La altura de Alendi me sorprendió la primera vez que lo vi. Se trataba de un hombre que superaba a todos los demás, de un hombre que (a pesar de su juventud y su ropa humilde) imponía respeto.
10
La Sala de Reuniones se hallaba en la sede del antiguo Cantón de Finanzas del Ministerio de Acero. Era un espacio de techo bajo, más un salón de conferencias que una sala de reuniones. Había filas de bancos frente a un estrado elevado. A la derecha del estrado, Elend había mandado construir una fila de asientos para los miembros de la Asamblea. A la izquierda, había construido un atril para los oradores.
El atril miraba a los miembros de la Asamblea, no al público. Sin embargo, se animaba a asistir a la gente común. Elend pensaba que todo el mundo debía interesarse en el funcionamiento de su gobierno; le dolía que las reuniones semanales de la Asamblea normalmente tuvieran poco público.
Vin tenía un asiento en el estrado, al fondo, directamente frente al público. Desde su puesto de observación junto a los otros guardaespaldas, podía ver a la multitud. Guardias de Ham, de paisano, ocupaban los primeros bancos, creando una primera barrera de protección. Elend se había enfadado porque Vin exigía que colocara guardias delante y detrás del estrado: consideraba que los guardaespaldas sentados detrás de los oradores serían molestos. Ham y Vin, sin embargo, habían insistido. Si Elend iba a aparecer en público todas las semanas, Vin quería estar segura de que podía vigilarlos a él y a quienes lo vigilaban.
Para llegar a su asiento, por tanto, Vin tenía que cruzar el estrado. Las miradas la siguieron. A algunos del público les interesaban los escándalos; suponían que era la amante de Elend, y un rey que se acostaba con su asesina personal era motivo de cotilleo. A otros les interesaba la política: se preguntaban cuánta influencia tenía Vin sobre Elend, y si podrían utilizarla para conseguir el favor del rey. A otros les interesaba su carácter legendario: se preguntaban si una chica como ella podía haber matado efectivamente al lord Legislador.
Vin se apresuró a ocupar su sitio. Dejó atrás a los miembros de la Asamblea y se sentó junto a Ham, quien a pesar de lo formal de la ocasión seguía vistiendo un sencillo chaleco sin camisa. Sentada a su lado, con pantalones y su camisa, Vin no se sentía tan fuera de lugar.
Ham sonrió y le dio una afectuosa palmada en el hombro. Ella tuvo que esforzarse por no dar un respingo. No era que le disgustara Ham; más bien todo lo contrario. Lo amaba como a todos los antiguos miembros de la banda de Kelsier. Era solo que… Bueno, no hubiese sabido explicarlo, ni siquiera ella lo entendía. El inocente gesto de Ham le había dado ganas de zafarse. En su opinión la gente se tocaba con demasiada libertad.
Descartó esos pensamientos. Tenía que aprender a ser como los demás. Elend se merecía a una mujer normal.
Él ya estaba allí. Saludó a Vin con un gesto cuando advirtió su llegada, y ella sonrió. Luego continuó hablando tranquilamente con lord Penrod, uno de los nobles de la Asamblea.
—Elend estará contento —susurró Vin—. Esto está abarrotado.
—Están preocupados —dijo Ham en voz baja—. Y la preocupación hace que presten más atención a estas cosas. No puedo decir que me alegre: toda esta gente nos complica el trabajo.
Vin asintió sin dejar de escrutar al público. La multitud era una extraña mezcolanza de grupos que nunca se hubieran juntado durante los días del Imperio Final. Muchos eran nobles, naturalmente. Vin frunció el ceño, pensando en cuántas veces los miembros de la nobleza trataban de manipular a Elend, y en las promesas que él les hacía…
—¿Qué ocurre? —preguntó Ham, dándole un ligero codazo.
Vin miró al violento. Unos ojos expectantes centelleaban en su rostro firme y rectangular. Ham tenía un sexto sentido casi sobrenatural para debatir.
Vin suspiró.
—No entiendo esto, Ham.
—¿Esto?
—Esto —repitió Vin en voz baja, indicando la Asamblea con una mano—. Elend intenta con todas sus fuerzas contentar a todo el mundo. Cede tanto… Cede su poder, su dinero…
—Solo quiere que se trate a todo el mundo con justicia.
—Es más que eso, Ham. Está decidido a hacer de cada ciudadano un noble.
—¿Sería eso malo?
—Si todos son nobles, entonces no existe la nobleza. Todo el mundo no puede ser rico, ni todo el mundo puede estar al mando. Así no funcionan las cosas.
—Tal vez —dijo Ham, pensativo—. Pero ¿no tiene Elend el deber cívico de intentar que se haga justicia?
¿Deber cívico?, pensó Vin. No tendría que haberme puesto a hablar con Ham de estas cosas… Agachó la cabeza.
—Creo que tendría que darse cuenta de que ya se estaba tratando bien a todo el mundo sin necesidad de Asamblea. Todo lo que hacen sus miembros es discutir y tratar de quitarle poder. Y él se lo permite.
Ham dejó morir la discusión; Vin volvió a estudiar al público. Parecía que un nutrido grupo de obreros de las factorías había conseguido los mejores asientos. Al principio de la vida de la Asamblea, unos diez meses antes, los nobles enviaban a sus criados a guardarles el asiento o sobornaban a la gente para que se los cediera. Sin embargo, en cuanto Elend se enteró, prohibió ambas prácticas.
Aparte de nobles y obreros, había un gran número de miembros de la «nueva» clase: mercaderes y artesanos skaa, a quienes ya se permitía fijar el precio por sus servicios. Eran los verdaderos ganadores de la economía de Elend. Bajo la opresora mano del lord Legislador, solo los pocos skaa extraordinariamente dotados habían podido acceder a posiciones de moderada comodidad. Sin restricciones, esos skaa habían demostrado rápidamente ser mucho más hábiles y más sabios que los nobles. Constituían una facción de la Asamblea al menos tan poderosa como la de la nobleza.
Había otros skaa entre la multitud, con el mismo aspecto que antes de que Elend llegara al poder. Mientras que los nobles normalmente vestían traje con sombrero y abrigo, los skaa llevaban pantalones sencillos. Algunos iban sucios de trabajar todo el día, con la ropa vieja, gastada y manchada de ceniza.
Y, sin embargo…, había algo diferente en ellos. No en su ropa sino en su postura. Se sentaban un poco más rectos, con la cabeza un poco más erguida. Y tenían suficiente tiempo libre para asistir a una reunión de la Asamblea.
Elend, finalmente, se puso en pie para dar comienzo a la sesión. Había dejado que sus ayudantes lo vistieran esa mañana y el resultado era que apenas iba desaliñado. El traje le sentaba bien, llevaba todos los botones abrochados y su chaleco era de un adecuado azul oscuro. Iba bien peinado, con sus cortos rizos castaños perfectamente alisados.
Normalmente, Elend empezaba las reuniones llamando a los otros oradores, miembros de la Asamblea que hablaban durante horas sobre temas diversos como los impuestos o la higiene de la ciudad. Sin embargo, ese día había asuntos más acuciantes que tratar.
—Caballeros —dijo Elend—. Os ruego que esta tarde no nos desviemos de nuestro orden del día, a la luz de nuestro actual… estado de asuntos ciudadanos.
El grupo de veinticuatro asintió, aunque algunos murmuraron entre dientes. Elend los ignoró. Se sentía cómodo ante las multitudes, mucho más de lo que lo estaría jamás Vin. Mientras iniciaba su discurso, ella estudió la multitud, atenta a sus reacciones o a cualquier problema.
—La apurada naturaleza de nuestra situación debería ser bastante obvia —dijo Elend, dando comienzo al discurso que había preparado—. Nos enfrentamos a un peligro que esta ciudad no ha conocido nunca. Invasión y asedio por parte de un tirano exterior.
»Somos una nueva nación, un reino fundado sobre principios desconocidos durante los días del lord Legislador. Sin embargo, somos ya un reino de tradición. Libertad para los skaa. Un gobierno de nuestra elección. Nuestros propios designios. Nobles que no tienen que ceder ante los obligadores e inquisidores del lord Legislador.
»Caballeros, un año no es suficiente. Hemos probado la libertad y necesitamos tiempo para saborearla. Durante el último mes, hemos argumentado y discutido frecuentemente acerca de lo que deberíamos hacer si llegaba este día. Obviamente, tenemos muchas opiniones acerca de este tema. Por tanto, os pido un voto de solidaridad. Prometámonos a nosotros mismos y prometamos a este pueblo que no entregaremos la ciudad a un poder externo sin considerarlo antes debidamente. Decidamos recopilar más información, buscar otros caminos, e incluso luchar si se considera necesario.
El discurso continuó, pero Vin lo había escuchado ya una docena de veces mientras Elend lo practicaba. Se dedicó por tanto a observar a la multitud. Le preocupaban los obligadores que veía sentados al fondo. Apenas reaccionaban a los comentarios negativos que Elend les dirigía.
Ella nunca había comprendido por qué Elend permitía que el Ministerio de Acero continuara predicando. Era el último resto del poder del lord Legislador. La mayoría de los obligadores se negaban obstinadamente a aportar al nuevo gobierno sus conocimientos acerca de la burocracia y la administración, y seguían mirando a los skaa con desdén.
Y, sin embargo, Elend consentía su existencia. Había impuesto la estricta regla de que no se les permitiera incitar a la rebelión o la violencia. No obstante, tampoco los expulsaba de la ciudad, como le había sugerido Vin que hiciera. Si la decisión hubiera sido solo de ella, probablemente los habría mandado ejecutar.
Al cabo de un rato, el discurso de Elend se acercaba a su fin y Vin volvió a prestarle atención.
—Caballeros —dijo—, hago esta propuesta de buena fe, y la hago en nombre de aquellos a quienes representamos. Pido tiempo. Propongo que pospongamos todas las votaciones referidas al futuro de la ciudad hasta que se permita a una delegación real reunirse con el ejército de ahí fuera y decidir qué opciones hay de negociar, si es que existen.
Bajó sus papeles, alzó la cabeza y esperó los comentarios.
—Bien —dijo Philen, uno de los mercaderes de la Asamblea—. Nos estás pidiendo que te entreguemos el poder para decidir el destino de la ciudad.
Philen llevaba con tanto empaque su traje caro que un observador nunca hubiese dicho que se había puesto uno por primera vez hacía un año.
—¿Qué? —respondió Elend—. No he dicho nada de eso: simplemente, he pedido más tiempo. Para reunirme con Straff.
—Ha rechazado todos nuestros mensajes —dijo otro asambleísta—. ¿Qué te hace pensar que escuchará ahora?
—¡Lo estamos planteando mal! —dijo otro de los representantes nobles—. Deberíamos decidir suplicarle a Straff Venture que no nos ataque, no decidir reunirnos con él a charlar. Tenemos que dejarle claro enseguida que estamos dispuestos a trabajar con él. Todos habéis visto ese ejército. ¡Está planeando destruirnos!
—Por favor —dijo Elend, levantando una mano—. ¡Ciñámonos al tema!
Uno de los asambleístas, un skaa, alzó la voz, como si no hubiera escuchado a Elend.
—Lo dices porque eres noble —dijo, señalando al hombre a quien Elend había interrumpido—. Es fácil para ti hablar de colaborar con Straff, puesto que tienes muy poco que perder.
—¿Muy poco que perder? —respondió el noble—. ¡Toda mi casa y yo podríamos ser ejecutados por apoyar a Elend contra su padre!
—Bah —dijo uno de los mercaderes—. Todo esto no tiene sentido. Tendríamos que haber contratado a mercenarios hace meses, como sugerí.
—¿Y de dónde habríamos sacado el dinero para eso? —preguntó lord Penrod, el más mayor de los asambleístas nobles.
—De los impuestos —dijo el mercader, agitando una mano.
—¡Caballeros! —dijo Elend, y luego, más fuerte—: ¡Caballeros!
Consiguió con esto que le prestaran un poco de atención.
—Tenemos que tomar una decisión —dijo Elend—. No divaguemos, si es posible. ¿Qué hay de mi propuesta?
—No tiene sentido —respondió Philen, el mercader—. ¿Por qué deberíamos esperar? Invitemos a Straff a entrar en la ciudad y acabemos de una vez. Va a tomarla de todas formas.
Vin se acomodó en su asiento mientras los hombres empezaban a discutir de nuevo. El problema era que Philen, el mercader, por poco que él lo apreciara, tenía razón. La lucha no era una opción atractiva. Straff tenía un ejército mucho mayor. ¿Les serviría de algo ganar tiempo?
—Mirad —dijo Elend, tratando de recuperar de nuevo su atención… y consiguiéndolo solo en parte—. Straff es mi padre. Tal vez pueda hablar con él, conseguir que escuche. Luthadel fue su hogar durante años. Tal vez pueda convencerlo de que no la ataque.
—Esperad —dijo uno de los representantes skaa—. ¿Qué hay del asunto de la comida? ¿Habéis visto lo que nos están cobrando los mercaderes por el grano? Antes de preocuparnos por ese ejército, tendríamos que hablar de bajar los precios.
—Siempre echándonos la culpa de vuestros problemas —dijo uno de los mercaderes asambleístas. Y la discusión empezó de nuevo. Elend se encogió levemente tras el atril. Vin sacudió la cabeza, lamentándolo por Elend, mientras se generaba la discusión. Aquello mismo solía suceder en las reuniones de la Asamblea; le parecía que, simplemente, no trataban a Elend con el respeto que se merecía. Tal vez era culpa suya por elevarlos hasta ser casi sus iguales.
La discusión se agotó, al cabo, y Elend sacó un papel, a todas luces con la intención de registrar la votación de su propuesta. No parecía optimista.
—Muy bien, votemos —dijo—. Por favor, recordad: concederme tiempo no nos dará ventaja. Simplemente me permitirá tener una oportunidad para intentar que mi padre reconsidere su deseo de arrebatarnos nuestra ciudad.
—Elend, muchacho —dijo lord Penrod—. Todos hemos vivido aquí durante el reinado del lord Legislador. Todos sabemos qué tipo de hombre es tu padre. Si quiere esta ciudad, la tomará. Todo lo que podemos decidir, por tanto, es cómo rendirnos mejor. Tal vez encontremos un modo de que la gente conserve algo de libertad bajo su gobierno.
Todos guardaron silencio y, por primera vez, nadie inició una nueva discusión. Unos cuantos se volvieron hacia Penrod, que permanecía sentado con expresión tranquila y controlada. Vin sabía poco de él. Era uno de los nobles más poderosos que se habían quedado en la ciudad después del Colapso, de orientación conservadora. No obstante, ella nunca le había oído hablar con desprecio de los skaa, y por eso era tan popular entre la gente.
—Hablo con brusquedad, pero es la verdad —dijo Penrod—. No estamos en condiciones de negociar.
—Estoy de acuerdo con Penrod —intervino Philen—. Si Elend quiere reunirse con Straff Venture, supongo que tiene derecho. Tal como yo lo entiendo, puesto que es el rey, tiene autoridad para negociar con monarcas extranjeros. Sin embargo, no tenemos la garantía de no entregarle a Straff la ciudad.
—Maese Philen —dijo lord Penrod—, creo que has malinterpretado mis palabras. He dicho que rendir la ciudad es inevitable… pero que tendríamos que conseguir a cambio de su entrega lo máximo posible. Eso significa reunirse al menos con Straff para calibrar su disposición. Votar entregarle ahora la ciudad sería jugar nuestra baza demasiado pronto.
Elend alzó la cabeza, esperanzado por primera vez desde que la discusión degenerara.
—Entonces, ¿apoyáis mi propuesta? —preguntó.
—Es una forma embarazosa de conseguir la pausa que considero necesaria —dijo Penrod—. Pero… viendo cómo está el ejército ahí fuera, dudo que tengamos tiempo para nada más. Así que, en efecto, Majestad, apoyo tu propuesta.
Varios miembros más de la Asamblea asintieron mientras Penrod hablaba, como si lo consideraran por primera vez. Ese Penrod tiene demasiado poder, pensó Vin, entornando los ojos mientras estudiaba al maduro estadista. Le escuchan más que a Elend.
—¿Deberíamos votar, entonces? —preguntó otro de los asambleístas.
Y lo hicieron. Elend anotó los votos. Los ocho nobles (siete más Elend) votaron a favor de la propuesta, dando mucho peso a la opinión de Penrod. Los ocho skaa estuvieron en su mayoría a favor y, los mercaderes, mayoritariamente en contra. Sin embargo, al final, Elend consiguió los dos tercios que necesitaba.
—Propuesta aceptada —dijo Elend, tras el cómputo final, un poco sorprendido—. La Asamblea aplaza la decisión de rendir la ciudad hasta que el rey se haya reunido con Straff Venture a parlamentar oficialmente.
Vin se acomodó en su asiento, tratando de decidir qué pensaba de la votación. Era bueno que Elend se hubiera salido con la suya, pero el modo en que lo había conseguido la molestaba.
Elend, finalmente, abandonó el atril, se sentó y dejó que un molesto Philen tomara la palabra. El mercader leyó la propuesta de aprobar la entrega del control de los suministros de alimentos en la ciudad a los mercaderes. Sin embargo, esta vez Elend se puso al frente de los que estaban en contra y la discusión comenzó de nuevo. Vin observó con interés. ¿Se daba cuenta Elend de cómo actuaban los demás mientras rebatía sus propuestas?
Elend y unos cuantos asambleístas skaa consiguieron alargar la discusión lo suficiente para que llegara la pausa del almuerzo sin que se hubiera producido la votación. El público se levantó, desperezándose, y Ham se volvió hacia Vin.
—Buena reunión, ¿eh?
Ella se encogió de hombros.
Ham se echó a reír.
—Tenemos que hacer algo sobre tu ambivalencia respecto al deber cívico, muchacha.
—Ya he derrocado un gobierno —dijo Vin—. Supongo que eso salda mi «deber cívico» durante algún tiempo.
Ham sonrió, aunque no dejó de mirar con atención a la multitud… igual que hacía Vin. Con todo el mundo saliendo, era el momento ideal para atentar contra la vida de Elend. Una persona en concreto llamó la atención de Vin, que frunció el ceño.
—Vuelvo inmediatamente —le dijo a Ham mientras se ponía en pie.
—Has hecho lo adecuado, lord Penrod —dijo Elend, de pie junto al otro noble, conversando tranquilamente durante la pausa—. Necesitamos más tiempo. Sabes lo que le hará mi padre a esta ciudad si la toma.
Lord Penrod sacudió la cabeza.
—No lo he hecho por ti, hijo. Lo he hecho porque quería asegurarme de que ese necio de Philen no entregaba la ciudad antes de que la nobleza arrancara a tu padre la promesa de nuestro derecho al título.
—¿Ves? —dijo Elend, alzando un dedo—. Tiene que haber otro modo. El Superviviente nunca habría entregado esta ciudad sin luchar.
Penrod frunció el ceño, y Elend vaciló, maldiciendo en silencio para sus adentros. El anciano lord era un tradicionalista; citarle al Superviviente tendría poco efecto positivo. Muchos de los nobles se sentían amenazados por la influencia de Kelsier sobre los skaa.
—Piénsalo —dijo Elend, mirando acercarse a Vin, que le hizo un gesto de llamada. Él se excusó, cruzó el estrado y se reunió con ella—. ¿Qué ocurre? —le preguntó en voz baja.
—La mujer del fondo —respondió Vin en un susurro, los ojos recelosos—. La alta de azul.
La mujer en cuestión no fue difícil de localizar; llevaba una blusa azul vivo y una pintoresca falda roja. Era de mediana edad, delgada, y se había recogido el pelo en una trenza que le llegaba hasta la cintura. Esperaba pacientemente a que la gente se marchara.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Elend.
—Es de Terris.
Elend vaciló.
—¿Estás segura?
Vin asintió.
—Esos colores…, todas esas joyas. Es terrisana, con toda seguridad.
—¿Y?
—Que nunca la había visto —dijo Vin—. Y te estaba mirando, ahora mismo.
—La gente me mira, Vin. Soy el rey, después de todo. Además, ¿por qué tendrías que conocerla?
—Todos los terrisanos han venido a conocerme justo después de llegar a la ciudad —dijo Vin—. Maté al lord Legislador: me ven como la persona que liberó su patria. Pero no la reconozco. No ha venido nunca a darme las gracias.
Elend puso los ojos en blanco, tomó a Vin por los hombros y la hizo volverse.
—Vin, creo que es mi deber de caballero decirte algo.
Vin frunció el ceño.
—¿Qué?
—Eres preciosa.
Vin vaciló.
—¿Qué tiene eso que ver?
—Absolutamente nada —dijo Elend con una sonrisa—. Estoy intentando distraerte.
Lentamente, Vin se relajó y esbozó una débil sonrisa.
—No sé si alguien te ha dicho esto alguna vez, Vin, pero te comportas de una manera un poco paranoica en ocasiones.
Ella alzó una ceja.
—¿Ah, sí?
—Sé que cuesta trabajo creerlo, pero es cierto. A mí me parece bastante interesante, pero ¿de verdad crees que una terrisana intentaría matarme?
—Probablemente, no —admitió Vin—. Pero las viejas costumbres…
Elend sonrió. Luego se volvió a mirar a los miembros de la Asamblea, la mayoría de los cuales hablaban tranquilamente en corrillos. No se mezclaban. Los nobles hablaban con los nobles, los mercaderes con los mercaderes, los obreros skaa con los obreros skaa. Tan divididos estaban, tan obstinados eran. Las propuestas más sencillas a veces acababan en discusiones que duraban horas.
¡Tienen que darme más tiempo!, pensó. Sin embargo, mientras lo hacía advirtió cuál era el problema. Más tiempo, ¿para qué? Penrod y Philen habían atacado con precisión su propuesta.
La verdad era que la ciudad entera estaba patas arriba. Nadie sabía realmente qué hacer contra una fuerza invasora superior, y menos que nadie Elend. Tan solo sabía que no podían rendirse. Todavía no. Tenía que haber un modo de luchar.
Vin todavía miraba a un lado, más allá del público. Elend siguió su mirada.
—¿Todavía vigilando a esa terrisana?
Vin negó con la cabeza.
—Algo más… extraño. ¿Ese es uno de los mensajeros de Clubs?
Elend se dio la vuelta. En efecto, varios soldados se abrían paso entre la gente camino del estrado. Al fondo de la sala, la gente había empezado a susurrar y agitarse, y algunos salían rápidamente de la cámara.
Elend notó que Vin se envaraba y sintió una punzada de temor. Ya es demasiado tarde. El ejército ha atacado.
Uno de los soldados llegó por fin al estrado, y Elend se abalanzó hacia él.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Ha atacado Straff?
El soldado frunció el ceño, preocupado.
—No, mi señor.
Elend suspiró débilmente.
—Entonces, ¿qué?
—Mi señor, es un segundo ejército. Está a las puertas de la ciudad.