Y así, llego al meollo de mi argumento. Pido disculpas. Incluso grabando mis palabras en acero, aquí sentado y arañando en esta cueva helada, tengo tendencia a divagar.

37

Sazed contempló los postigos de la ventana, advirtiendo los vacilantes rayos de luz que empezaban a asomar entre las rendijas. ¿Ya es de día?, pensó. ¿Hemos estudiado toda la noche? Parecía imposible. No había recurrido a su capacidad almacenada, pero se sentía más atento, más vivo de lo que se había sentido en mucho tiempo.

Tindwyl estaba sentada junto a él. La mesa de Sazed estaba llena de papeles sueltos y tenía dos tinteros con sus respectivas plumas a punto para ser utilizados. No había libros: los guardadores no tenían necesidad de ellos.

—¡Ah! —dijo Tindwyl, tomó una pluma y empezó a escribir. Tampoco parecía cansada, pero probablemente había recurrido a su mentecobre, decantando la capacidad de vigilia almacenada en su interior.

Sazed la observó escribir. Casi parecía joven de nuevo; no había visto semejante entusiasmo en ella desde que los reproductores la habían abandonado hacía unos diez años. Ese día, terminado su gran trabajo, finalmente se unió a sus compañeros guardadores. Sazed fue el encargado de ponerla al día acerca del conocimiento descubierto y recopilado durante sus treinta años de enclaustramiento.

Tindwyl no tardó mucho en conseguir un puesto en el Sínodo. Sin embargo, para entonces Sazed ya había sido expulsado de sus filas.

La mujer dejó de escribir.

—El párrafo es de una biografía del rey Wednegon —dijo—. Fue uno de los últimos caudillos que se resistió al lord Legislador de manera significativa.

—Sé quién fue —dijo Sazed, sonriendo.

Ella vaciló.

—Por supuesto.

Obviamente, no estaba acostumbrada a estudiar con alguien que tenía acceso a tanta información como ella. Le entregó el escrito a Sazed; incluso disponiendo de índices mentales y notas, era más fácil escribir el párrafo que esperar a que él lo buscara en sus propias mentecobres.

El texto decía:

Pasé mucho tiempo con el rey durante sus últimas semanas de vida.

Parecía frustrado, como cabe imaginar. Sus soldados nada podían contra los koloss del Conquistador, y sus hombres habían sido derrotados varias veces desde Torre Arrumbada. Sin embargo, el rey no echaba la culpa a sus soldados. Consideraba que sus problemas tenían otro origen: la comida.

Mencionó esta idea varias veces durante aquellos últimos días. Pensaba que, si hubiéramos tenido más comida, podría haber aguantado. De aquello, Wednegon echaba la culpa a la Profundidad. Pues, aunque la Profundidad había sido derrotada (o al menos debilitada), su contacto había vaciado los almacenes de alimentos de Darrelnai.

Su pueblo no podía cultivar alimentos y resistir a la vez a los ejércitos demoníacos del Conquistador. En el fondo, cayeron por eso.

Sazed asintió lentamente.

—¿Cuánto tenemos de este texto?

—No mucho —respondió Tindwyl—. Seis o siete páginas. Esta es la única sección en que se menciona la Profundidad.

Sazed guardó silencio un instante y releyó el párrafo. Finalmente, miró a Tindwyl.

—Piensas que lady Vin tiene razón, ¿verdad? Piensas que la Profundidad era la bruma.

Tindwyl asintió.

—Estoy de acuerdo —dijo Sazed—. Como mínimo, lo que ahora llamamos «la Profundidad» era una especie de cambio en la bruma.

—¿Y tus argumentos de antes?

—Tus palabras y mis estudios han demostrado que eran erróneos —dijo Sazed, soltando el papel—. No deseaba que esto fuera cierto, Tindwyl.

Ella alzó una ceja.

—¿Desafiaste al Sínodo otra vez para ir en busca de algo que ni siquiera tú querías creer?

Él la miró a los ojos.

—Hay una diferencia entre temer algo y desearlo. El retorno de la Profundidad podría destruirnos. Yo no quería esta información… pero tampoco podía dejar pasar la oportunidad de descubrirla.

Tindwyl desvió la mirada.

—No creo que esto vaya a destruirnos, Sazed. Has hecho un gran descubrimiento, eso lo admito. Los escritos de Kwaan nos dicen mucho. De hecho, si la Profundidad era la bruma, entonces nuestra comprensión de la Ascensión del lord Legislador ha aumentado enormemente.

—¿Y si las brumas se están haciendo más fuertes? —preguntó Sazed—. ¿Y si, al matar al lord Legislador, destruimos también la fuerza que las mantenía encadenadas?

—No tenemos ninguna prueba de que las brumas aparezcan de día —dijo Tindwyl—. Y de la posibilidad de que estén matando gente solo tenemos tus escasamente sólidas teorías.

Sazed apartó la mirada. Sobre la mesa, sus dedos habían emborronado las apresuradas notas de Tindwyl.

—Es cierto —dijo.

La mujer suspiró.

—¿Por qué nunca te defiendes, Sazed?

—¿Qué defensa tengo?

—Tienes que tener alguna. ¡Te disculpas y pides perdón, pero tu aparente culpa nunca parece cambiar tu conducta! ¿Nunca has pensado que, tal vez, si fueras más decidido, podrías estar dirigiendo el Sínodo? Te expulsaron porque te negaste a plantear argumentos en tu propia defensa. Eres el rebelde más contrito que he conocido.

Sazed no respondió. Se volvió hacia un lado y vio su mirada de preocupación. Sus hermosos ojos. Pensamientos necios, se dijo. Siempre lo has sabido. Algunas cosas son para los demás, pero no para ti.

—Tenías razón respecto al lord Legislador, Sazed —dijo Tindwyl—. Tal vez los demás te hubieran seguido de haber sido un poco más… insistente.

Sazed negó con la cabeza.

—No soy un hombre de una de tus biografías, Tindwyl. En realidad, ni siquiera soy un hombre.

—Eres mejor hombre que ellos, Sazed. Lo frustrante es que nunca he podido averiguar por qué.

Guardaron silencio. Sazed se levantó y se acercó a la ventana; abrió los postigos y dejó entrar la luz. Luego apagó la lámpara de la habitación.

—Me marcharé hoy —dijo Tindwyl.

—¿Marcharte? Los ejércitos no te dejarán pasar.

—No pensaba en pasar, Sazed. Planeo visitarlos. He puesto al corriente al joven lord Venture; tengo que ofrecer la misma ayuda a sus oponentes.

—Ah… —dijo Sazed—. Comprendo. Tendría que haberme dado cuenta.

—Dudo que me escuchen como lo ha hecho él —dijo Tindwyl, y un atisbo de afecto asomó a su voz—. Venture es un buen hombre.

—Un buen rey.

Tindwyl no respondió. Miró la mesa, con sus anotaciones esparcidas, cada una sacada de sus diversas mentecobres, garabateada con prisa y luego leída una y otra vez.

¿Qué ha sido esta noche, entonces? ¿La noche de estudiar, la noche de compartir pensamientos y descubrimientos?

Ella seguía siendo hermosa. Su pelo castaño empezaba a encanecer, pero era largo y liso. Tenía el rostro marcado por toda una vida de dificultades que no habían podido con ella. Y los ojos… ojos penetrantes, con el conocimiento y el amor al aprendizaje que solo un guardador podía sentir.

No tendría que pensar en estas cosas, volvió a decirse Sazed. No tienen sentido. Nunca lo tuvieron.

—Debes irte, entonces —dijo, volviéndose.

—Una vez más, te niegas a discutir.

—¿Qué sentido tendría discutir? Eres una persona sabia y decidida. Debes guiarte por tu propia conciencia.

—A veces, la gente solo parece decidida porque no tiene otra opción mejor.

Sazed se volvió hacia ella. La habitación permaneció en silencio: los únicos sonidos procedían del patio. Tindwyl estaba sentada a la luz, con su brillante túnica cada vez más iluminada a medida que la oscuridad menguaba. Parecía estar dando a entender algo, algo que él no esperaba oír de ella.

—Estoy confundido —dijo Sazed, sentándose de nuevo lentamente—. ¿Qué hay de tu deber como guardadora?

—Es importante —admitió ella—. Pero… hay excepciones de vez en cuando. Este calco que has traído…, bueno, quizá merece ser estudiado más a fondo antes de que me marche.

Sazed la observó, tratando de leer en sus ojos. ¿Qué es lo que siento?, se preguntó. ¿Confusión? ¿Aturdimiento? ¿Miedo?

—No puedo ser lo que deseas, Tindwyl —manifestó—. No soy un hombre.

Ella agitó una mano, indiferente.

—Ya he tenido suficientes «hombres» y partos a lo largo de los años, Sazed. He cumplido mi deber con el pueblo de Terris. Me gustaría apartarme de ellos un tiempo. Una parte de mí lamenta lo que me han hecho.

Sazed abrió la boca para hablar, pero ella alzó una mano.

—Lo sé, Sazed. Yo acepté ese deber, y me alegro de mi servicio. Pero… durante los años que pasé sola, reuniéndome con los guardadores solo en ocasiones, encontraba frustrante que todos sus planes parecieran encaminados a mantener el estatus de pueblo conquistado.

»Solo vi a un hombre impulsar al Sínodo a tomar medidas. Mientras los demás planeaban cómo mantenerse ocultos, un hombre quería atacar. Mientras los demás decidían la mejor manera de engañar a los reproductores, un hombre quería planear la caída del Imperio Final. Cuando volví a reunirme con mi gente, descubrí que ese hombre seguía luchando. Solo. Condenado por confraternizar con ladrones y rebeldes, aceptó en silencio su castigo.

Ella sonrió.

—Ese hombre nos liberó a todos.

Le apretó la mano. Sazed permaneció sentado, aturdido.

—Los hombres sobre los que leí, Sazed, no eran hombres que se sentaran a planear la mejor manera de esconderse. Lucharon, buscaron la victoria. A veces fueron intrépidos… y otros hombres los tildaron de locos. Sin embargo, al final, fueron ellos los que cambiaron las cosas.

La luz entró de lleno en la habitación, y ella se sentó, sosteniendo la mano de él entre las suyas. Parecía… ansiosa. ¿Había visto Sazed alguna vez esa emoción en ella? Era fuerte, la mujer más fuerte que conocía. No podía ser aprensión lo que veía en sus ojos.

—Dame una excusa, Sazed —susurró.

—Me… gustaría mucho que te quedaras —dijo Sazed, una mano en las de ella, la otra sobre la mesa, los dedos temblando levemente.

Tindwyl alzó una ceja.

—Quédate —dijo Sazed—. Por favor.

Tindwyl sonrió.

—Muy bien… me has convencido. Volvamos entonces a nuestros estudios.

Elend recorría la muralla a la luz de la mañana. La espada que llevaba a la cadera tintineaba al rozar contra la piedra a cada paso.

—Casi pareces un rey —comentó una voz.

Elend se volvió para ver cómo Han subía los últimos escalones. El aire era frío, la escarcha todavía cubría la piedra que estaba a la sombra. Se acercaba el invierno. Quizás había llegado ya. Sin embargo, Ham no llevaba capa, solo chaleco, pantalones y sandalias como de costumbre.

Me pregunto si sabe lo que es el frío, pensó Elend. Peltre. Qué talento tan formidable.

—Dices que casi parezco un rey —dijo Elend, volviendo a pasear por la muralla mientras Ham se reunía con él—. Supongo que la ropa de Tindwyl ha hecho maravillas con mi imagen.

—No me refería a la ropa —contestó Ham—. Hablaba de la expresión de tu rostro. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Horas. ¿Cómo me has encontrado?

—Los soldados. Empiezan a considerarte su comandante, Elend. Montan guardia mejor donde tú estás: se yerguen un poco más cuando estás cerca, pulen sus armas si saben que vas a pasar a su lado.

—Creía que no pasabas mucho tiempo con ellos.

—Oh, nunca he dicho eso. Paso un montón de tiempo con los soldados… Es que no soy lo suficientemente intimidador para ser su comandante. Kelsier siempre quiso que fuera general. Creo que en el fondo pensaba que ser amigo de la gente era inferior a liderarla. Tal vez tuviera razón: la gente necesita líderes. Pero yo no quiero serlo.

—Yo sí —dijo Elend, sorprendido de sus propias palabras.

Ham se encogió de hombros.

—Probablemente sea buena cosa. Después de todo, eres rey.

—Más o menos.

—Sigues llevando la corona.

Elend asintió.

—Me parecía mal no hacerlo. Sé que parece una tontería…, hace poco tiempo que la llevo. Pero la gente necesita saber que todavía hay alguien al mando. Unos cuantos días más, por lo menos.

Continuaron paseando. En la distancia, Elend vio una sombra en el terreno: el tercer ejército había llegado por fin siguiendo a los refugiados. Sus exploradores no estaban seguros de por qué los koloss habían tardado tanto en llegar a Luthadel. Sin embargo, el triste relato de los aldeanos ofrecía algunas pistas.

Los koloss no habían atacado a Straff ni a Cett. Esperaban. Al parecer, Jastes tenía suficiente control sobre ellos para mantenerlos a raya. Y por eso se habían unido al asedio: otra bestia esperando la oportunidad de saltar sobre Luthadel.

Cuando no puedes tener a la vez libertad y seguridad, ¿qué eliges?

—Pareces sorprendido de darte cuenta de que quieres estar al mando —dijo Ham.

—Es que nunca había expresado antes en voz alta tal deseo. ¡Parezco tan arrogante cuando lo digo! Quiero ser rey. No quiero que otro ocupe mi lugar. Ni Penrod, ni Cett… ni nadie. El puesto es mío. La ciudad es mía.

—No sé si «arrogante» es el calificativo adecuado, El. ¿Por qué quieres ser rey?

—Para proteger a este pueblo. Para velar por su seguridad… y por sus derechos. Pero también para asegurarme de que los nobles no acaben en el bando equivocado de otra rebelión.

—Eso no es arrogancia.

—Lo es, Ham. Pero es una arrogancia comprensible. No creo que un hombre pueda gobernar sin ella. De hecho, creo que es lo que me ha faltado durante casi todo mi reinado. Arrogancia.

—Confianza en uno mismo.

—Un modo más bonito de expresar lo mismo —dijo Elend—. Puedo hacerlo mejor para este pueblo que ningún otro. Solo tengo que encontrar un modo de demostrarlo.

—Lo harás.

—Eres un optimista, Ham.

—Y tú también.

Elend sonrió.

—Cierto. Pero este oficio me está cambiando.

—Bueno, si quieres conservar el trabajo, deberíamos volver a estudiar. Nos queda solo un día.

Elend negó con la cabeza.

—He leído todo lo que he podido, Ham. No me aprovecharé de la ley, así que no hay ningún motivo para buscar fallos, y estudiar otros libros en busca de inspiración no sirve de nada. Necesito tiempo para pensar. Tiempo para pasear…

Continuaron haciéndolo. Elend distinguió algo en la distancia. Un grupo de soldados enemigos estaba haciendo algo que no podía determinar. Llamó a uno de sus hombres.

—¿Qué hacen? —preguntó.

El soldado se protegió de la luz con una mano y aguzó la vista.

—Parece otra escaramuza entre los hombres de Cett y los de Straff, Majestad.

Elend alzó una ceja.

—¿Eso sucede a menudo?

El soldado se encogió de hombros.

—Cada vez más, últimamente. Normalmente las patrullas de exploradores se encuentran y estallan conflictos. Dejan unos cuantos cadáveres cuando se retiran. Nada de importancia, Majestad.

Elend asintió y despidió al hombre. Bastante importante, pensó. Esos ejércitos deben de estar tan tensos como nosotros. A los soldados no puede gustarles tanto tiempo de asedio, sobre todo con clima invernal.

Estaban cerca. La llegada de los koloss solo causaría más caos. Si manejaba bien la situación, Straff y Cett se verían obligados a enfrentarse. ¡Solo necesito un poco más de tiempo!, pensó, mientras continuaba su paseo con Ham.

Sin embargo, antes tenía que recuperar el trono. Sin esa autoridad, no era nada… y no podía hacer nada.

El problema roía su mente. No obstante, mientras paseaba algo le distrajo; esta vez dentro de las murallas en vez de en el exterior. Ham tenía razón: los soldados se erguían un poco más cuando Elend se acercaba a sus posiciones. Lo saludaron, y él asintió, caminando con una mano en el pomo de la espada, tal como le había enseñado a hacer Tindwyl.

Si conservo mi trono, se lo deberé a esa mujer, pensó. Naturalmente, ella lo reprendería por tener esa idea. Le diría que conservaba su trono porque lo merecía, porque era rey. Al cambiar, simplemente había usado los recursos que tenía a mano para poder superar todos sus retos.

No estaba seguro de conseguir ver las cosas de esa manera. Pero en su última lección del día anterior (de algún modo sabía que era la última) le había enseñado solo una cosa nueva: que no había ningún molde para ser rey. No sería como los reyes del pasado, igual que no podía ser como Kelsier.

Sería Elend Venture. Sus raíces estaban en la filosofía, así que sería recordado como erudito; mejor que usara eso en su provecho, o no sería recordado en absoluto. Ningún rey podía admitir sus debilidades, pero hacía bien admitiendo sus puntos fuertes.

¿Y cuáles son los míos? ¿Por qué debería ser yo quien gobierne esta ciudad y las que la rodean?

Sí, era un erudito… y un optimista, como había señalado Ham. No era un maestro duelista, aunque estaba mejorando bastante en ese aspecto. No era un diplomático excelente, aunque sus reuniones con Straff y Cett demostraban que podía defenderse bien.

¿Qué era?

Un noble que amaba a los skaa. Siempre le habían fascinado, incluso antes del Colapso, antes de conocer a Vin y a los demás. Una de sus reflexiones políticas favoritas era intentar demostrar que no eran distintos de los hombres de noble cuna. Era idealista, incluso un poco ingenuo si lo pensaba… y, siendo sincero, su interés por los skaa antes del Colapso había sido en buena parte académico. Eran unos desconocidos, y por eso le parecían exóticos e interesantes.

Sonrió. Me pregunto qué habrían pensado los obreros de las plantaciones si alguien les hubiera dicho que eran «exóticos».

Pero entonces se produjo el Colapso: la rebelión predicha en sus libros y teorías cobraba vida. Sus creencias no habían podido continuar siendo meras abstracciones académicas. Y había llegado a conocer a los skaa, no solo a Vin y a los de la banda, sino a los obreros y criados. Había visto la esperanza que empezaba a crecer en ellos. Había visto el despertar del orgullo, del valor en la gente de la ciudad, y eso le conmovía.

No los abandonaría.

Eso es lo que soy, pensó Elend, deteniéndose en su paseo por la muralla. Un idealista. Un idealista melodramático que, a pesar de sus libros y doctrinas, nunca ha sido un noble muy bueno.

—¿Qué? —preguntó Ham, deteniéndose junto a él.

Elend se volvió.

—Tengo una idea.