Yo había decidido que Alendi era el Héroe de las Eras, y pretendía demostrarlo. Tendría que haber cedido a la voluntad de los demás; no tendría que haber insistido en viajar con Alendi para ser testigo de sus idas y venidas.
Era inevitable que el propio Alendi descubriera lo que yo creía que era.
15
Ocho días después de dejar atrás el convento, Sazed despertó y descubrió que estaba solo.
Se levantó, apartó la manta y con ella la leve capa de ceniza que había caído durante la noche. El espacio que ocupaba Marsh bajo el dosel de árboles estaba vacío, aunque un pedazo de tierra desnuda indicaba el lugar donde había dormido el inquisidor.
Sazed se levantó y siguió los pasos de Marsh bajo la áspera luz roja. La capa de ceniza era más gruesa allí, sin la cobertura de los árboles, y también soplaba viento racheado. Sazed contempló el paisaje barrido por el viento. No había rastro de Marsh.
Regresó al campamento. Los árboles, en el centro del Dominio Oriental, crecían torcidos, pero tenían ramas entrelazadas repletas de agujas marrones que proporcionaban un cobijo decente, aunque la ceniza parecía capaz de infiltrarse en cualquier refugio.
Sazed preparó una sencilla sopa para desayunar. Marsh no regresó. Sazed lavó sus túnicas marrones de viaje en un arroyo cercano. Marsh no regresó. Sazed se cosió un roto de la manga, enceró las botas y se afeitó la cabeza. Marsh no regresó. Sazed sacó el calco que había hecho en el convento, transcribió unas cuantas palabras, luego, a regañadientes, lo dejó: le preocupaba difuminar las palabras abriendo demasiadas veces el papel o mancharlo de ceniza. Era mejor esperar a tener una mesa adecuada en una habitación limpia.
Marsh no regresó.
Finalmente, Sazed se marchó. No podía definir la sensación de urgencia que experimentaba, en parte excitación por compartir lo que había descubierto, en parte deseo de ver cómo Vin y el joven rey Venture manejaban los acontecimientos en Luthadel.
Marsh conocía el camino. Lo alcanzaría.
Sazed alzó la mano para protegerse los ojos de la luz roja del sol y oteó desde la cima de la colina. Había una leve mancha en el horizonte, al este del camino principal. Decantó su mentecobre geográfica, buscando descripciones del Dominio Oriental.
El conocimiento hinchó su mente, bendiciéndolo con los recuerdos. La mancha era una aldea llamada Urbene. Buscó en sus índices al cronista adecuado. El índice se volvía confuso, su información era difícil de recordar, lo que significaba que lo había pasado de la mentecobre a la memoria demasiadas veces. El conocimiento, dentro de una mentecobre, permanecía intacto, pero todo lo que pasara a su cabeza, aunque fuera solo un instante, se deterioraba. Tendría que volver a memorizar el índice más tarde.
Encontró lo que estaba buscando, y vertió los recuerdos adecuados en su cabeza. El cronista describía Urbene como una aldea pintoresca, lo cual probablemente significaba que algún noble importante había decidido establecer allí su mansión. El cronista decía también que los skaa de Urbene eran pastores.
Sazed tomó nota, luego volvió a guardar los recuerdos del cronista. Leer la crónica le indicó lo mucho que había olvidado. Igual que el índice, los recuerdos del cronista se habían deteriorado inevitablemente mientras habían estado en su cabeza. Por fortuna, tenía un segundo grupo de mentecobres oculto, allá en Terris, y lo usaría para transmitir sus conocimientos a otro guardador. Sus mentecobres actuales eran de uso diario. El conocimiento no solicitado no beneficiaba a nadie.
Se echó la mochila al hombro. Una visita a la aldea le haría bien, aunque lo retrasara un poco. Su estómago estuvo de acuerdo con la decisión. Era improbable que los campesinos tuvieran mucha comida, pero tal vez pudieran ofrecerle algo más que una sopa. Además, tal vez tuvieran noticias de los acontecimientos de Luthadel.
Bajó de la colina y tomó el sendero oriental, el más corto. Antaño, se viajaba poco en el Imperio Final. El lord Legislador había prohibido a los skaa salir de sus tierras y solo los ladrones y los rebeldes se atrevían a desobedecer. A pesar de todo, la mayoría de los nobles se habían labrado una fortuna con el comercio, así que en una aldea como esa era posible que estuvieran acostumbrados a las visitas.
Sazed notó algo extraño de inmediato. Las cabras campaban a sus anchas, sin vigilancia por el campo y el camino. Se detuvo y sacó una mentecobre de su mochila. La repasó mientras caminaba. Un libro sobre ganadería decía que a veces los pastores dejaban pastar a su ganado libremente. Sin embargo, ver a los animales sin vigilancia le puso nervioso. Apretó el paso.
Al sur, los skaa pasan hambre, pensó. ¿Y aquí el ganado es tan abundante que nadie se molesta en mantenerlo a salvo de bandidos y depredadores?
La pequeña aldea apareció en la distancia. Sazed quería creer que la quietud (las calles desiertas, las puertas y postigos a merced de la brisa) se debía a su llegada. Tal vez la gente estaba tan asustada que se había escondido. O tal vez simplemente estaban todos en los campos… ocupándose de los rebaños.
Sazed se detuvo. Un cambio en la dirección del viento trajo de la aldea un olor delator. Los skaa no estaban escondiéndose, y no habían huido. Era el olor de cuerpos en descomposición.
Apurado, Sazed sacó un anillo pequeño, una mentestaño de olor, y se lo puso en el pulgar. El olor que arrastraba el viento no era el de una matanza. Era un olor más sucio, más pegajoso. Invirtió el uso de la mentestaño, llenándola en vez de vaciarla, y su sentido del olfato se embotó. Eso evitó que sintiera arcadas.
Continuó su camino y, con prudencia, entró en la aldea. Como la mayoría de las aldeas skaa, Urbene tenía un trazado sencillo. Un grupo de diez grandes chozas formaban un círculo irregular, con un pozo en el centro. Los edificios eran de madera con el techo de las mismas ramas de agujas de los árboles que había visto. Unas chozas de vigía y la mansión de un noble se alzaban un poco más alejadas, en el valle.
Hasta que no se acercó un poco más no vio los primeros cadáveres. Dispersos frente a la puerta de la choza más cercana, yacían una media docena de ellos. Sazed se acercó con cuidado, pero vio enseguida que los muertos tenían al menos varios días. Se arrodilló junto al primero, el cadáver de una mujer, y no detectó ninguna causa visible de la muerte. Pasaba lo mismo con los demás.
Nervioso, Sazed abrió la puerta de la choza con aprensión. El hedor del interior era tan fuerte que lo notó a pesar de su mentestaño.
La choza, como la mayoría, constaba de una sola habitación. Estaba llena de cadáveres. La mayoría yacía envuelta en finas mantas; algunos estaban sentados con la espalda contra la pared, la cabeza putrefacta colgando flácida del cuello. Tenían el cuerpo demacrado, los miembros consumidos y las costillas marcadas.
Esa gente había muerto de hambre y deshidratación.
Sazed salió de la choza con la cabeza gacha. Suponía que encontraría el mismo panorama en los otros edificios, pero lo comprobó de todas formas. Vio la misma escena repetida una y otra vez. Cadáveres sin heridas en el suelo, ante las chozas; muchos otros cuerpos acurrucados dentro. Las moscas revoloteaban en enjambres que cubrían los rostros. En varias casas encontró huesos humanos roídos en el centro de la habitación.
Salió de la última choza, respirando por la boca a duras penas. Docenas de personas, más de un centenar en total, estaban muertas por ningún motivo aparente. ¿Qué podía haber causado que tantos de ellos se hubieran sentado sin más, ocultos en sus casas, mientras se quedaban sin comida y sin agua? ¿Cómo podían haber muerto de hambre si había animales sueltos? ¿Y qué había matado a los tendidos en la ceniza? No parecían tan consumidos como los que había encontrado en el interior, aunque dado el grado de descomposición era difícil asegurarlo.
Debo de estar confundido con lo del hambre, se dijo Sazed. Habrá sido una epidemia, alguna enfermedad. Es una explicación mucho más lógica. Rebuscó en su mentecobre médica. Desde luego había enfermedades que golpeaban de repente y debilitaban a sus víctimas. Y los supervivientes tenían que haber huido. Dejando atrás a sus seres queridos. Sin llevarse los animales de sus pastos…
Sazed frunció el ceño. En ese momento le pareció oír algo.
Se dio media vuelta, sacando poder auditivo de su mentestaño. Los sonidos estaban allí: el sonido de una respiración, el sonido de movimiento surgiendo de una de las chozas que había visitado. Echó a correr, abrió la puerta y observó de nuevo a los penosos cadáveres. Yacían igual que antes. Sazed los estudió con mucha atención, hasta que encontró a aquel cuyo pecho se movía.
Por los dioses olvidados… pensó Sazed. El hombre no tenía que esforzarse mucho para fingir estar muerto. Se le había caído el pelo y tenía los ojos hundidos. Aunque no parecía particularmente famélico.
Sazed le habló.
—Soy un amigo —dijo, apaciguador.
El hombre permaneció inmóvil. Sazed frunció el ceño mientras se acercaba y le colocaba una mano sobre el hombro.
El hombre abrió los ojos y gimió, poniéndose en pie de un salto. Aturdido y frenético, corrió por encima de los cadáveres hacia el fondo de la habitación. Se agazapó, mirando a Sazed.
—Por favor —dijo el guardador, soltando su mochila—. No debes tener miedo. —El único alimento que tenía aparte de las especias para sus guisos eran unos trocitos de carne, pero se los ofreció—. Tengo comida.
El hombre negó con la cabeza.
—No hay comida —susurró—. Nos la comimos toda. Excepto… esa comida.
Miró hacia el centro de la habitación. Hacia los huesos que Sazed había advertido antes. Sin cocinar, roídos, colocados en un montón bajo un paño harapiento, como para esconderlos.
—Yo no he comido esa comida —susurró el hombre.
—Lo sé —dijo Sazed, dando un paso adelante—. Pero hay otra comida. Fuera.
—No puedo salir fuera.
—¿Por qué no?
El hombre vaciló, luego apartó la mirada.
—Por la bruma.
Sazed miró hacia la puerta. El sol se acercaba al horizonte, no empezaría a atardecer hasta pasada otra hora por lo menos. No había bruma. No de momento, al menos.
Sazed sintió un intenso escalofrío. Lentamente, se volvió hacia el hombre.
—Bruma… ¿durante el día?
El hombre asintió.
—¿Y permanecía? ¿No se iba al cabo de unas cuantas horas?
El hombre negó con la cabeza.
—Días. Semanas. Todo era bruma.
¡Lord Legislador!, pensó Sazed antes de poder reprimirse. Llevaba mucho tiempo sin jurar por el nombre de aquella criatura, ni siquiera mentalmente.
Pero que la bruma llegara de día y no se despejara en semanas, si había que creer a ese hombre… Sazed imaginaba a los skaa asustados dentro de sus chozas, incapaces de aventurarse a salir a causa de mil años de terror, tradición y superstición.
Pero ¿para quedarse en sus chozas hasta morir de hambre? Ni siquiera su miedo a las brumas, por continuas que estas fueran, habría sido suficiente para forzarlos a morir de inanición, ¿no?
—¿Por qué no te marchaste? —preguntó Sazed en voz baja.
—Algunos lo hicieron —respondió el hombre, asintiendo como para sí—. Jell. Ya sabes lo que le pasó.
Sazed frunció el ceño.
—¿Está muerto?
—Se lo llevó la bruma. Oh, cómo se estremeció. Era testarudo, ya sabes, el viejo Jell. Oh, cómo se estremeció. Cómo se agitó al llevárselo.
Sazed cerró los ojos. Los cadáveres que he encontrado ante las puertas.
—Algunos escaparon —dijo el hombre.
Sazed abrió mucho los ojos.
—¿Qué?
El enloquecido aldeano volvió a asentir.
—Algunos escaparon, ya sabes. Nos llamaron, después de dejar la aldea. Dijeron que no pasaba nada. No se los llevó. No sé por qué. Pero mató a otros. A algunos los tiró al suelo, pero se levantaron. A otros los mató.
—¿La bruma dejó sobrevivir a algunos, pero mató a otros?
El hombre no respondió. Se había sentado y se puso a mirar el techo.
—Por favor —dijo Sazed—. Tienes que responderme. ¿A quién mató y a quién dejó pasar? ¿A qué se debía?
El hombre se volvió hacia él.
—Hora de comer —dijo, y se levantó. Se acercó a un cadáver y tiró de un brazo, arrancando la carne podrida. Era fácil ver por qué no había muerto de hambre como los demás.
Sazed contuvo la náusea, cruzó la habitación y agarró el brazo del hombre cuando se llevaba el hueso casi sin carne a los labios. El hombre se detuvo, luego miró a Sazed.
—¡No, es mío! —gritó, soltando el hueso y corriendo hacia el fondo de la habitación.
Sazed vaciló un momento. He de darme prisa. Tengo que llegar a Luthadel. Hay cosas peores en el mundo que los bandidos y los ejércitos.
El hombre lo miró con una especie de terror salvaje mientras Sazed decantaba la mentepeltre para conseguir un arrebato de fuerza. Sintió que sus músculos aumentaban y la túnica le quedaba estrecha. Agarró al aldeano cuando pasaba corriendo y lo sujetó, lo suficiente para que el hombre no pudiera hacer daño a ninguno de los dos. Lo sacó de la casa.
El hombre dejó de oponer resistencia en cuanto salieron a la luz. Alzó la cabeza como si viera el sol por primera vez. Sazed lo soltó y liberó su mentepeltre.
El hombre se arrodilló, mirando al sol, y luego se volvió hacia Sazed.
—El lord Legislador… ¿Por qué nos abandonó? ¿Por qué se fue?
—El lord Legislador era un tirano.
El hombre negó con la cabeza.
—Nos amaba. Nos gobernaba. Ahora que ya no está, las brumas pueden matarnos. Nos odian.
Entonces, con agilidad increíble, el hombre se puso en pie de un salto y salió corriendo por el sendero. Sazed dio un paso adelante, pero se detuvo. ¿Qué podía hacer? ¿Arrastrar al hombre hasta Luthadel? Había agua en el pozo y animales que comer. Sazed esperaba que el pobre desgraciado supiera arreglárselas.
Suspirando, regresó a la choza y recuperó su mochila. Al salir, se detuvo y sacó una de sus menteaceros. El acero almacenaba uno de los atributos que más costaba guardar: la velocidad. Sazed se había pasado meses llenando esa menteacero, preparándose por si algún día necesitaba correr muy muy rápido.
Ese día había llegado.