Había un sitio para mí en la tradición de la Anticipación: me consideré el Anunciador, el profeta que según lo predicho descubriría al Héroe de las Eras. Renunciar a Alendi entonces habría sido renunciar a mi nueva posición, a ser aceptado por los demás.
Y por eso no lo hice.
34
—Eso no funcionará —dijo Elend, sacudiendo la cabeza—. Necesitamos una decisión unánime (menos el voto de la persona que será eliminada, naturalmente) para deponer a un miembro de la Asamblea. Nunca conseguiremos expulsar a los ocho mercaderes.
Ham parecía un poco abatido. Elend sabía que le gustaba considerarse un filósofo y, de hecho, tenía una buena cabeza para el pensamiento abstracto. Sin embargo, no era un erudito. Le gustaba plantear preguntas y pensar respuestas, pero no tenía experiencia en estudiar un texto detalladamente, investigando su significado y sus consecuencias.
Elend miró a Sazed, que estaba sentado a la mesa con un libro abierto. El guardador tenía al menos una docena de volúmenes a su alrededor, aunque, sorprendentemente, perfectamente ordenados, con el lomo orientado hacia el mismo lado y la cubierta brillante. Los montones de libros de Elend estaban siempre distribuidos al azar, con páginas de notas asomando en ángulos extraños.
Era sorprendente cuántos libros cabían en una habitación si no querías moverte mucho. Ham estaba sentado en el suelo, con un montoncito de libros al lado, aunque se pasaba casi todo el tiempo expresando una idea tras otra. Tindwyl ocupaba una silla, pero no estudiaba. A la terrisana le parecía perfectamente aceptable formar a Elend para ser rey; sin embargo, se negaba a investigar y hacer sugerencias sobre cómo conservar el trono. A su entender, eso hubiera sido cruzar una frontera invisible entre la educación y la política.
Menos mal que Sazed no es así, pensó Elend. Si lo fuera, el lord Legislador todavía estaría al mando, posiblemente. De hecho, Vin y yo estaríamos muertos casi con toda seguridad. Fue Sazed quien la rescató cuando estaba prisionera de los inquisidores. No yo.
No le gustaba pensar en aquello. Su frustrado intento de rescate parecía una metáfora de todo lo que había hecho mal en la vida. Siempre había tenido buenas intenciones, pero rara vez había podido llevarlas a cabo. Eso iba a cambiar.
—¿Y esto, Majestad?
El que hablaba era la otra persona presente en la sala, un erudito llamado Noorden. Elend trató de ignorar los intrincados tatuajes que el hombre llevaba alrededor de los ojos, indicativos de su antigua vida como obligador. Usaba grandes anteojos para ocultar los tatuajes, pero en su momento había ocupado un puesto relativamente importante en el Ministerio de Acero. Podía renunciar a sus creencias, pero los tatuajes permanecerían siempre.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Elend.
—Información sobre lord Cett, Majestad —respondió Noorden—. La encontré en uno de los libros de cuentas que te llevaste del palacio del lord Legislador. Parece que Cett no es tan indiferente a la política de Luthadel como le gustaría que creyéramos.
Noorden se rio para sí. Elend nunca había conocido a un obligador alegre. Tal vez por eso Noorden no había abandonado la ciudad como la mayoría de los suyos; desde luego, no parecía encajar en sus filas. Era uno de los hombres que Elend había podido encontrar para que sirvieran como escribas y burócratas en su nuevo reino.
Elend estudió la página de Noorden. Aunque estaba llena de números en vez de estarlo de palabras, su mente de erudito detectó fácilmente la información. Cett había hecho un montón de negocios con Luthadel. La mayor parte usando casas menores como tapadera. Así tal vez había engañado a los nobles, pero no a los obligadores, que tenían que ser informados de los términos de cada acuerdo.
Noorden le pasó el libro a Sazed, quien estudió los números.
—Bien —dijo Noorden—. Lord Cett quería hacernos creer que no tiene vínculo alguno con Luthadel. La barba y la actitud tan solo sirven para reforzar esa impresión. Sin embargo, siempre ha tenido la mano metida en los asuntos de aquí.
Elend asintió.
—Tal vez comprendió que no se puede evitar la política fingiendo que no formas parte de ella. Es imposible que pudiera conseguir tanto poder como obtuvo sin algunos contactos políticos de peso.
—Y, entonces, ¿qué se puede deducir de todo esto? —preguntó Sazed.
—Que Cett es mucho más diestro en el juego de lo que quiere que crea la gente —dijo Elend, se puso en pie y pasó por encima de una pila de libros para volver a su sillón—. Pero creo que eso quedó bastante claro por la manera en que nos manipuló a mí y a la Asamblea ayer.
Noorden se echó a reír.
—Tendrías que haber visto la cara que se os puso a todos, Majestad. ¡Cuando Cett se descubrió, unos cuantos nobles dieron un brinco en sus asientos! Creo que los demás os quedasteis demasiado asombrados para…
—¿Noorden?
—¿Sí, Majestad?
—Por favor, concéntrate en la tarea que nos ocupa.
—Hmm, sí, Majestad.
—¿Sazed? —dijo Elend—. ¿Qué opinas?
Sazed dejó de leer su libro, una versión codificada y con anotaciones de la Constitución de la ciudad escrita por el propio Elend. El terrisano sacudió la cabeza.
—Hiciste un buen trabajo, creo. Veo muy pocas maneras de impedir el nombramiento de lord Cett, si la Asamblea lo elige.
—¿Demasiado competente por su propio bien? —dijo Noorden.
—Un problema que, desgraciadamente, rara vez he tenido —dijo Elend, sentándose y frotándose los ojos.
¿Es así como se siente Vin todo el tiempo?, se preguntó. Dormía menos que él y siempre se estaba moviendo de un lado a otro, corriendo, luchando, espiando. Sin embargo, siempre parecía descansada. Elend estaba empezando a agotarse al cabo de solo un par de días de duro estudio.
Concéntrate, se dijo. Tienes que conocer a tus enemigos para combatirlos. Tiene que haber una salida.
Dockson estaba todavía redactando cartas para los otros miembros de la Asamblea. Elend quería reunirse con aquellos que estuvieran dispuestos. Por desgracia, tenía la sensación de que serían pocos. Habían votado para deponerlo, y ahora se les presentaba una opción que parecía una salida fácil a sus problemas.
—Majestad… —dijo Noorden lentamente—. ¿No crees que, tal vez, deberíamos dejar que Cett ocupara el trono? Quiero decir, ¿tan malo sería?
Elend se quedó quieto. Uno de los motivos por los que había recurrido al antiguo obligador era que Noorden ofrecía siempre un punto de vista distinto. No era un skaa, ni uno de los nobles. No era un ladrón. Era solo un estudioso que se había unido al Ministerio porque le había ofrecido una opción distinta a la de convertirse en comerciante.
Para él la muerte del lord Legislador había sido una catástrofe que había destruido su forma de vida. No era un mal hombre, pero no comprendía verdaderamente la penosa situación de los skaa.
—¿Qué piensas de las leyes que he hecho, Noorden? —preguntó Elend.
—Son brillantes, Majestad —respondió Noorden—. Agudas representaciones de los ideales enunciados por antiguos filósofos, con elementos sólidos de realismo moderno.
—¿Respetará Cett esas leyes?
—No lo sé. Ni siquiera lo he visto nunca.
—¿Qué te dice tu instinto?
Noorden vaciló.
—No —dijo por fin—. No es el tipo de hombre que gobierne según la ley. Solo hará lo que quiera.
—Solo traería el caos —dijo Elend—. Mira la información que tenemos de su patria y de los lugares que ha conquistado. Son un caos. Ha dejado un batiburrillo de alianzas y promesas vagas; las amenazas de invasión actúan como el hilo que apenas lo sujeta todo. Darle el gobierno de Luthadel solo nos prepararía para otro colapso.
Noorden se rascó la mejilla, y luego asintió pensativo y volvió a su lectura.
Puedo convencerlo a él, pensó Elend. Si pudiera hacer lo mismo con los miembros de la Asamblea…
Pero Noorden era un erudito: pensaba igual que Elend. Los hechos lógicos eran suficientes para él, y una promesa de estabilidad era más poderosa que una de riqueza. La Asamblea era completamente distinta. Los nobles querían regresar a lo que conocían; los mercaderes veían una oportunidad para conseguir los títulos que siempre habían envidiado, y los skaa simplemente tenían miedo de ser víctimas de una matanza brutal.
Y, sin embargo, incluso así, estaba generalizando. Lord Penrod se veía a sí mismo como el patriarca de la ciudad, el noble experto, aquel a quien necesitaban para que aportara un poco de templanza conservadora en la resolución de sus problemas. Kinaler, uno de los obreros del acero, estaba preocupado porque el Dominio Central necesitaba estar en buenos términos con los reinos que lo rodeaban, y veía una alianza con Cett como la mejor manera de proteger Luthadel a la larga.
Cada uno de los veintitrés miembros de la Asamblea tenía sus propias ideas, objetivos y problemas. Eso era lo que Elend había pretendido; las ideas florecían en ese entorno. Simplemente, no había previsto que tantas ideas entraran en conflicto con las suyas propias.
—Teníais razón, Ham —dijo, volviéndose.
Ham alzó una ceja.
—Al principio de todo esto, tú y los demás quisisteis aliaros con uno de los ejércitos y entregar la ciudad a cambio de mantenerla a salvo del otro.
—Me acuerdo.
—Bueno, eso es lo que quiere la gente —dijo Elend—. Con o sin mi aprobación, parece que van a entregarle la ciudad a Cett. Tendríamos que haber seguido vuestro plan.
—¿Majestad? —lo llamó Sazed en voz baja.
—¿Sí?
—Mis disculpas, pero tu deber no es hacer lo que quiere la gente.
Elend parpadeó.
—Hablas igual que Tindwyl.
—He conocido a poca gente tan sabia como ella, Majestad —dijo Sazed, mirándola.
—Bueno, pues no estoy de acuerdo con ninguno de vosotros —respondió Elend—. Un líder solo debería actuar con el consentimiento de la gente a la que gobierna.
—No estoy en desacuerdo con eso, Majestad —dijo Sazed—. O, al menos, creo en la teoría. Sin embargo, sigo sin creer que tu deber sea hacer lo que la gente desea. Tu deber es liderarlos lo mejor que puedas, siguiendo los dictados de tu conciencia. Debes ser fiel, Majestad, al hombre que deseas ser. Si el hombre no es aquel que el pueblo desea que lo lidere, entonces elegirá a otro.
Elend vaciló. Bueno, claro, si no soy una excepción a mis propias leyes, no debería serlo tampoco a mi propia ética. Las palabras de Sazed eran en realidad una repetición de lo que Tindwyl había dicho sobre confiar en uno mismo, pero la explicación del terrisano parecía mejor. Más sincera.
—Tratar de adivinar lo que la gente desea de ti solo conducirá al caos —manifestó Sazed—. No puedes contentarlos a todos, Elend Venture.
La pequeña ventana de ventilación del estudio se abrió de golpe y Vin entró, arrastrando consigo un hilillo de bruma. Cerró la ventana y contempló la habitación.
—¿Más? —preguntó, incrédula—. ¿Has encontrado más libros?
—Por supuesto.
—¿Cuántos se han escrito? —preguntó, exasperada.
Elend abrió la boca, pero se detuvo al ver el brillo de sus ojos. Finalmente, tan solo suspiró.
—Eres un caso perdido —dijo, volviendo a su carta.
Un momento después Vin aterrizó sobre una de sus pilas de libros, consiguiendo de algún modo mantenerse en equilibrio. Las borlas de su capa de bruma colgaron a su alrededor, emborronando la tinta de su carta.
Elend suspiró.
—Ay —dijo Vin, recogiéndose la capa—. Lo siento.
—¿De verdad es necesario ir dando saltos todo el tiempo, Vin? —preguntó Elend.
Vin se bajó.
—Lo siento —repitió, mordiéndose los labios—. Sazed dice que es porque a los nacidos de la bruma nos gusta estar en alto para ver lo que pasa.
Elend asintió y continuó con la carta. Prefería redactarla personalmente, pero iba a necesitar un escriba que la pasara a limpio. Sacudió la cabeza. Tanto por hacer…
Vin lo observó mientras escribía. Sazed seguía leyendo, igual que uno de los escribas de Elend, el obligador. Estudió al hombre, que se encogió un poco en su asiento. Sabía que ella nunca se había fiado de él. Los sacerdotes no debían ser alegres.
Ardía en deseos de contarle a Elend lo que había descubierto sobre Demoux, pero vaciló. Había demasiada gente, y en realidad no tenía ninguna prueba: solo su instinto. Así que se contuvo y contempló los montones de libros.
La habitación permaneció en silencio. Tindwyl estaba sentada con los ojos levemente entornados: probablemente estudiaba mentalmente alguna antigua biografía. Incluso Ham estaba leyendo, aunque pasaba de un libro a otro, saltando de tema. Vin consideró que también debía leer algo. Pensó en las notas que había tomado sobre la Profundidad y el Héroe de las Eras, pero no fue capaz de sacarlas.
No podía hablarle de Demoux todavía, pero sí de otra cosa que había descubierto.
—Elend —dijo—. Tengo que decirte algo.
—¿Sí?
—Oí hablar a los criados cuando OreSeur y yo fuimos a cenar. Algunas personas que conocen han caído enfermas últimamente… un montón. Creo que alguien puede haber estado manipulando nuestros suministros.
—Sí —dijo Elend, todavía escribiendo—. Lo sé. Han envenenado varios pozos de la ciudad.
—¿Eso han hecho?
Él asintió.
—¿No te lo he dicho antes, cuando has venido a verme? Ham y yo hemos estado allí.
—No me lo has dicho.
—Creía que lo había hecho —dijo Elend, frunciendo el ceño.
Vin negó con la cabeza.
—Te pido disculpas —dijo él, se inclinó y la besó, y luego volvió a escribir.
¿Y un beso se supone que lo arregla todo?, pensó ella, sombría, sentándose en un montón de libros.
Era una tontería: en realidad no había ningún motivo para que Elend se lo contara de inmediato. Y, sin embargo, la conversación la había hecho sentirse extraña. Antes, él le hubiera pedido que hiciera algo al respecto. Ahora, al parecer se las arreglaba solo.
Sazed suspiró y cerró su libro.
—Majestad, no encuentro ningún fallo. He leído tus leyes seis veces ya.
Elend asintió.
—Me lo temía. La única ventaja que podríamos sonsacar de las leyes sería malinterpretándolas adrede…, cosa que no haré.
—Eres un buen hombre, Majestad. Si hubieras visto un fallo en la ley, lo habrías arreglado. Aunque no hubieras encontrado los fallos, uno de nosotros lo habría hecho cuando nos preguntaste nuestra opinión.
Deja que lo llame «Majestad», pensó Vin. Antes trataba de impedir que lo hicieran. ¿Por qué los deja hacerlo ahora?
Era extraño que Elend empezara por fin a considerarse rey después de que le hubieran quitado el trono.
—Espera —dijo Tindwyl, los ojos entornados todavía—. ¿Leíste esta ley antes de que fuera ratificada, Sazed?
Sazed se ruborizó.
—Lo hizo —dijo Elend—. De hecho, las ideas y sugerencias de Sazed fueron capitales para ayudarme a redactar el código actual.
—Ya veo —dijo Tindwyl con los labios apretados.
Elend frunció el ceño.
—Tindwyl, no has sido invitada a esta reunión. Estás molesta. Tu consejo ha sido bien apreciado, pero no permitiré que insultes a un amigo y huésped de mi casa, aunque tus insultos sean indirectos.
—Pido disculpas, Majestad.
—No me pidas disculpas a mí. Pídele disculpas a Sazed, o sal de esta habitación.
Tindwyl permaneció sentada un momento; luego se levantó y salió de la habitación. Elend no pareció ofendido. Simplemente, continuó redactando su carta.
—No tenías que hacer eso, Majestad —dijo Sazed—. Lo que Tindwyl opina de mí tiene buena base, creo.
—Haré lo que considere adecuado, Sazed —dijo Elend, sin dejar de escribir—. No te ofendas, amigo mío, pero ya está bien de dejar que la gente te trate mal. No lo soportaré en mi casa: al insultar tu contribución a mis leyes, me insultó a mí también.
Sazed asintió y tomó otro libro.
Vin guardó silencio. Está cambiando tan rápido. ¿Cuánto tiempo hace que llegó Tindwyl? ¿Dos meses? Ninguna de las cosas que Elend decía era tan distinta de lo que hubiese dicho antes… aunque la forma de decirlas era completamente diferente. Era firme, exigente de un modo que implicaba que esperaba respeto.
Es la pérdida del trono, el peligro de los ejércitos, pensó Vin. Las presiones lo están obligando a cambiar, a apretar el paso y dirigir o ser aplastado. Sabía lo de los pozos. ¿Qué otras cosas habría descubierto y no le había contado?
—¿Elend? He seguido pensando en la Profundidad.
—Eso es maravilloso, Vin —dijo él, sonriéndole—. Pero ahora mismo no tengo tiempo…
Vin asintió y le sonrió. Sin embargo, sus pensamientos no eran tan risueños. No es inseguro, como era antes. No tiene que apoyarse tanto en la gente. Ya no me necesita.
Era una idea estúpida. Elend la amaba, lo sabía. Su aptitud no la convertiría en menos valiosa para él. Y, sin embargo, no podía acallar su preocupación. Ya la había dejado una vez, cuando intentaba sopesar las necesidades de su casa en relación con su amor por ella, y eso había estado a punto de destruirla.
¿Qué sucedería si él la abandonaba ahora?
No lo hará, se dijo. Eso sería impropio de él.
Pero también las buenas personas tenían relaciones fracasadas, ¿no? La gente se distanciaba, sobre todo la gente que era muy distinta. A su pesar, a pesar de toda su confianza, Vin oyó una vocecita interior.
Era una voz que creía haber desterrado, una voz que no esperaba oír de nuevo.
Déjalo tú antes, pareció susurrar en su cabeza Reen, su hermano. Será menos doloroso.
Vin oyó un roce en el exterior. Se irguió levemente, pero el sonido había sido demasiado suave para que los demás lo oyeran. Se levantó y se acercó a la ventana.
—¿Vuelves a salir de patrulla? —preguntó Elend.
Ella se volvió, luego asintió.
—Podrías explorar las defensas de Cett en la fortaleza Hasting —dijo Elend.
Vin asintió. Elend le sonrió y volvió a sus cartas. Vin abrió la ventana y salió a la noche. Zane estaba sumergido en las brumas, con los pies apenas apoyados en el zócalo de piedra que corría bajo la ventana. Estaba contra la pared, el cuerpo inclinado hacia la noche.
Vin miró hacia un lado y advirtió el pedazo de metal del que Zane estaba tirando para mantenerse en aquella postura. Otra hazaña. Él le sonrió.
—¿Zane? —susurró.
Zane miró hacia arriba, y Vin asintió. Un segundo más tarde, los dos aterrizaron sobre el tejado de metal de la fortaleza Venture.
Vin se volvió hacia él.
—¿Dónde has estado?
Zane atacó.
Vin dio un salto atrás, sorprendida, mientras Zane giraba un remolino de negros cuchillos chispeantes. Aterrizó al otro lado del tejado, tensa. ¿Una lucha, entonces?, pensó.
Zane golpeó y su cuchillo se le acercó peligrosamente al cuello mientras ella esquivaba a un lado. Había algo diferente en sus ataques en aquella ocasión. Algo más peligroso.
Vin maldijo y sacó sus propias dagas dando un salto atrás para esquivar otro ataque. Zane descargó un tajo en el aire y cortó con la punta una de las borlas de su capa de bruma.
Vin volvió a enfrentarse a él. Zane avanzó, pero sin adoptar ninguna postura de combate. Parecía confiado, despreocupado, como si fuera a ver a una vieja amiga y no a entablar una pelea.
Muy bien, pues, pensó ella, saltando hacia delante con las dagas dispuestas.
Zane avanzó confiadamente y giró levemente a un lado, esquivando un cuchillo con facilidad. Con una mano le agarró a ella la otra sin ningún esfuerzo, deteniendo el golpe.
Vin se detuvo. Nadie era tan bueno. Zane la miró, los ojos oscuros tranquilos.
Estaba quemando atium.
Vin se zafó de su presa dando un salto atrás. Él la dejó ir, y vio cómo aterrizaba, agazapada, el sudor perlando su frente. Vin sintió una súbita punzada de terror, un sentimiento animal, primario. Había temido aquel día desde el momento en que supo del atium. Era el temor de saber que estaba indefensa a pesar de todas sus habilidades.
Era el terror de saber que iba a morir.
Se dio la vuelta para escapar, pero Zane se interpuso incluso antes de que empezara a moverse. Sabía lo que iba a hacer antes que ella misma. La agarró por el hombro desde atrás, tiró de ella y la arrojó al suelo.
Vin se estampó contra el tejado de metal, jadeando de dolor. Zane se alzó sobre ella y la miró como si esperara algo.
¡No me derrotará de esta forma!, pensó Vin, exasperada. ¡No me matará como a una rata atrapada!
Lanzó una cuchillada contra su pierna, pero fue inútil. Él apartó la pierna levemente, de modo que el golpe ni siquiera rozó la tela de sus pantalones. Era como una niña mantenida a raya por un enemigo mucho más grande y poderoso. Así era como debía sentirse una persona normal cuando trataba de luchar contra ella.
Zane esperó en la oscuridad.
—¿Qué? —exigió ella por fin.
—Es verdad que no lo tenéis —dijo él suavemente—. El alijo de atium del lord Legislador.
—No —respondió ella.
—No tenéis nada.
—Usé la última perla el mismo día que combatí a los asesinos de Cett.
Él permaneció de pie un instante y luego se volvió, apartándose. Vin se sentó, el corazón redoblando, la mano temblorosa. Se obligó a ponerse en pie y luego se agachó y recuperó sus dagas caídas. Una se había roto contra el tejado de cobre.
Zane se volvió hacia ella, silencioso, cubierto por la bruma.
Zane la observó en la oscuridad, vio su miedo… y también su determinación.
—Mi padre quiere que te mate —dijo.
Ella se levantó, mirándolo, todavía temerosa. Era fuerte y controlaba bien el miedo. La información de su espía, las palabras que Vin había pronunciado mientras visitaba la tienda de Straff eran ciertas. No había atium del que apoderarse en la ciudad.
—¿Por eso te has mantenido a distancia? —preguntó.
Él asintió, apartándose.
—¿Bien? ¿Por qué me dejas vivir?
—No estoy seguro —admitió Zane—. Puede que te mate todavía. Pero… no tengo por qué hacerlo. No tengo que cumplir su orden. Podría llevarte conmigo… Eso surtiría el mismo efecto.
Se volvió hacia ella. Vin, con el ceño fruncido, era una figura pequeña y silenciosa en medio de la bruma.
—Ven conmigo —dijo él—. Los dos podríamos irnos. Straff perdería a su nacido de la bruma, y Elend, a la suya. Podríamos negarles a ambos sus herramientas. Y podríamos ser libres.
Ella no respondió inmediatamente. Por fin, negó con la cabeza.
—Esto… esto que hay entre nosotros, Zane. No es lo que piensas.
—¿Qué quieres decir? —dijo él, dando un paso adelante.
Ella lo miró.
—Amo a Elend, Zane. De verdad.
¿Y crees que eso significa que no puedes sentir nada por mí?, pensó Zane. ¿Qué hay de esa expresión que veo en tus ojos, esa ansia? No, no es tan fácil como das a entender, ¿verdad? Nunca lo es.
Y, sin embargo, ¿qué otra cosa había esperado? Se dio la vuelta.
—Tiene lógica. Así ha sido siempre.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó ella.
Elend…
—Mátalo —susurró Dios.
Zane cerró los ojos. Ella no se dejaría engañar; no una mujer que había crecido en las calles, una mujer amiga de ladrones y timadores. Eso era lo difícil. Ella tenía que ver las cosas que aterraban a Zane.
Tenía que saber la verdad.
—¿Zane? —preguntó Vin. Todavía estaba un poco aturdida por el ataque, pero era de las luchas de las que se recuperaba rápidamente.
—¿No notas el parecido? —preguntó Zane, volviéndose—. La misma nariz, la misma forma de cara. Llevo el pelo más corto que él, pero es igualmente rizado. ¿Tan difícil es de ver?
Vin se quedó sin aliento.
—¿En quién más confiaría Straff Venture como su nacido de la bruma? —preguntó Zane—. ¿Por qué si no me dejaría acercarme, por qué si no se sentiría tan cómodo incorporándome a sus planes?
—Eres su hijo —susurró Vin—. El hermano de Elend.
Zane asintió.
—Elend…
—No sabe nada de mí —dijo Zane—. Pregúntale por las costumbres sexuales de nuestro padre en alguna ocasión.
—Me lo ha contado. A Straff le gusta tener amantes.
—Por más de un motivo —dijo Zane—. Más mujeres significan más hijos. Más hijos significan más alománticos. Más alománticos significan más posibilidades de tener un hijo nacido de la bruma que sea tu asesino.
La bruma impulsada por el viento los cubrió. En la distancia, la armadura de un soldado chasqueaba mientras patrullaba.
—Mientras vivió el lord Legislador, yo nunca podría haber heredado —dijo Zane—. Ya sabes lo estrictos que eran los obligadores. Crecí en las sombras, ignorado. Tú viviste en las calles…, supongo que fue terrible. Pero piensa lo que fue ser un carroñero en tu propio hogar, sin que tu padre te reconociera, tratado como un mendigo. Piensa en lo que es ver a tu hermano, un chico de tu misma edad, crecer rodeado de privilegios. Piensa en lo que es ver su desdén por las cosas que tú ansías tener. Comodidad, tranquilidad, amor…
—Debes odiarlo —susurró Vin.
—¿Odiarlo? No. ¿Por qué odiar a un hombre por lo que es? Elend no me ha hecho nada, no directamente. Además, con el tiempo, Straff encontró un motivo para necesitarme… cuando mis poderes se manifestaron y él finalmente encontró lo que había estado buscando desde hacía veinte años. No, no odio a Elend. A veces, sin embargo, lo envidio. Lo tiene todo. Y aun así… me parece que no lo sabe apreciar en su justa medida.
Vin permaneció en silencio.
—Lo siento.
Zane sacudió bruscamente la cabeza.
—No te compadezcas de mí, mujer. Si yo fuera Elend, no sería un nacido de la bruma. No comprendería las brumas, ni sabría lo que es crecer solo y odiado. —Se volvió para mirarla a los ojos—. ¿No crees que un hombre aprecia más el amor cuando se ha visto forzado durante tanto tiempo a no tenerlo?
—Yo…
Zane se dio la vuelta.
—De todas formas, no he venido aquí esta noche a lamentarme de mi infancia. He venido con una advertencia.
Vin se envaró.
—Hace muy poco —dijo Zane—, mi padre dejó que varios cientos de refugiados atravesaran su barricada para llegar a la ciudad. ¿Sabes lo del ejército koloss?
Vin asintió.
—Atacó y saqueó la ciudad de Suisna.
Vin sintió un sobresalto de temor. Suisna estaba tan solo a un día de Luthadel. Los koloss estaban cerca.
—Los refugiados acudieron a mi padre en busca de ayuda —dijo Zane—. Él los envió a vosotros.
—Para que la gente de la ciudad tenga más miedo —dijo Vin—. Y seguir menguando nuestros recursos.
Zane asintió.
—He querido advertirte. De los refugiados, y de mis órdenes. Piensa en mi oferta, Vin. Piensa en ese hombre que dice amarte. Sabes que no te comprende. Si te marchas, será lo mejor para ambos.
Vin frunció el ceño. Zane inclinó levemente la cabeza y saltó a la noche, empujándose contra el tejado de metal. Ella seguía sin creer lo que le decía de Elend. Lo notaba en sus ojos.
Bueno, ya tendría pruebas. Pronto lo vería. Pronto comprendería lo que Elend Venture pensaba verdaderamente de ella.