oído, aguzado por el estaño, experimentó una reacción exagerada ante el inesperado sonido. Se llevó las manos a las orejas mientras el dolor le perforaba las sienes. Se había olvidado del ahumador, que sostenía dos palos de madera, tallados para producir agudos sonidos cuando los golpeaba entre sí.

Movimientos y reacciones, acciones y consecuencias eran la esencia de la alomancia. El estaño permitía que sus ojos vieran a través de las brumas, lo que le daba ventaja sobre sus enemigos. Sin embargo, el estaño también hacía que su sentido del oído se aguzara hasta niveles extremos. El ahumador alzó de nuevo sus palos. Vin recogió un puñado de monedas del suelo y las lanzó con un grito contra el ahumador. El atraedor, como cabía esperar, tiró de ellas. Golpearon el escudo y rebotaron. Y mientras se esparcían en el aire Vin empujó con cuidado una que quedó rezagada.

El hombre bajó el escudo, ajeno a la moneda que Vin había manipulado. Vin tiró, haciendo que la moneda corriera hacia ella… y hasta la nuca del atraedor. El hombre cayó sin emitir ningún sonido.

Cuatro.

Todo quedó en silencio. Los violentos que corrían hacia ella se detuvieron, y el ahumador bajó sus palos. No tenían ya lanzamonedas ni atraedores, nadie que pudiera empujar o tirar de metal, y Vin estaba en medio de un campo de monedas. Si las usaba, incluso los violentos caerían en un abrir y cerrar de ojos. Lo único que tenía que hacer era…

Otra moneda surcó el aire, disparada desde el tejado del Acechante. Vin maldijo, esquivándola. La moneda, sin embargo, no la golpeó. Alcanzó al ahumador de pleno en la frente. El hombre cayó boca arriba, sin vida.

¿Por qué?, pensó Vin, contemplando el cadáver.

Los violentos atacaron, pero Vin se marchó con el ceño fruncido. ¿Por qué matar al ahumador? Ya no era ninguna amenaza

A menos…

Vin apagó su cobre, luego quemó bronce, el metal que permitía detectar si había otros alománticos cerca usando su poder. No percibía a los violentos quemando peltre. Todavía estaban siendo ahumados, oculta su alomancia.

Alguien más estaba quemando cobre.

De repente, todo cobró sentido. Tuvo sentido que el grupo se arriesgara a atacar a una nacida de la bruma. Tuvo sentido que el Acechante hubiera disparado al lanzamonedas. Tuvo sentido que hubiera matado al ahumador.

Vin corría un grave peligro.

Solo tuvo un momento para tomar su decisión. Lo hizo por instinto, pero había crecido en la calle siendo ladrona y timadora. Las corazonadas le resultaban más naturales que la lógica.

—¡OreSeur! —gritó—. ¡Ve al palacio!

Era un código, por supuesto. Vin dio un salto atrás, ignorando por un momento a los violentos mientras su criado salía de un callejón. Sacó algo de su cinturón y se lo arrojó a Vin: un frasquito de cristal como los que usaban los alománticos para guardar sus recortes de metal. Vin tiró con rapidez del frasquito hasta tenerlo en la mano. No muy lejos, el segundo lanzamonedas (que se había quedado tirado en el suelo, como muerto) maldijo y se puso en pie.

Vin se volvió, apurando el frasquito de un rápido trago. Contenía una única perla de metal. Atium. No podía permitirse llevarlo en su propio cuerpo, pues no podía arriesgarse a que se lo arrancaran durante una pelea. Había ordenado a OreSeur que permaneciera cerca esa noche, preparado para entregarle el frasco en caso de emergencia.

El lanzamonedas se sacó de la cintura una daga de cristal oculta, cargando contra Vin por delante de los violentos que se acercaban. Ella se detuvo un instante, lamentando su decisión, pero sabiéndola inevitable.

Los hombres habían ocultado entre sus filas a un nacido de la bruma. Un nacido de la bruma como Vin, una persona que podía quemar los diez metales. Un nacido de la bruma que había estado esperando el momento adecuado para atacarla, para pillarla desprevenida.

Tendría atium, y solo había un modo de combatir a alguien que tenía atium. Era el metal alomántico definitivo, que solo podía usar un nacido de la bruma, capaz de decidir sin esfuerzo el resultado de un combate. Cada perla valía una fortuna… pero ¿de qué le serviría una fortuna si moría?

Vin quemó su atium.

El mundo a su alrededor cambió. Todos los objetos que se movían (los postigos de las ventanas, la ceniza, los violentos que la atacaban, incluso los rastros de bruma) proyectaron una copia transparente. Las réplicas se movieron adelantándose a sus originales, mostrando a Vin con exactitud lo que sucedería al cabo de un instante, en el futuro.

Solo el nacido de la bruma era inmune. En vez de proyectar una única forma de atium proyectó docenas, señal de que estaba quemando atium a su vez. Se detuvo un instante. El cuerpo de Vin habría explotado con docenas de confusas sombras de atium. Ahora que podía ver el futuro, Vin sabía lo que el hombre haría. Eso, a su vez, cambiaba lo que ella iba a hacer. Y cambiaba lo que iba a hacer él. Y así sucesivamente. Como los reflejos de dos espejos frente a frente, las posibilidades continuaban hasta el infinito. Ninguno de los dos tenía ventaja.

Aunque su nacido de la bruma se quedó quieto, los cuatro desafortunados violentos continuaron al ataque, pues no tenían manera de saber que Vin quemaba atium. Ella se volvió, plantándose junto al cuerpo del ahumador caído. De una patada, lanzó sus palos al aire.

Llegó un violento blandiendo su bastón. Su diáfana forma de atium atravesó con su bastón su cuerpo. Vin se contorsionó hacia un lado y notó el bastón de verdad pasar por encima de su oreja. La maniobra parecía fácil dentro del aura del atium.

Atrapó al vuelo uno de los palos y golpeó con él el cuello del violento. Giró cogiendo el otro palo y de un revés lo descargó contra el cráneo del hombre. El violento cayó de bruces, gimiendo, y Vin volvió a girar, esquivando con facilidad otros dos bastones.

Golpeó con los palos las sienes de un segundo violento. Su cráneo resonó con un sonido hueco como el de un tambor y se lo fracturó.

Cayó y no volvió a moverse. Vin lanzó su bastón al aire de una patada, soltó los palos rotos y lo recogió. Se dio la vuelta, haciendo girar el bastón, y se enfrentó a los dos violentos restantes a la vez. Con un fluido movimiento, descargó dos rápidos y potentes golpes contra sus rostros.

Se agachó mientras los dos hombres morían, sujetando el bastón con una mano, la otra apoyada en el empedrado húmedo. El nacido de la bruma se detuvo, y ella pudo ver incertidumbre en sus ojos. El poder no tenía por qué implicar competencia, y sus dos mejores bazas, la sorpresa y el atium, habían quedado anuladas.

Se volvió, tirando de un grupo de monedas caídas en el suelo, y luego las disparó. No hacia Vin, sino hacia OreSeur, que todavía se encontraba en la bocacalle. Era evidente que el nacido de la bruma esperaba que la preocupación de Vin por su sirviente la distrajera y poder quizás escapar.

Se equivocaba.

Vin ignoró las monedas y se lanzó hacia delante. Mientras OreSeur gritaba de dolor (una docena de monedas le hirieron la piel), Vin arrojó su bastón contra la cabeza del nacido de la bruma. Sin embargo, cuando abandonó sus dedos, su forma de atium se convirtió en firme y singular.

El asesino nacido de la bruma esquivó el golpe a la perfección. Sin embargo, el movimiento lo distrajo lo suficiente para permitir que ella cubriera la distancia que los separaba. Tenía que atacar con rapidez: la perla de atium que había tragado era pequeña. Se quemaría a gran velocidad. Y, cuando se agotara, quedaría indefensa. Su oponente tendría poder absoluto sobre ella.

Su aterrado adversario alzó la daga. En ese momento, se le agotó el atium.

Los instintos depredadores de Vin reaccionaron al instante y descargó un puñetazo. Él alzó un brazo para bloquear el golpe, pero ella lo vio venir y cambió la dirección de su ataque. Lo alcanzó de lleno en la cara. Entonces, con dedos diestros, Vin le arrebató la daga de cristal antes de que cayera al suelo y se hiciera añicos. Se incorporó y le rebanó el cuello a su oponente.

El hombre cayó en silencio.

Vin se levantó con la respiración entrecortada, con el grupo de asesinos muertos a su alrededor. Durante un instante, sintió un poder abrumador. Con atium era invencible. Podía esquivar cualquier golpe, matar a cualquier enemigo.

Su atium se agotó.

De repente todo pareció más oscuro. El dolor de su costado regresó a su mente, y tosió, gimiendo. Tendría moretones… y grandes. Tal vez alguna costilla rota.

Pero había vuelto a vencer. Por los pelos. ¿Qué ocurriría cuando fallara? Cuando no tuviera suficiente cuidado o careciera de la habilidad suficiente…

Elend moriría.

Vin suspiró y alzó la cabeza. Él estaba todavía allí, observándola desde el tejado. A pesar de la media docena de persecuciones repartidas a lo largo de varios meses, nunca había conseguido atraparlo. Algún día lo acorralaría.

Pero no esa noche. No tenía fuerzas. De hecho, le preocupaba que fuera a atacarla a ella. Pero… me ha salvado. Habría muerto si me hubiera acercado demasiado a ese nacido de la bruma oculto. Si hubiera quemado atium sin que yo me diera cuenta, me habría encontrado con su daga en el cuello.

El Acechante permaneció allí unos instantes más, envuelto, como siempre, en jirones de bruma. Luego se dio la vuelta y se perdió de un salto en la noche. Vin lo dejó marchar; tenía que encargarse de OreSeur.

Se acercó a él trastabillando. El cuerpo de su sirviente estaba cubierto de monedas y le manaba sangre de varias heridas.

La miró.

—¿Qué? —preguntó.

—No esperaba que sangraras.

OreSeur hizo una mueca.

—Seguro que tampoco esperabas que sintiera dolor.

Vin abrió la boca, pero no dijo nada. Lo cierto era que nunca lo había pensado. Se envaró. ¿Qué derecho tiene esta cosa a reñirme?

A pesar de todo, OreSeur había demostrado ser útil.

—Gracias por lanzarme el frasquito —dijo ella.

—Era mi deber, ama —respondió OreSeur, gimiendo mientras arrastraba su cuerpo herido hacia un lado del callejón—. Maese Kelsier me encargó que te protegiera. Como siempre, cumplo el Contrato.

Ah, sí. El todopoderoso Contrato.

—¿Puedes andar?

—Solo con esfuerzo, ama. Las monedas me han roto varios de estos huesos. Necesitaré un cuerpo nuevo. ¿El de uno de los asesinos, tal vez?

Vin frunció el ceño. Miró a los hombres caídos y se le revolvió un poco el estómago al contemplar el horrible espectáculo de sus cadáveres. Los había matado, a ocho hombres, con la cruel eficacia que le había enseñado a tener Kelsier.

Eso es lo que soy, pensó. Una asesina, como esos hombres. Así tenía que ser. Alguien tenía que proteger a Elend.

Sin embargo, la idea de OreSeur comiéndose a uno de ellos, digiriendo el cadáver, dejando que sus extraños sentidos de kandra memorizaran la posición de los músculos, la piel y los órganos para poder reproducirlos, la asqueaba.

Desvió la mirada y vio el velado desprecio en los ojos de OreSeur. Ambos sabían lo que ella pensaba de que él comiera cuerpos humanos. Ambos sabían lo que él pensaba de los prejuicios de ella.

—No —dijo Vin—. No usaremos a uno de estos hombres.

—Entonces tendrás que buscarme otro cuerpo —dijo OreSeur—. Según el Contrato no puedo verme obligado a matar a nadie.

El estómago de Vin volvió a protestar. Pensaré algo. El cuerpo actual de OreSeur era el de un asesino, tomado después de su ejecución. A Vin le preocupaba todavía que alguien de la ciudad reconociera su rostro.

—¿Puedes volver al palacio? —preguntó Vin.

—Con tiempo —dijo OreSeur.

Vin asintió, despidiéndolo, y luego se volvió hacia los cadáveres. De algún modo sospechaba que esta noche marcaría un punto de inflexión en el destino del Dominio Central.

Los asesinos de Straff jamás sabrían el daño que habían hecho. Aquella perla de atium era la última que Vin tenía. La próxima vez que un nacido de la bruma la atacara, estaría indefensa.

Y lo más probable era que pereciese con la misma facilidad que el nacido de la bruma al que había matado esa noche.